Javier Rodriguez Marcos
En el invierno de 1417,
hace ahora 600 años, Poggio Bracciolini, secretario del Papa y coleccionista de
libros antiguos, cruzó Alemania en busca de piezas para su colección. Tenía
tiempo libre. Su jefe, el mundano Baldassare Cossa, había sido apeado de la cátedra
de San Pedro y enviado a la prisión de Heidelberg. Allí perdió el nombre que
había elegido para pasar a la historia: Juan XXIII. Hasta el siglo XX, como
sabemos, nadie se atrevería a llamarse así. Las crónicas no ponen la mano en el
fuego, pero es más que posible que fuera en la abadía benedictina de Fulda
donde Bracciolini se topó con el manuscrito de un poema compuesto en torno al
año 50 antes de Cristo. Su autor: Tito Lucrecio Caro. Su título: Sobre la
naturaleza de las cosas. En latín: De rerum natura. Al buscador de libros le
sonaba por citas fragmentarias de Ovidio y Cicerón, pero, como todo el mundo,
pensaba que la obra se había perdido.
Es posible que el amanuense
que transcribió aquellos 7.400 versos no entendiera lo que estaba copiando.
Solo por esa ignorancia –y por la belleza de las palabras del poeta- se
comprende que no acabaran en la hoguera páginas que contienen argumentos como estos:
todo está hecho de partículas invisibles (los átomos); el universo, que no
tiene creador ni propósito, no fue creado para los humanos, que no son seres
únicos; la sociedad no comenzó en una supuesta edad de oro sino en una lucha
por la supervivencia; no existe el más allá; las religiones organizadas son
fruto de la superstición y se sostienen por la crueldad y el miedo; el fin de
la vida humana es la reducción del dolor y la búsqueda del placer. Más
fascinado por el latín de Lucrecio que por sus ideas, Poggio Bracciolini
encargó una copia de aquel poema, cuya influencia empezó a ser tanta que un
siglo después era prohibido como lectura escolar por el Sínodo de Florencia.
Era tarde. La luz epicúrea de sus razones terminaría iluminando, entre otras
mil, las mentes de Boticelli, Shakespeare, Montaigne, Molière y Thomas
Jefferson.
Casi seis siglos más tarde,
un verano de la década de los sesenta, un estudiante de Yale se topó entre los
saldos de la librería universitaria con una versión inglesa de De rerum natura.
No conocía el libro, pero aquella edición tenía en la cubierta un enigmático
cuadro de Max Ernst y solo valía 10 centavos. Lo compró. Ese estudiante era
Stephen Greenblatt, hoy profesor en Harvard y gran autoridad en la obra de
Shakespeare. En 2011, Greenblatt escribió un ensayo en el que cuenta su propio
descubrimiento al lado del de Bracciolini. Se titula El giro. De cómo un
manuscrito olvidado contribuyó a crear el mundo moderno (hay traducción
española, en la editorial Crítica, a cargo de Juan Rabasseda y Teófilo de
Lozoya). En Estados Unidos ganó en cuestión de meses el National Book Award y
el premio Pulitzer. Si pensáramos que es un elogio, diríamos que se lee como
una novela. Con la mitad de intriga, cualquier otro habría hecho un best
seller.
http://cultura.elpais.com/cultura/2017/02/28/actualidad/1488305936_486257.html
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