Programa:
Primera parte, obras de Frédéric Chopin (1810-1849): preludios, baladas y
cuatro mazurcas. Segunda parte, El Primer libro de los Preludios de Claude
Debussy (1862-1918). Domingo, 2 de junio de 2013. 20 horas.
En
esta ocasión, protagonista de la séptima convocatoria de las Noches del Real,
el pianista milanés recibió el doctorado Honoris Causa de la Universidad
Complutense, con la presencia del Istituto Italiano di Cultura, uniendo así
otro galardón a su trayectoria plena de honores y de experiencias
satisfactorias.
Hace
muchos años, en compañía de Claudio Abbado, el artista acudía a las fábricas
milanesas, para regalar una audición
musical a un público que claramente no podía pagarse las costosas entradas de La
Scala. También tuvo un “pensierino”, como dicen los italianos, en 1972, para el
Chile de Salvador Allende, cuando junto con Luigi Nono, plasmó un homenaje al
país hispanoamericano en Una ola de fuerza y de luz.
Esto
en esa época, era lo que se dio en llamar, (eran los años sesenta) alguien
“comprometido”, haciendo de su profesión un motivo de goce no solo dedicado a
los pudientes o a los ociosos que podían tener tiempo o dinero para conseguir
una entrada.
No duda en ahondar en la situación política de
su país, aunque ya no es el mismo, para comentar que Italia está como la música
contemporánea, sin tonalidad y a la deriva y explica que no cree en movimientos
como los de Beppe Grillo porque carecen de una estructura política y un
programa claro.Su visita a Madrid le ha permitido también volver a adentrarse en los museos de la capital, sobre todo en El Prado y en el Museo Reina Sofía, donde la exposición de Dalí, que proviene de París, congrega ahora mismo multitud de incondicionales.
En este concierto en el Teatro Real, eligió un repertorio muy diferente de los compositores que tanto le entusiasman: Boulez, Nono, Berg, Webern, Manzoni o Stockhausen, porque es un devoto de la música del siglo XX.
En
la propuesta, Debussy y Chopin: dos virtuosos compositores para piano. Elie
Robert Schmitz, exégeta de la obra del autor francés hablando de los preludios
que abren y cierran el concierto, escribe: “Chopin le dio forma de pieza
independiente y lo dotó de una riqueza, poesía e imaginación únicas. Debussy le
añadió complejidad y perfeccionó la forma, lo que sin perder su brevedad
esencial, elevó al preludio a su más alta representación”.
Las
baladas, mazurcas y scherzi son producciones de la época que el compositor
polaco compartió con la volcánica George Sand: las estancias en París, los
viajes y aquel libro inenarrable de la escritora donde contaba sus aventuras y
desventuras por tierras españolas, en la zona de Valdemossa, “Un invierno en
Mallorca”.
Pollini
se presentó en el escenario entrando por una puertecita, localizada muy cerca
del piano. Acomodó una y otra vez su butacón durante la primera parte del
concierto. Por momentos no parecía cómodo o satisfecho de lo que estaba
pasando, de cómo lo estaba viviendo. Su Chopin sonó justo, austero, casi seco.
Donde se esperaba el desgarro, la erupción emocional, los oyentes recogieron
una exhibición de maestría pianística no exenta de cierto distanciamiento.
Después
de la pausa fue todo el contrario: una exuberancia in crescendo a pesar de la
volatilidad y la efervescencia brumosa de las partituras de Debussy, su música
sonó mágica y envolvente, sorprendiendo gratamente a un público cada vez más
pendiente de su ejecución durante la velada.Fueron para recordar “La muchacha de los cabellos de lino” o “La catedral sumergida”, por citar solo algunos de los fragmentos a los que el pianista sacó lo más recóndito de la partitura debussyana, no solo lo más evidente y superficial.
Los aplausos del público fueron muy generosos pero merecidos y el maestro se embarcó con entusiasmo en las propinas, a la vuelta de sus saludos discretos y parcos. Sonó el “Revolucionario” de Chopin, que conmovió profundamente a esta cronista, porque su partitura fue campo de batalla en tiempos de su aprendizaje pianístico.
Cuando
todos esperaban otro Debussy, llegó un vals de Chopin que coronó la velada.
Siguieron los aplausos y los admiradores del artista esta vez se conformaron
con lo escuchado y no pidieron más.
Tanto el público como Maurizio Pollini, en un
acuerdo mutuo y tácito, comprendieron que la noche se había condensado en una
velada emocionante y conseguida y se retiraron satisfechos abandonando el Teatro
Real, embargados por el perfume de la hierba recién cortada que fluía desde los
jardines de la Plaza de Oriente.
Alicia Perris
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