Gran Teatre del Liceu. Adriana Lecouvreur. Comedia-drama en cuatro actos de Francesco
Cilèa. Libreto de Arturo Colautti (a partir de la obra de Eugène Scribe y
Ernest Legouvé). Barcelona, 26 de junio de 2024.
Reparto
Valeria Sepe (Adriana Lecouvreur)
Roberto Alagna (Maurizio).
Ambrogio Maestri (Michonnet)
Daniela Barcellona (Princesa Bouillon)
Felipe Bou (Principe Bouillon)
Didier Pieri (Abate de Chazeuil)
Carles Daza (Quinault)
Marc Sala (Poisson)
Pau Bordas (Un mayordomo)
Irene Palazón (Mademoiselle Jouvenot)
Anaïs Masllorens (Mademoiselle Dangeville).
Cor i Orquestra del Gran Teatre del Liceu. Dirección,
David-Huy Nguyen-Phung
Patrick Summers, dirección musical.
David McVicar, director de escena. Reposición, Justin Way
Producción Gran Teatre del Liceu, Royal Opera House, Opéra
de Paris, Wiener Staatsoper, San francisco Opera. Hubo una mención a la memoria
de la soprano belga Jodie Devos, reciente y prematuramente desaparecida.
Con un proteico director de escena, el escocés David
McVicar, se cierra la temporada del Liceu barcelonés, que debió
sobrellevar muchas cancelaciones de los cantantes y alguna indisposición vocal
durante sus funciones. Pero el poder visual y especialmente teatral de esta
puesta irradió tanta fuerza, que, al final, se cosecharon aplausos y
reconocimientos y el resultado fue fantástico.
Adriana Lecouvreur fue estrenada en el Teatro Lírico de
Milán, el 6 de noviembre de 1902 con la participación de Enrico Caruso como
Mauricio de Sajonia, la soprano verista bien conocida Angelica Pandolfini en el
rol titular y el suave barítono lírico Giuseppe De Luca como Michonnet. Al año
siguiente la dirigió Tullio Serafin en Bolonia y en 1904 se estrena en
Hamburgo.
Llega a La Scala recién en 1932 con Giuseppina Cobelli y
Aureliano Pertile. En 1948 debuta en el Teatro Colón (Buenos Aires) dirigida
por Hector Panizza con Maria Caniglia y Beniamino Gigli. La ópera conoció
notoriedad gracias a Claudia Muzio
y Magda Olivero y
posteriormente Renata Tebaldi
y Renata Scotto.
El compositor calabrés ofreció al verismo musical uno de sus
melodramas más emocionantes, muy en la estela de las composiciones de creadores
como Mascagni, Leoncavallo y Giordano.
Francesco Cilèa (Palmi, cerca de Regio de Calabria,
23 de julio de 1866 - Varazze, cerca de Savona, 20 de noviembre de 1950) fue un
compositor de ópera italiano, con un notorio éxito inicial que no logró
mantener porque el gusto del público fue cambiando.
Heredero de la corriente verista italiana de finales del
siglo XIX y principios del XX, en 1913, luego de estrenar un poema sinfónico
coral en honor de Giuseppe Verdi en el Teatro Carlo Felice de Génova, se dedicó
a la dirección de conservatorios de música y la enseñanza. Dictó clases en
Florencia, Palermo y finalmente Nápoles, donde trabajó desde 1916 hasta su
retiro en 1936. Publicó también piezas para piano y música de cámara. El
Conservatorio estatal de música de Regio Calabria, debe su nombre a Cilèa.
Escriben las fuentes de consulta habituales que” La
verdadera Adrienne Lecouvreur (Damery, 5 de abril de 1692 – 20 de marzo de
1730) fue una actriz francesa, que apareció por vez primera sobre un escenario
en Lille. Tras su debut parisino en la Comédie Française en 1717, fue
inmensamente popular entre el público, hasta su misteriosa muerte. Se le atribuía una forma de
interpretación más natural, menos estilizada.
Tuvo al parecer de verdad una relación amorosa con Mauricio
de Sajonia, que acabó en tragedia cuando ella fue aparentemente envenenada por
su rival, María Carolina Sobieska, duquesa de Bouillon. El rechazo de la
Iglesia católica a hacerle un entierro cristiano conmovió a su amigo Voltaire
quien escribió un amargo poema sobre este tema.
Su vida inspiró además del drama trágico de Scribe y Legouvé
sobre el que se basaron la ópera de Francesco Cilèa, Adriana Lecouvreur y la
opereta Adrienne (1926) de Walter Goetze.
Antes que ellos, no obstante, en 1856, Edoardo Vera estrenó su "dramma lirico" Adriana Lecouvreur e la duchessa
di Bouillon. En 1913 la
inefable y única Sarah Bernhardt la interpretó en la
película muda Adrienne Lecouvreur. En 1928, la Metro-Goldwyn-Mayer
filmó Dream of Love, basado en la obra teatral
de Scribe y Legouvé, Adrienne Lecouvreur, protagonizada
por Joan Crawford y Nils Asther. Se han hecho al menos otras seis películas
basándose en su vida”.
En la narrativa operística, el rol titular de Adriana
Lecouvreur siempre ha sido favorito entre las sopranos con grandes voces, por
su intensidad dramática especialmente en el monólogo
(teatro dentro del teatro) y la escena final. Este papel tiene una tesitura que
requiere gran escuela y técnica vocal y es muy comprometida desde un punto de
vista dramático especialmente durante la escena de la
muerte.
Esta ópera se representa poco y Cilèa utilizó el recurso del
leitmotiv en Adriana Lecouvreur. Así, se puede destacar el tema de la princesa,
siniestro y misterioso, y que es citado en diversas formas en todos los actos.
Se presenta en forma clara y destacada al inicio del segundo acto, cuando la
princesa aparece en escena por primera vez. También son reseñables los de
Adriana, que aparece por primera vez en el primer acto con el aria de entrada
de la protagonista cuando canta Io son l'umile ancella y el de los
comediantes, ligero y amable, que aparece en el primer acto y el último.
Entre sus escenas y arias más famosas Io son l'umile
ancella, romanza de Adriana, La dolcissima effigie, romanza de
Maurizio, Ecco il monologo, romanza de Michonnet, Acerba voluttà,
el aria de la Principessa, L'anima ho stanca, romanza de Maurizio y Poveri
fiori, la romanza de Adriana. Esta composición estrenada en 1902, muestra el
flujo de la tradición operística italiana, con referencias a la grand opéra
francesa y un recuerdo para Wagner, inevitable a comienzos del siglo XX o
finales del XIX.
En esta ocasión, el Liceu ofreció un ballet durante el
tercer acto coreografiado por Andrew George al estilo de esa época, que
bien podría haberse visto en Versailles y la corte de los borbones.
Un tema
mitológico como el juicio de Paris no podía faltar en las referencias de los
autores importantes de entonces.
Resultó refrescante, una sorpresa y muy bien
ejecutado aunque el público o la crítica se hayan volcado, injusta y casi
exclusivamente a la esfera de lo vocal. y con un artefacto (deus ex machina) bajando del techo.
Se respira ambiente y lujo francés en toda la propuesta, la
protagonista es efectivamente una actriz verídica que, murió en su día en
condiciones oscuras y se le negó enterramiento en suelo cristiano,
circunstancia habitual en aquellos tiempos. En la memoria de esta puesta en
escena exquisita, vuelven a la memoria la “Marquise” de Véra Velmont y el “Molière”
de Ariane Mnouchkine, dos películas que descubrieron al gran público la escena
de escritores como Molière, pero también Jean Racine o Pierre Corneille, los excelentes
y celebrados dramaturgos del siglo XVII francés.
En este caso, se trata del siglo XVIII, reino de Luis
XV. La escenografía, de Charles
Edwards, imagina una sala de madera y como símbolo, en primer plano, el
busto de Molière, por cierto, refugio oculto del “souffleur”, el recuperado
“apuntador” a quien agradecieron al final de la velada los protagonistas. La
Adriana no se representa con frecuencia y entre tanto encargo que deben cumplir
los cantantes famosos, la letra se olvida y el contexto cognitivo de cada uno
se desorganiza un poco, en realidad bastante.
La iluminación estuvo a cargo de Adam Silverman con velas
junto a unas ropas que ya no se disfrutan en los coliseos, que apuestan por la
rapidez, el ahorro y los diseños básicos y sin encanto: se trata de telas
nobles, complementos, dorados, brillos, texturas, colorido. Pero de una calidad
cortesana y escénica, un universo imaginado por Brigitte Reiffenstuel.
Adriana conforma el consabido triángulo operístico con su
gran amor, el ambicioso y algo volátil Mauricio, y una enemiga celosa y
vengativa, amante abandonada, la princesa de Bouillon y se enfrenta a ella descollando
a la vista de todos y desafiándola, representando la Fedra de Racine, impresionante
nudo de pasiones incestuosas de la nobleza de la antigüedad griega.
La trama se combina con otros personajes-bisagra como el de Michonnet,
enorme papel, para alguien especial, y sus cuatro actores y las intrigas de la
alta sociedad, que incluyen al príncipe de Bouillon y al abate di
Chazeuil.
El cast, en este caso el segundo, fue liderado por Valeria
Sepe, sobre la que gira toda la historia. Nacida en Nápoles, es una de las
sopranos italianas “más talentosas de su generación”, como se escribe en la
actualidad. Ganadora del premio "Oscar della lirica 2016” como Soprano de
Nueva Generación. Perfeccionó sus habilidades bajo la guía técnica de Raina
Kabaivanska y ha colaborado con renombrados directores escénicos y musicales de
prestigio internacional.
Entre sus compromisos recientes destacan: Margherita y Elena
en una nueva producción de Mefistofele de Boito dirigida por Michele Mariotti
en la Ópera de Roma; Liù bajo la dirección del director emérito Zubin Mehta y
en la histórica puesta en escena firmada por Zhang Yimou en el Maggio Musicale
Fiorentino. Además, Madama Butterfly en el Teatro San Carlo de Nápoles bajo la
dirección de Dan Ettinger y la puesta en escena del cineasta de origen turco
Ferzan Ozpetek. Nedda en la Arena de Verona, en el Regio de Turín, en el Teatro
dell'Opera de Roma, en el Teatro Regio de Parma y en el Verdi de Triest. Y Mimì
en la Opera Australia en Sidney o en el Teatro Massimo de Palermo.
Posee una voz que sin ser de una manifiesta belleza, cumple
con solvencia un rol difícil y complejo, donde no basta con cantar. Su
instrumento es fresco, bien educado y tiene gracia y desparpajo en las escenas
donde es necesaria una actriz. Curioso dúo romántico con un tenor spinto como
Roberto Alagna, siempre muy efusivo y complaciente en el gesto amoroso con sus
partenaires en el palcoscenico. Una de ellas, por cierto fue en el Liceu su
propia esposa, la cantante polaca Alejandra Kurzak, de 46 años, con quien la
complicidad fue aún mucho mayor, claro.
Como diría el detective Poirot de Agatha Christie,
“précisement”, el “caso” de la noche fue el propio Alagna, que comenzó con
dudas y a mezza voce, retomó el hilo de la actuación, para anunciar en el
primer descanso que “estaba indispuesto”.
Mejoró en el segundo con L’anima ho stanca y en el tercero, tuvo
importantes dificultades con Il russo Mencikoff.
Por supuesto, el final fue muy engorroso, con un Ambrogio
Maestri como Michonnet y la propia Sepe que junto al director musical, se
esforzaron para disimular la falta de capacidad de Alagna para cerrar con
soltura su papel como Maurizio. A pesar de todo el tenor de origen siciliano
demostró empaque escénico, desenvoltura y curiosamente, fue muy aplaudido por
un público comprensivo y paciente con su viaje a la Scala para honrar a Puccini
en un grandioso concierto (la crítica dixit). Si no fuera Alagna, pero era
Alagna… (a interpretar ad libitum esta última aseveración).
Maestri, voz verdiana baritonal, entonces, estuvo solvente,
mucho, tierno en ese papel de enamorado paternal que sabe que no puede aspirar
al amor pasional de Adriana, pero la protege y la intenta preservar y cuidar.
Hermosa voz y gran “tetralità”. Una apuesta clarísima del Liceu. Descolló en Ecco
il monologo.
La consagrada mezzo italiana, Daniella Barcellona impuso
su indudable estilo en el canto y la actuación. Tiene un instrumento que le
ahorra a la audiencia el susto de ver cómo termina un fragmento, o un dúo o el
cierre de la ópera. Su princesa de Bouillon es creíble, majestuosa, elegante en
el aria del segundo acto Acerba voluttà. Muy bien declinada la escena
final de este con Sepe.
Entre los destacados acompañantes de la Adriana, el tenor Didier
Pieri fue el Abate di Chazeuil, en el tercer acto. Felipe Bou construyó
un Príncipe de Bouillon acorde igual de resueltos que Irene Palazón, Anaïs
Masllorens, Marc Sala y Carlos Daza. Todos los citados hicieron un bonito sexteto
bufo en el primer acto.
El Coro del Gran Teatre del Liceu, a cargo del
maestro David-Huy Nguyen-Phung, tuvo poca presencia en esta ópera pero
cumplió y contribuyó a exhibir una levedad y una seguridad notables en sus desplazamientos
por el escenario. La Orquesta Sinfónica del Gran Teatre del Liceu fue
muy aplaudida por un público fino y educado que llenaba el aforo con creces. El
concertino Kai Gleusteen tradujo su buen hacer con el maestro a cargo de
la formación en este evidente desafío lírico, Patrick Summers, titular
de la Gran Ópera de Houston, a quien tal vez le faltó una profundización más
italianizante en una propuesta escénica y vocal difícil, con una partitura
compleja, llena de detalles y de interrogantes.
Se ha hecho al comienzo, a vuelapluma, un comentario sobre
la dirección de escena de David McVicar y su “equipo”, pero nunca se le
agradecerá lo suficiente el haber recordado con esta producción exultante y
exquisita, tiempos gloriosos de la ópera internacional (no hace tanto, algunos
los reviven todavía, porque siguen vivos), en donde cada instante constituía un
logro.
Era así: había un interés absoluto por la delicadeza del
conjunto, en el vestuario, el maquillaje, peluquería, los montajes (se volvió a
las cortas interrupciones entre actos para cambiar los escenarios, ya no se
lleva…), los decorados, por supuesto la eficacia y saber hacer de las voces y
el seguimiento de los ensayos, reiterados, hoy desaparecidos y la maestría de
los conocedores del métier. Inteligencia y esfuerzo. Talento. Nada de
eurotrash, en ningún aspecto. Como escriben los expertos del Liceu: “ La reconstrucción
histórica de los espacios, los comportamientos y el arte del período barroco
francés resultan, pues, realmente admirables”.
Y cómo no, la geografía medio secreta del apuntador, que en
este caso, debajo del busto de Molière, un guiño, hay que repetirlo, es de
justicia, salvó a más de uno de zozobrar en un maremagnum de música, de
movimiento y tráfago, en un escenario superpoblado de actividad y de ideas. Policromo.
El público reconoció, porque sabe y lo bueno se descubre con facilidad, la
diferencia y el saber hacer y lo aplaudió todo y a todos.
La Comédie française y sus circunstancias y evocaciones,
muchísimas, ese mundo todavía vigente muy cerca del Museo del Louvre en París, estuvieron
presentes durante toda la representación y los afrancesados, si es que había
alguno en la sala, tal vez sí, seguramente se sintieron por fin esta vez
representados.
Alicia Perris