Glyndeburne 2015
RUBÉN AMÓN
No es fácil llamar la atención a hora punta en
Victoria Station. La prisa, el ensimismamiento y la proliferación de tribus
urbanas relativizan la notoriedad de los pasajeros que suben al tren regional con esmoquin y traje largo,
muchas veces provistos de una cesta de mimbre entre cuyas bisagras se aloja el
suculento menú del entreacto para
el festival de Glyndebourne.
Ocurre todas las tardes desde el 21 de mayo hasta
el 30 de agosto. Los melómanos londinenses viajan en ferrocarril desde Victoria hasta Lewes (Sussex) para
concederse una experiencia hedonista en las praderas que decoran como un cuadro
de Hogarth la residencia y el teatro de la familia Christie. Y también la
biblioteca, pues los anfitriones permiten a los espectadores recrearse en una
capilla neogótica y pagana en cuyo altar mayor destaca un órgano de tubos construido a iniciativa de
John Christie en 1920. Era una manera de predisponer el festival que su
esposa, Audrey Mildmay, le pidió como regalo de bodas al regreso de un viaje
entre Salzburgo y Bayreuth. Sucedió
en 1934 y se arraigó también entonces la liturgia del picnic operístico,
aunque la voluntariosa soprano británica no llegó a tiempo de inaugurar el
teatro de 1.200 espectadores donde sus herederos han organizado el festival más
carismático y original de Europa.
Se trata de sugestionar los sentidos, de
sobrepasar el corsé del espacio y del tiempo. Glyndebourne no sólo ofrece la ópera en las mejores condiciones
artísticas posibles; garantiza una predisposición sensorial y transforma
la experiencia en una suerte de viaje iniciático. Que puede realizarse en coche
por los meandros de asfalto de Sussex. O que puede concebirse desde un
contraste extremo: salir de Victoria Station en hora punta.
Los melómanos en Victoria Station. Foto:
M.F.V.
Lo hicieron Douglas y Fernando este fin de semana. Una pareja angloespañola que lleva 17 años
reunida y que destaca por su atuendo estrafalario en el
funcionarial vagón número cinco del tren regional. Juegan a las cartas Douglas
y Fernando, igual que otros melómanos descorchan una botella de champán para
asombro de los pasajeros convencionales y para agrado del revisor, cuya
afinidad temática queda expuesta en la muesca de una corchea con que marca enérgicamente los billetes.
- ¿Qué van a ver esta tarde los señores?
- Poliuto, de Donizetti.
- No la conozco.
Rubén Amón en el tren. Foto: M.F.V.
Y un servidor tampoco, podríamos añadir, si no
fuera porque esta rareza del repertorio la puso en circulación Maria Callas y
la grabó en estudio José Carreras, repescando el interés de una ópera pre-verdiana que nunca se había
representado con anterioridad en el Reino Unido.
Reviste interés la iniciativa porque relaciona la
idiosincrasia de Glyndebourne con una programación original y porque el audaz montaje de Mariame Clément servía de
pretexto para reivindicar al tenor estadounidense Michael Fabiano como
un hallazgo de la escudería Christie.
Y no es el primero. La historia de Glyndebourne y su reputación no se explican sin el
descubrimiento prematuro de grandes talentos líricos. Incluida
Montserrat Caballé, cuyo recuerdo en papel de El caballero de la rosa todavía
conmueve a los aficionados que llevan medio siglo acudiendo al festival y
respetando como monaguillos la jurisprudencia de la liturgia.
Porque las normas no están escritas, pero se
conocen. Empezando por el esmoquin y por el traje largo, y asumiendo que el mayordomo no puede cruzar el umbral del
aparcamiento. Ocurre así no por cuestiones discriminatorias, sino porque
la kermesse cuestiona implícitamente los matices de las escalas sociales. A
Glyndebourne se puede asistir por 40 libras (55 euros). No se requiere un
Rolls, aunque los haya. Ni es preceptivo utilizar una vajilla de Stoke ni una
mantelería de hilo. Pueden
comprarse unos sandwiches en una gasolinera, como es posible vengarse
del esfuerzo con que algunos millonarios acarrean las neveras y las sillas para
buscar cobijo en la sombra o instalarse a los pies de una matrona de Henry
Moore.
Douglas y Fernando. Foto: M.F.V.
Pues hay esculturas esparcidas en las praderas,
como hay ovejas de carne y hueso,
de forma que los urbanitas londinenses, Douglas y Fernando incluidos, se
ensimisman en el bucolismo de la experiencia, igual que hacen los
enamorados buscando cobijo en el estanque de los nenúfares.
La brisa marina de Brighton abanica el rostro
carmesí o retinto de los anglosajones genuinos. Podríamos estar en Ascot. Podríamos habernos perdido en una novela
de E. M. Forster, pero nos hemos encontrado en el andén de Victoria Station y
hemos recalado en Lewes a semejanza de una secta uniformada que se trata de
usted y que abjura de la prisa. Y que abjura bastante poco del vino y del
champán, como demuestran los caminares titubeantes de algunos hedonistas en el intervalo de 90 minutos con que la liturgia
del festival predispone el esplendoroso picnic.
Cuesta poco esfuerzo volver a la butaca, menos aún
cuando el montaje de Poliuto se ha demostrado una feliz exhumación. No es
exactamente una obra maestra de Donizetti, pero la ópera adquiere bastante
interés en la transición del belcanto hacia el lenguaje verdiano. Y se
beneficia de un montaje inteligente, claustrofóbico, que elude el argumento
original -la persecución de los mártires armenios en tiempos de la antigua
Roma- para extrapolarlo al
contexto de una dictadura occidental del siglo XX.
Podríamos estar en la Italia de Mussolini como en
una autocracia balcánica posterior. A Mariame Clément le interesa la dialéctica del opresor y del oprimido,
el contraste de la propaganda y de la catacumba, así es que el escarmiento de
las fechorías continentales del Novecento estimula la atención de los
espectadores en un espectáculo intenso, trepidante.
Trepidante gracias a la
versión sensible y enérgica de Enrique Mazzola. Su afinidad al repertorio de Donizetti le
consiente extraer de la partitura una extraordinaria riqueza cromática y una
permanente tensión teatral, de modo que los vaivenes en la dinámica del sonido
tanto recrean los pasajes camerísticos como proporcionan momentos de imponente
opulencia sonora.
Mazzola vampiriza a la Filarmónica de Londres. La
secuestra en beneficio de Donizetti, consigue una vitalidad que explica el entusiasmo
incontenible de los espectadores, incluidos Douglas y Fernando, cuya presencia
en Glyndebourne'15 obedecía inicialmente al impacto que les produjo descubrir a
Michael Fabiano en su fabulosa Traviata de 2014.
El tenor yanqui responde
«di grazia» y «di forza» a los requisitos de Poliuto. Incorpora al papel tanto
refinamiento como corpulencia. Y abruma con el cuchillo de sus agudos, aunque
sus compañeros de reparto, particularmente Igor Golovatenko y Ana María Martínez,
aciertan a secundarlo en el desenlace de una velada memorable.
Se explica así la indulgencia con que los viajeros
adoptamos el retraso del tren de vuelta. Decían las pantallas de Lewes que
había sido cancelado. Se nos
conminaba a viajar a Brighton. Y lo hicimos, no como extraños en un tren -el de
ida», sino como una muchedumbre de esmoquin que había descubierto a
Donizetti en el esplendor de la hierba de Glyndebourne.
http://www.elmundo.es/cultura/2015/06/02/556c84afca4741f9798b45a4.html
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