Erik Satie, cuyas partituras ilustraron la inauguración de esta propuesta, solía adjuntar indicaciones de carácter en su obra para piano. Algunas misivas, surrealistas y llenas de humor, podrían acompañarnos ahora mientras nos abrimos paso por la Fundación y sus mensajes artísticos, para que el camino nos resulte más distendido y más festivo. Redondo.
“Pregúntese sobre sí mismo. Equípese de clarividencia. Solo, por un momento. Muy perdido. Moderadamente, le ruego. Abrid la cabeza. Como un ruiseñor con dolor de muelas”.
Cuando la primavera aterriza en la capital, una vez más la Fundación March de la calle Castelló se arropa con sus mejores galas, para atraer a especialistas, amantes del arte y paseantes del elegante barrio de Salamanca para una convocatoria alternativa.
La exposición La Vanguardia Aplicada (1890-1950) supone un montaje en el que se recogen casi 700 obras de de unos 300 artistas de 28 países. La estadística en este caso ni es baladí ni deja de ser apabullante. Supone por parte de los gestores de la institución tener capacidad de decidir qué es lo que interesa reunir y exponer y también cómo se puede conseguir la inmensa producción para su exhibición, lo cual persevera en la línea que la organización desarrolla como mecenas de todo tipo de manifestación artística.
Esta vez la Fundación no ha propuesto una presentación como venía siendo habitual- los responsables explicando la muestra y los “especialistas” al uso sentados tomando notas- sino que ha sido un punto de partida giratorio en torno a las obras expuestas, mientras el director de la Fundación, Javier Gomá Lanzón, ( reciente patrono del Teatro Real), explicaba que “la exposición pretende ser una historia visual del impacto de la propaganda política e ideológica, la publicidad y los medios de comunicación, así como de la arquitectura y que la vanguardia tuvo la cualidad de extender los rasgos creativos a lo que se llamaba artes y oficios”.
El director de exposiciones de la casa, Manuel Fontán del Junco, por su parte, señaló que durante los años que abarca esta muestra, “muchos artistas se conocían y se influenciaban mutuamente”, lo que dio pie para una “efervescencia en los años 20 y 30” (del siglo pasado).
Con motivo del acto de inauguración de la exposición el pianista Carlos Apellániz ha interpretado un programa cuyo eje es el dadaísmo musical representado por el francés Erik Satie, en conjunción con otros compositores que ilustraron distintas vanguardias en su día como Poulenc, Prokofiev, Milhaud y Arnold Schoenberg*.
La exposición se divide en seis capítulos que demuestran cómo el lenguaje visual de estos artistas rompió con las fronteras entre el arte considerado tradicionalmente la pintura y la escultura sobre todo y esas expresiones “menores” o de segunda categoría que se han dado en llamar “artes y oficios”. Se trata según Manuel Fontán, de terminar con esa categorización que relegaba a un segundo plano los aspectos más fulgurantes de la herencia vanguardista, para concederles, por fin, el valor que se le ha otorgado siempre a los soportes habituales.
Hasta el 1 de julio estará abierta al público esta muestra que se concibió con la aportación de dos colecciones privadas, la de José María Lafuente, de Santander y la del norteamericano Merrill C. Berman, que colaboraron activamente en la organización y puesta en marcha del proyecto.
Efectivamente, esta vez, en contra de lo que suele ser común en estos casos de préstamo de obras de arte y archivos, los propietarios siguieron muy de cerca todo el proceso con los responsables de este despliegue artístico. Una oportunidad más para disfrutar de la transversalidad de este medio y de la conjunción cosmopolita de todos los países que incorporan una sinergia poco al uso. Algo así como la politonalidad de Darius Milhaud.
La aportación judía
Cada vez es más frecuente encontrar y rastrear creadores judíos en todos los medios donde el despliegue de la creación hace su aparición. Y así el mundo del cine, de la literatura, de la política, del arte, de la música, vienen a traernos cada vez el flujo y el reflujo de una constelación de personajes famosos, inigualables, únicos, que no solo están, más o menos presentes o diluidos en el magma identitario general, como en otras épocas, sino de los que se habla con una dedicación que corre paralela a un gran descubrimiento y resulta casi reverencial.
El Lissitzky, Nathan Altman, Baruch Aronson, Sonia Delaunay-Terk, Man Ray, Lászlò Moholy-Nagy son algunos de estos ejemplos de aportación judía en una muestra multicultural (el término ha cambiado de orientación y ha perdido el sentido positivo y aglutinador de que gozaba hasta hace poco con tantas idas y venidas de la historia y la política, ¡ay!) que se caracteriza por la profusión de diferentes banderas y expresiones en una compenetración evidente con otras latitudes, otros lenguajes y otras sensibilidades.
Como explica muy bien la información preparada ad hoc, “las vanguardias quisieron devolver el arte y su poder transformador al ámbito político y social, al mundo doméstico y al de la decoración, al libro y a la difusión de las ideas, de los que nunca había salido del todo, pero del que lo habían alejado las estéticas y poéticas del arte puro, el esteticismo y el ideal de “l´art pour l´art”.
Para aplicar sus ideales de transformación social, se sirvieron de todos los medios de representación, comunicación y difusión, tradicionalmente considerados secundarios, como dijimos: el cartel y el panfleto, el periódico y la revista, el libro, la imagen fotográfica, el fotomontaje y el cine”. Y les salió de perlas…
Y sin embargo, dicen (¿será cierto?), que Arnold Schoenberg escribió: “…Si es arte, no es para todos y si es para todos, no es arte”.
Alicia Perris
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