sábado, 27 de mayo de 2017

LA FILARMÓNICA SOCIEDAD DE CONCIERTOS. CLAUSURA DE TEMPORADA EN EL AUDITORIO NACIONAL DE MADRID CON GAUTIER CAPUÇON Y LA ORQUESTA SINFÓNICA DE RADIO-FRANKFURT DIRIGIDA POR ANDRÉS OROZCO-ESTRADA


Orquesta Sinfónica de Radio Frankfurt, Andrés Orozco-Estrada, director. Gautier Capuçon, violonchelo. Auditorio Nacional de Música, sala sinfónica. La Filarmónica. Quinta temporada 2016/ 2017. 25 de mayo de 2017.
Notas al programa, Mònica Pagès.

Obras:
Ludwig van Beethoven (1770-1827).Sinfonía nº 1, Op. 21 (1799-1800)
Piotr I. Chaikovski (1840-1893).Variaciones Rococó, Op. 33 (1876-1877). (Editada por Fitzenhagen)
Igor Stravinsky (1882-1971).
La consagración de la primavera (Le sacre du printemps).

Velada excepcional y apabullante, como anunciábamos en el previo de esta reseña, la del cierre de la Quinta Temporada de La Filarmónica Sociedad de Conciertos, a pesar de la calidad que ha venido exhibiendo sin prisa pero sin pausa y sobre todo en ocasiones sin la suficiente y justa repercusión que hubieran tenido que tener por su magnífica elección de la programación y los intérpretes de los conciertos en el Auditorio Nacional.

Sin aliento se quedó el público que ovacionó a la Orquesta Sinfónica de Radio Frankfurt, dirigida con manos talentosas por el maestro Andrés Orozco-Estrada y al violonchelista francés, por primera vez invitado por La Filarmónica, el ya consagrado a pesar de su juventud, Gautier Capuçon.
Obras de una conocida aceptación por parte de público y crítica, disfrutadas y sufridas por los músicos por su enorme responsabilidad de ejecución y además por el conocimiento universal que se tiene de ellas. Así que fue necesario retomar el fiato y bajar las pulsaciones para paladear sin taquicardias una noche de excelencia.

La Sinfonía Núm, 1 en Do Mayor, op. 21 de Beethoven, anunciada aquí y allá como deudora evidente del clasicismo anterior de Haydn, tiene sin embargo una idiosincrasia peculiar y propia, que la acercan por momentos al maestro fundador para alejarse después y evolucionar hacia un ímpetu y un estilo decididamente más cercanos al Romanticismo. La interpretación estuvo llena de frescura y de luz, propias del modo mayor, pero reforzadas con unos matices de delicadeza y alegría que presagiaban lo mejor de la posterior Consagración de la Primavera, mucho más sombría e inquietante. Nada de penoso ni de tristeza en esta obra encuadrada en un espíritu vital, el del Beethoven joven descubridor de desconocidos territorios tímbricos, que permitió a la Orquesta de Radio Frankfurt explayarse a pesar de su tradicional contención y austeridad germánicas. 
Les fue imposible transitar por esta partitura con distancia, arrastrados por el apasionamiento tumultuoso del maestro Orozco-Estrada, de origen colombiano y formación austríaca, aunque su corazón sigue conservando el calor y el color de Sudamérica, esos con los que otro grande, Gustavo Dudamel, seduce sin remedio a audiencias de todas las latitudes. Así que el comienzo resultó, sin lugar a dudas, mucho más dionisíaco que apolíneo, y así discurrió la velada hasta el final, como una enorme y desplegada goleta con las velas henchidas de grandeza.

Gautier Capuçon es un caso aparte en el universo musical de los solistas de los últimos tiempos. Un don de la naturaleza, un estado mental. La recreación que llevó a cabo de las Variaciones Rococó en La Mayor de Chaikovsky sin embargo sujeta a la partitura, fue una demostración de lo que significa, no solo leerla y tocarla, sino entenderla e interpretarla. Tiene una técnica depurada, minuciosa, llena de pliegues e insinuaciones, de aquí y de allá, de sí, pero no, para profundizar en los clímax y anticlímax, en medio de un voraz estallido de golpes de arco, con unos “spiccato” de antología, una” finezza” en los detalles a lo largo y ancho de todos los números. Circula con solvencia y amplitud por valles y cimas, entre la ternura y el vértigo, acariciando, inundando el aire con una música que en sus manos se transforma casi en programática. Es de una sinestesia brutal: imaginamos cuadros, paisajes, literatura, carne y sangre mientras la escuchamos. Y percibimos hasta el incienso de una catedral.

Alguien muy experto y reconocido en el foro escribió hoy mismo que Capuçon era “como los vinos franceses de gran reserva”. No hay modo, claro,  de no proyectarse en las críticas, en lo que se escribe, en la percepción que se tiene de los mundos, plurales, que nos rodean. Con el mayor de los respetos a la experiencia y la longevidad periodística del autor, me gustaría sugerir que Capuçon efectivamente es muy francés, en su despreocupación aparente, en su spleen, también en la felicidad que va repartiendo dentro y fuera del escenario. En su capacidad de comunicar, con sus correspondencias, su elevación, entre la belleza y sus ensoñaciones, como un fuego fatuo, oceánico. Más que un alcohol añejo es un arca de sabores, como los wiener gemischter satz y el neu Wein (el vino nuevo, del año) de las Heurigen, las famosas tabernas de los alrededores de Viena. Burbujeante, floral, perfumado, tierno, solar y con ese toque de locura que dan la juventud,  el talento y el genio. 
Enfundado en un traje de etiqueta pero desenfadado, el pelo largo, parece emerger de un bistrot de Montmartre del siglo XIX. Con la experiencia del ADN que no solo le presta la música sino las galaxias mágicas de un Rimbaud o un Baudelaire, heredados  vía inconsciente colectivo, claro, cosidos a la levita de un Marcel Proust enamorado para siempre de la Sonata de Vinteuil y de Odette de Crécy. Perfecta y pulida su comunicación con el director. Su bis, anunciado después de un “buenas noches” en español, no hizo más que confirmar su empatía y su disponibilidad.

Fin de fiesta de lucimiento para la formación alemana y el director colombiano, que desplegó una energía inusitada y titánica, indicando hasta el minimalismo las entradas, los matices, los ritmos, los tempi, consiguiendo que la orquesta hasta sonriera al saludar y no funcionara como otras que escuchamos con frecuencia: a mitad de camino entre la repetición mecánica y el funcionariado asumido. Hay orquestas que tocan solas, todos lo sabemos, por su solvencia y saber hacer, como esta, pero el concierto del cierre de temporada de la Filarmónica hubiera sido inviable sin la entrega y la denodada lucha de Orozco-Entrada con el sonido y las texturas orquestales que solo él pudo recrear: gran gama decolores, ricos, lunares, sombríos ahora, luminosos después, en cada grupo orquestal: generosas las cuerdas, los metales y las maderas, apoteósica la percusión. Un paisaje de historias contadas en papel pautado, mientras la mente del oyente discurre por la geografía de Nijinski, de Diaghilev, de los Ballets Rusos en París. Y aquellos trajes de fábula y esas coreografías deslumbrantes, ebrias de rituales primitivos, primarios, primigenios. Es la narrativa a mitad de camino entre el misterio de Asia, en vasos comunicantes con la geografía emocional eslava. Y otra propina, Amorosa de las Diez Melodías Vascas de Guridi.

Un portento. Nos quedamos enganchados a este lugar, a este momento. De belleza, ceremonial, único, fundacional. Y conseguimos en esta época convulsa aquella desiderata que enunció en Las flores del mal, el legendario poeta (y la traducción es personal y a vuela pluma): “Detrás de los problemas y los enormes desgracias que cargan con su peso la existencia de brumas, feliz aquel que puede con alas vigorosas lanzarse hacia los campos luminosos y serenos”. Merci.


Alicia Perris

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