Un ballo in maschera. Melodrama en 3 actos. Libreto de Antonio Somma, a partir de Gustave III ou Le Bal masqué de Eugène Scribe. Musica di Giuseppe Verdi. Teatro Regio. Temporada 2023/24. 23 de febrero, 2024.
"Alla vita che t´arride
di speranze e gaudio piena
d´altre mille e millle vite
il destino s´incatena!" (Renato, Un ballo in maschera. escena III, Primer acto)
Elenco
Riccardo, Piero Pretti
Renato, Luca Micheletti
Amelia, Lidia Fridman
Ulrica, Alla Pozniak
Oscar, Damiana Mizzi
Silvano, Sergio Vitale
Samuel, Daniel Giulianini
Tom, Luca Dall’Amico
Un juez y un servidor de Amelia, Riccardo Rados
Orquesta del Teatro Regio. Director, Riccardo Muti
Coro del Teatro Regio Torino, maestro del coro, Ulisse
Trabacchin
Regia, Andrea De Rosa
Eugène Scribe preparó el libreto
para el músico Daniel François Esprit Auber quien compuso sobre este una
"ópera histórica" llamada Gustave III, ou Le Bal masqué en cinco
actos en 1833. El mismo argumento fue tomado por el libretista Salvatore Cammarano
para una ópera de Mercadante llamada Il reggente en 1843. Sin embargo, la ópera
de Verdi es más conocida y representada que estas.
Riccardo Muti (¡qué media sonrisa, qué empaque siempre!) regresa muy gozosamente al Teatro Regio de Torino creando una intensa expectación, aunque siempre se intuya de antemano el final de la experiencia y la disfrutada excelencia de una batuta consagrada.
Las dinastías que discurrieron
por el trono de Suecia y sus monarcas han sido ciertamente peculiares. Desde la
reina Cristina inmortalizada por Greta Grabo que abandonó el trono para
ingresar piadosamente en el Vaticano, cambiando de religión, hasta el siglo
XIX, en el que Bernadotte, antiguo mariscal francés de Napoléon y desde 1818, importado
rey de Suecia, para renovar la sangre extenuada de los antiguos príncipes hasta
hoy. Hubo también entre otros casos, un rey asesinado, que da vida a la trama
de la que Verdi, en principio, dibujó la primera.
En 1792, efectivamente, el rey de
Suecia, Gustavo III, fue asesinado por una conspiración política. Recibió un
tiro mientras estaba en un baile de máscaras y murió 13 días más tarde por sus
heridas. Para el libreto, Scribe conservó los nombres de algunas de las figuras
históricas implicadas, la conspiración y el asesinato en la fiesta de disfraces.
El resto de la obra - las caracterizaciones, el romance, la magia, la adivina, el
paje ambiguo- es invención de Scribe y la ópera no es exacta históricamente. Lo
que llama la atención además es que el acontecimiento tuvo lugar en los salones
de la Opera de Estocolmo.
Sin embargo, para convertirse en el
Baile de máscaras que se conoce hoy, la inspiración de Verdi (y su libreto) se
vio obligado a sufrir una serie de transformaciones, causadas por una
combinación de normas de censura tanto en Nápoles como en Roma, así como por la
situación política en Francia en enero de 1858 después.
El maestro de Bussetto la tituló
inicialmente Gustavo III. Las ideas independentistas que florecían repetidamente
durante el Imperio austríaco hicieron que los censores no pasaran por alto una
obra donde se asesinaba a un rey. Entre las revisiones demandadas por los
censores, la más significativa fue la de rechazar la representación de un
monarca en escena - y especialmente su asesinato. Tal como ocurrió con
Rigoletto, se propusieron cambios en los nombres de los personajes y títulos
(el rey de Suecia se convirtió en el duque de Pomerania; Ackerstrom se
convirtió en el conde Renato) y la ubicación se cambió de Estocolmo a Stettin.
Verdi tuvo finalmente incluso con
problemas legales, que trasladar su acción de Europa a Boston, a finales del
siglo XVII y en vez de un rey, aparece como rol principal Riccardo, el conde de
Warwick. Así, el corpus se convirtió por fin en Un ballo in maschera
ambientado en Norteamérica y fue estrenada el 17 de febrero de 1859, en el
Teatro Apollo de Roma con gran éxito.
Hubo representaciones míticas en lo
que atañe a los directores, los cantantes, las voces. Y los teatros. El 7 de
enero de 1955, Marian Anderson, con sus legendarias tres octavas de capacidad
sonora, cantando el papel de Ulrica, rompió la tradición de no admitir
cantantes de color en Estados Unidos, en el Met de Nueva York, convirtiéndose
en la primera artista afrodescendiente que apareció con esa compañía.
Hubo una producción de la que
todavía hablan los bien informados del métier, también en el Met, con Milanov,
Stelle Andreva y Castagana, dirigida por el compositor argentino conocido
internacionalmente Ettore Panizza, o la del Teatro Colón de Buenos Aires en
1965, con Richard Tucker, Cornell McNeil, Margherita Roberti y Bruno Bartoletti
y tantas otras memorables.
“Estamos entusiasmados y orgullosos de haber traído de vuelta al Teatro Regio al Maestro Riccardo Muti”, ha dicho Mathieu Jouvin, director general, ya que se lo considera “el apóstol de la ópera italiana” (como lo describió el periodista Lorenzo Arruga), con una brillante carrera y una personalidad magnética que lo convierte para todos en una gran fuente de inspiración.
Por su parte, el director le
confió a la periodista de La Repubblica que “el Regio es una sala muy
importante, estuvo Toscanini…y trabajar con la orquesta, el coro y todo sus
equipos ha sido sorprendente…,por eso vuelvo”.
Esta ópera, preciosa, evocadora,
es prolífica en momentos de lucimiento para los protagonistas con números donde
destacaron tanto Riccardo (La rivedra nell'estasi , la famosa barcarola con
coros Di’ tu se fedele il flutto m’a spetta o el aria Ma se m'è forza
perderti), Renato (con Alla Vita Che T'arride y, sobre todo, la gran aria
Alzati! là tuo figlio...Eri tu ), Amelia (la gran aria Ecco l'orrido campo ove
s'accoppia del acto II o la dolorosa Morrò - ma prima in grazia ), Ulrica (Re
dell'abisso, affrettati) o varios de ellos a la vez, con gran participación del
coro (como en el scherzo od è follia en el Acto I) o sin él (como uno de los
grandes dúos de amor de Verdi, Teco io sto - Gran Dio!, entre Amelia y Riccardo
en el segundo acto).
Es verdad que durante todo el
tiempo que duró la función, la fusión de Muti con su equipo, cantantes,
músicos, y otros creadores y técnicos fue total: imposible que no estuviera en
cada detalle, en cada aliento. Si hace poco dijo “que estaba cansado de la
vida”, cómo sería en su caso, querido Maestro, que estuviera contento.
Atentísimo a los tempi, el color de la orquesta, los matices, los silencios,
hasta los calderones tienen su especial significación. El ajuste con la
partitura verdiana, total. El equilibrio de las voces, óptimo, con el coro y
los solistas y su encaje para redondear un sonido coherente, bello, reconocible
incluso en las dicciones aceptables también para los cantantes extranjeros.
Andrea De Rosa colaboró con Muti en el pasado y contribuye a crear esa ilusión escénica confortable, que ilustra una percepción que oscila entre el drama y la ligereza jocosa de la frivolidad cortesana. De Rosa despliega sus posibilidades teatrales porque aquí hay suficiente material para los directores de escena. Los escenarios incluyen el palacio del gobernador, amplio, majestuoso, la guarida de una hechicera, un patíbulo a media noche y un baile de máscaras, lo más colorista.
La máscara es
el símbolo no solo al final, en el baile, sino también durante el recorrido de
una geografía que describe, como siempre en Verdi, la pasión, la vendetta, los
celos, la necesaria pureza de la mujer intocable e intocada, pura. Ah! Otra
vez, “cherchez la femme!”
Adecuados Nicolas Bovey en el equipo artístico, el vestuario rico, original y clásico de Ilaria Ariemme, la iluminación de Pasquale Mari y el resto de los colaboradores ad hoc. El director del Coro del teatro, Ulisse Trabacchin realiza una tarea perfeccionista y respetuosa y consigue junto con el responsable musical, un empaste elegante entre foso y palcoscenico.
Partiendo de la base de que ya no
se producen -parece-como Carlo Bergonzi, Pavarotti, Cappuccilli o tantas
otras, el tenor Piero Pretti, ha transitado muchas páginas verdianas,
también en ocasiones con el Maestro Muti y demostró una entrega absoluta en el
rol algo alocado e irresponsable del gobernante enamorado envuelto en traiciones,
rencores y viejas deudas. Estuvo a la
altura, fraseó, ligó, actuó, convenció, se integró en el canto de sus
compañeros de reparto, aunque quizá le
faltara más pasión aún. Pero es difícil dar con el toque de Verdi, siempre
hacia adentro, reservado, contenido incluso en la descripción de las grandes
emociones. Estamos hablando de implosiones afectivas, no de Pompeya y
Herculano…
Otro tanto se podría decir del
marido engañado, Luca Micheletti, que debuta ahora el rol de Renato y se
encontraba ligeramente indispuesto la noche de referencia. Salvó honorablemente
una parte difícil alrededor de la cual pivota toda la narrativa y el resto de
las voces.
Lidia Fridman, compuso una
Amelia exquisita en la presencia escénica, fiable, con una voz agradable,
seguridad en los agudos y accesibilidad en los registros medio y grave.
Considerada una estrella ascendente, nacida en Rusia, estudió en los
conservatorios de Udine y Venecia. Tiene una presencia casi etérea que fluye
con gracilidad por la escena. Es la luz frente a la oscuridad de un marido
inadecuado.
A la mezzo-soprano Alla
Pozniak le tocó defender el rol de Ulrica, oscuro, profundo en lo vocal
(estaba pensado para una contralto), organizándose hábilmente en una puesta
complicada y muy propia del mundo infernal con el que dialoga todo el tiempo.
Es la que predice la muerte y toda la escritura operística se desarrolla a
partir de ella un largo momento. Fue muy aplaudida, como el resto de sus
colegas y cumplió dignamente su papel.
La soprano Damiana Mizzi, el
paje Oscar, que se luce con agilidad en el escenario, tiene una voz muy fresca,
joven, casi blanca, con gracia, en el único personaje travestido del universo
verdiano. Está muy presente y se luce bien.
A estos cantantes hay que incluir al barítono Sergio Vitale (Silvano), el bajo Daniel Giulianini (Samuel), el bajo Luca Dall’Amico (Tom) y el tenor Riccardo Rados como el juez y el sirviente de Amelia. Bajo el paraguas protector de la mirada del Maestro Muti, nada malo o fuera de lugar puede ocurrir en una representación. Solo podemos movernos en una línea que vaya de lo bueno a la excelencia. Su “efecto de halo” alcanza a todos, también a un público que aplaudió cada vez que le fue posible y mucho al final. “Sono un italiano, un italiano vero”, como rezaba aquella canción de hace décadas del Festival de San Remo de Toto Cutugno de 1983. Mítico.
Verlos a todos saludar en el
escenario desde una franca compenetración, el maestro fingiendo bostezos porque
se acercaba la medianoche (largos intervalos entre los actos, para comer, ver y
hacerse ver) fue un gusto, un privilegio y el recuerdo de que este director
napolitano, con todo el fuego de los Campos Flégreos, se apacigua, se calma y
florece una vez más, también ahora, muy cerca del Adriático, en una gloriosa
madurez generosa. Espléndida.
Se podría escribir
indefinidamente sobre esta nueva experiencia en el Regio de Torino, pero hay
que dejar que una cierta ensoñación casi inconsciente, liberada, sobrevolando
ya otra dimensión, vuelva incandescente lo vivido, la emoción y el pálpito.
Alicia Perris
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