lunes, 13 de junio de 2016

PEGGY GUGGENHEIM: "NO SOY UNA COLECCIONISTA. SOY UN MUSEO"

Peggy Guggenheim en Venecia, en 1965. CARLO BAVAGNOLI

Peggy Guggenheim entró como un huracán en el mundo del arte del primer tercio de siglo XX. Vivió el París del surrealismo, también en Londres, en Nueva York y en Venecia. Conoció a todos los grandes artistas, 'amó' a muchos de ellos y acumuló una de las mejores colecciones de arte contemporáneo de su tiempo.

ANTONIO LUCAS
El padre fue uno de los 1.500 cadáveres que dejó el Titanic a la deriva. Iba en el pasaje de primera clase. Vestía de impecable y así lo tragó el mar. Sucedió en la madrugada del 14 al 15 de abril de 1912. En ese tiempo, Peggy Guggenheim tenía 14 años y una propensión a figurar como la loquita de la casa, dispuesta a una excentricidad que entre los muy ricos suele ser amortiguada con el invierno en el mejor internado. Aquella orfandad repentina le soltó aún más las bridas y en medio de una tropa de zumbados (su madre repetía cada frase tres veces y su tío Washington tenía por costumbre mascar carbón y puntas de hielo) fue tomando conciencia del mundo a su manera. Estudió en los mejores colegios, equilibró su complejo de fea con la exhibición de una energía desbordante y a los 21 años heredó una fortuna que asumió como lanzadera. Aunque no sabía hacia dónde. Al rematar los estudios entró a trabajar en una librería vanguardista de Nueva York. Esa soltura de ideas de sus compañeros le dio munición para elegir su senda, que iba a ser la que nadie esperaba.
Descubrió las vanguardias y el gran arte europeo. Bebió el veneno de todo aquel paisaje nuevo y con la herencia del padre se situó frente a los mejores pintores del momento como un cazador a conejo parado. Ante el menú abundante de artistas hizo los baúles y viajó a París porque allí estaba esa turba de genios que bebía gasolina hasta explotar. Buscó apartamento en Montmartre y se diseñó un temperamento bohemio que le llevaba de los talleres de artista a los tabernones de luz tocinera. Peggy Guggenheim entendió que el talento no estaba sujeto a ninguna obediencia. Y entonces saltó con una libertad extrema (libertad de millonario) al centro mismo del circo del arte, ataviada con una dialéctica de noches locas, apetito de cuerpos nuevos y un alma de falda corta para arrear contra las convenciones.
A su alrededor armó una galaxia fenomenal de artistas, casi todos pobres como ratas pero capaces de apurar la vida hasta donde alcanza el límite de la integridad física. Ella fue una de las mecenas de aquel grupo de gloria. La amante voraz que generó su propia revolución francesa. Iba dejando a su paso un rastro de rumores y certezas, de excentricidad, de leyenda, de metralla para el cacareo de las cenas, también de soledad mal entendida. Y en todo esto indaga la escritora Francine Prose en una biografía minuciosa de los años más excéntricos de la dama: Peggy Guggenheim. El escándalo de la modernidad, publicada por Turner.
Cada gesto, cada capricho, cada adquisición, cada uno de sus flechazos tenía una sonoridad magnífica. Peggy Guggenheim era el motor de explosión de un coleccionismo que no sólo acumulaba, sino que vivía por dentro aquello que coleccionaba: obras, amistades, palacios, hombres, viajes, madrugadas. "Esta mujer nació con la necesidad de enervar a la gente. O en todo caso, la desarrolló muy pronto. Ese impulso le resultó útil para abordar un proyecto vital que consistió en mostrar al público un tipo de arte verdaderamente innovador, y a veces incluso inquietante", dice Prose. "Su muy personal combinación de procacidad y de apocamiento, de timidez y de necesidad de llamar la atención, la ayudó a establecer vínculos entre el ámbito del arte del siglo XX".

Peggy Guggenheim, en 1950, en la terraza de su palacio veneciano a orillas del Gran Canal. DAVID SEYMOUR

Después del deslumbramiento de París, Peggy Guggenheim regresa a Nueva York, se casa con Laurence Vail y regresa a Europa. Es 1921. Capri y Roma son las puertas de la rentrée. Tiene a su primer hijo, Sindbad. Suma para su jurisdicción a Marcel Duchamp, a Man Ray, a Djuna Barnes, a James Joyce, a Hemingway, a Ezra Pound... Los viajes, las fiestas, las peleas con Laurence, los hombres que vienen y van. Los primeros cuadros: Picasso, Modigliani... Los amigos nuevos: Cocteau e Isadora Duncan. El mundo estaba por estrenar y nace su hija Pegeen. En medio del furor abandonaba a su marido por un amante fortuito, como es en ella costumbre.En esto también consiste llamarse Peggy Guggenheim.
Fatigada ya la energía de París escapó a Londres en los años 30. Allí echó a rodar su primera galería con parte de la herencia que le dejó su madre al morir, en 1934. El dinero no se agotaba nunca. La colección crecía. Los deseos también. En 1937 inaugura Guggenheim Jeune. La abrió con obra de Cocteau, después llegó Kandinsky, y Calder, y Tanguy, y Henry Moore, y Brancusi, y Max Ernst. En el Londres de preguerra aplicó unas descargas de arte de vanguardia para sobresalto del respetable. Separada de su primer marido zampa amantes de dos en dos. El desenfreno es extraordinario. Y su audacia para mantenerse en pie, admirable. "Cuanto más sabemos de su vida más sencillo resulta ver cuánto de ese personaje tan meticulosamente construido responde a la percepción de amigos y amantes que jamás ocultaron que la consideraban algo simple, tacaña, políticamente ingenua y egocéntrica", subraya la biógrafa. Pero aun así, Peggy (y su apellido) desataba admiración.
Cerró la galería, sí, pero su vida está ya cruzada de artistas, de arte, de espacios de sombra. Le había abierto paso a la vanguardia en Londres y ahora tocaba plegar. Huyendo de la II Guerra Mundial conoce al pintor Max Ernst en Grenoble. Dicen quienes les vieron esos días que la pasión era inflamable. Ya casados marchan a Nueva York. Continúa el desenfreno. Antes había pasado los últimos tiempos de París adquiriendo una obra al día. "Yo no soy una coleccionista. Yo soy un museo", decía. Y abre en Manhattan la segunda galería, Art Of This Century. Todo lo que importaba en la ciudad comenzó a suceder en ese perímetro. El arte estadounidense rugía con los expresionistas abstractos en cabeza y Peggy, bien asesorada, abrió los brazos como un Cristo de Corcovado para acogerlos a todos. Por allí pasaron los de siempre y sumó a la escudería nuevas adquisiciones. Pollock fue, quizá, la pieza más preciada. Peggy llevaba adosada la polémica, se metía en trajes imposibles y andaba detrás de unas gafas de sol siderales. Era la mejor obra de sí misma.
La excitación intelectual de Peggy Guggenheim iba a compás de su vida.También de sus complejos. Incluso de sus tristezas. Y de una prolongada orfandad cubierta de hombres que nunca pudieron ser el padre que buscaba. En 1947 cerró la galería. Su colección personal era extraordinaria. Había hecho por el arte más que varios museos juntos. Emprendió la retirada y regresó a Europa. Se instaló en Venecia. Adquirió el palacio Vernier dei Leoni, una góndola y varios perros. Desplegó por la casa buena parte de sus mejores piezas y levantó su santuario abierto a la gente. La Bienal de Venecia dedicó un pabellón a sus fondos en 1948. Cambió a los amigos muertos por otros vivos: de Truman Capote a Yoko Ono. En 1960 dejó de coleccionar. Su mundo ya era otro. Entonces viajó lo que pudo. Quedó huérfana de hija por un pasote de alcohol y valium. Jamás se recuperó de aquello y, entonces sí, se encerró en casa. La gran coleccionista. La amante insaciable. La millonaria excéntrica. La cazadora de arte y de amor a lazo. Murió el 23 de diciembre de 1979, pero dejó con vida su memoria. A la manera del poema de Gil de Biedma bien pudo decir: "No leer,/ no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,/ y vivir como un noble arruinado/ entre las ruinas de mi inteligencia".

http://www.elmundo.es/cultura/2016/06/12/575afafee2704e7e398b4692.html

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