Ver y escuchar al maestro Gergiev en una función en
carne mortal, seguir absorto la evolución delicada de sus manos preciosas y
toda la postura corporal que adopta con cada interpretación es un privilegio y
una verdadera celebración.
El sonido de su orquesta es contundente y certero y
sus ejecuciones de los autores rusos sobre todo no tienen ninguna posibilidad
de comparación. El color orquestal que obtiene es único y pone de relieve unas
obras de un repertorio familiar que en este caso, han sido el puro goce,
gracias a la mediación y el esfuerzo de La Filarmónica, Sociedad de Conciertos.
La velada dio comienzo con el Preludio del Primer
Acto de “Lohengrin” (1850) de Richard Wagner (1813-1883), del cual se celebra
este año el bicentenario de su nacimiento. Delicado pero incisivo a la vez se
trata de un fragmento que fue preparando al público para el apotéosico
Concierto para Piano y orquesta nº 2 de Serguei Rachmaninov (1873-1943) con la actuación de Denis Matsuev
al piano.
La obra de Rachmaninov (1901) destila la superación
por parte del compositor de una etapa de depresión y falta de inspiración, de
la que contribuyó a liberarlo el neurólogo y psicoterapeuta moscovita Nikolai
Dahl, especialista como Sigmund Freud en hipnotismo y a quien el maestro ruso
le dedicó el concierto. Las terapias y el amor por la hija del especialista
hicieron el resto.
Como explica la inspirada reseña del programa de
mano de Juan Manuel Viana, “ocho profundos acordes en el teclado, evocación de
las campanas de la catedral de Novgorod, introducen el Moderato inicial… sigue
un Adagio sostenuto con una bellísima melodía, para terminar con un trepidante
Allegro scherzando final, de reminiscencias chaikovskianas”.
El artista consiguió un diálogo perfecto con la
orquesta, que, en un segundo plano discreto no perdió sin embargo protagonismo.
Matsuev, que actúa en las salas más prestigiosas de Europa, también es director
artístico de tres festivales internacionales y presidente de la fundación “New
Games”, que apoya la educación musical infantil en diversas regiones de su país
de origen, Rusia. Se nota esta preocupación que falta en otras propuestas del
Auditorio Nacional por el relevo generacional de los amantes de la música, porque esta vez sí que la sala estaba bastante
poblada de jóvenes.
Matsuev es un virtuoso de su instrumento, hecho que
quedó patente en una ejecución impecable y apasionada del concierto de
Rachmaninov, no apto para principiantes ni para simples amateurs.
La velada se cerró con la Sinfonía nº 5 en Mi
Menor, op. 64 de Chaikovski (1840-1893), escrita en 1888, como no podría ser de
otra manera. Según las propias palabras
del compositor, este proyecto musical representó “la resignación total ante el
destino, o, lo que es lo mismo, ante las decisiones de la Providencia”.
Los distintos movimientos tienen un leitmotiv que
aparece aquí y allí dándole una coherencia temática a la sinfonía, mientras el
lenguaje oscila entre el despliegue melódico como en el Allegro con anima, el
sentimiento elegíaco del Andante cantabile o el final que se expande como la
luz y la fuerza de unos fuegos artificiales llenos de vigor.
Valery Gergiev consiguió una vez más fascinar al
público. Con el pianista llegó una propina deliciosa y sutil como una cajita de
música de un mecanismo perfecto y el maestro de origen osetio, después de
muchos aplausos, también regaló a los presentes otros minutos de inspiración
que trajeron- paradójicamente este invierno- todo el calor y la pasión de la
Rusia que lo venera y lo ha hecho su embajador musical indiscutido. Otra vez se
ha producido el milagro.
Alicia Perris
Fotos: Julio Serrano
Fotos: Julio Serrano
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