Los personajes de esta exposición han formado parte de mi vida desde hace mucho tiempo. A todos ellos los fui encontrando y descubriendo gracias a una pasión compartida: el deslumbramiento por la cultura grecolatina y el Mediterráneo, entendido éste, no como un accidente geográfico ni como una extensión de agua salada, sino como un ideal, un estado del alma.
María Belmonte
"En el siglo XVIII surgió en Europa un fenómeno conocido como el ‘Grand Tour’ según el cual la educación de un joven aristócrata no se consideraba completa sin la visita a los lugares de la Antigüedad para contemplar in situ la belleza del legado grecolatino.
El responsable de ese trascendental movimiento fue Joachim
Winckelmann (1717-1768), quien de oscuro maestro y bibliotecario prusiano llegó
a convertirse en el anticuario privado del Papa en Roma, cargo que le
permitiría contemplar— y tocar— todas las antigüedades que iban saliendo a la
luz en las excavaciones de Pompeya y Herculano. Winckelmann alcanzó la cúspide
de la fama en Roma y, tras su trágica muerte en Trieste a los cincuenta años,
ejerció una inmensa influencia sobre sus contemporáneos. Él fue el estudioso
que situó la cima del arte occidental en la Atenas del siglo V a.C. y cuya obra
desencadenó poderosas fuerzas que influyeron en el desarrollo estético de
Occidente dando lugar al movimiento llamado neoclasicismo. Sus famosas palabras
de “noble simplicidad y serena grandeza” atribuidas por él al arte clásico,
pusieron en camino hacia el sur a millares de nórdicos deseosos de descubrir
las huellas de ese antiguo ideal. El viaje al “cálido Sur”, en palabras del
poeta John Keats, se convirtió así en un viaje iniciático, de regeneración, en
el que se dejaba atrás la personalidad anterior y se volvía diferente a como se
había salido. Porque si bien los entusiastas viajeros se ponían en camino en
busca de la cultura y el arte grecolatino, una vez allí la mayoría se dejaba
impregnar por la atmósfera repleta de sensualidad, placer y espontaneidad del
Sur, convirtiéndose en miembros de una tribu de adoradores del sol y bebedores
de luz, hermanados todos en su pasión por el Mediterráneo.
El sur se reveló como la tierra de los lotófagos, un territorio encantado al que se accedía tras superar la prueba de los Alpes. Porque el viaje estaba plagado de incomodidades que implicaba para sus protagonistas dejarse zarandear durante meses, ahogados en polvo, por rudos conductores de carruajes, así como hacerse extorsionar por funcionarios de aduanas desaprensivos para alojarse, al cabo de extenuantes jornadas, en albergues de más que dudosa higiene.
Con la aparición del ferrocarril los viajes al Mediterráneo se hicieron más rápidos y cómodos y dejaron de ser patrimonio de eruditos y aristócratas. Cada vez era más la gente que podía visitar el Coliseo de noche a la luz de las antorchas, contemplar la languidez de la laguna veneciana en invierno, la belleza imponente del Partenón sobre la Acrópolis de Atenas o deleitarse con la visión de la bahía de Nápoles. Cada viajero tenía un motivo diferente para dirigirse al sur: la contemplación de las ruinas clásicas, los efectos beneficiosos del sol sobre una salud deteriorada, la búsqueda de amores prohibidos o de un escondite para una relación ilícita. Y para algunos afortunados, aquel viaje deparaba insospechados y gozosos descubrimientos. Porque el amante del Mediterráneo ve el mar más azul, el cielo más índigo, la silueta de los árboles más definida y elegante en Italia o en Grecia. Se pasea arrobado, con la mirada alterada del enamorado y desprovista de las telarañas de la cotidianeidad, como el místico que contempla la belleza del mundo porque ve las cosas como si fuera la primera vez. La percepción se agudiza en el amante, los parajes aparecen cargados de significado y se puede detectar la presencia del espíritu del lugar, husmearlo, temerlo, adorarlo.
El escritor Lawrence Durrell, un enamorado de Grecia y de la cultura mediterránea, describió así esas sensaciones: “Existe una clase especial de presencia aquí, en estas tierras, en esta luz, y no es raro que el visitante con sensibilidad tenga la incómoda sensación de que el mundo antiguo está ahí todavía, muy cerca, casi al alcance de la mano”. Y es que el amante devoto del Mediterráneo experimenta una especie de déjà-vu y tiene la capacidad de percibir la presencia del pasado y sus moradores. Hay lugares en los que siente que ya ha estado antes y tiene la sensación de recordar. El aire en que se mueve está lleno de sonidos, palabras, quizá está lleno de sentimientos, de recuerdos, de pensamientos de otros que allí vivieron. Es una sensación inquietante, más profunda de lo que normalmente nos brinda nuestra conciencia.
La prolífica literatura sobre el Mediterráneo abunda en este tipo de epifanías, posesiones y explosiones de creatividad. En su autobiografía, Marguerite Yourcenar cuenta el profundo impacto que causaron en ella las ruinas del palacio del emperador Adriano en Tívoli cuando las visitó de adolescente con su padre. Y también narra cómo casi cuarenta años más tarde y producto de una repentina inspiración, escribió frenéticamente en estado de trance las Memorias de Adriano mientras atravesaba Estados Unidos en tren. Casi dos siglos antes, el historiador Edward Gibbon, tras pasar unas horas entre las ruinas del Capitolio de Roma, dedicó el resto de su vida a redactar su voluminosa Decadencia y caída del Impero romano. En el tomo dedicado a la dinastía antonina y los cinco emperadores buenos (96-138 d.C.), Gibbon proclamó que aquélla había sido la época más feliz de la humanidad. Y el escritor Don DeLillo, en su novela Los nombres, narra que su protagonista, un norteamericano que se ha ido a vivir a una isla griega, mientras recorre uno de sus caminos en dirección al mar, siente súbitamente que él “ya ha vivido allí”, que aquellos parajes le son familiares y alude al fenómeno de la metempsicosis o transmigración de las almas.
Mi propia trayectoria como amante de la cultura grecolatina comenzó muy pronto. Mis padres nos regalaron a los hermanos una enciclopedia juvenil de 10 tomos y uno de ellos estaba íntegramente dedicado a la mitología griega y romana. Mi flechazo con aquel libro fue fulminante. Lo leí y releí sin cesar y no me cansaba de contemplar sus potentes imágenes: Prometeo encadenado en las cimas del Cáucaso por atreverse a robar el fuego de los dioses, el mito de Pandora y su caja mágica, las aventuras de Jasón y los argonautas en busca del vellocino de oro y las idas y venidas de los dioses del Olimpo… Y el primer libro que compré en mi vida fue precisamente otro de mitología que aún conservo todo pintarrajeado pero también todo subrayado. De adolescente encontré en la biblioteca de mis padres un libro que sería también determinante en mi carrera como mediterranófila: La historia de san Michele, de Axel Munthe. En ese maravilloso libro pude leer por primera vez el relato de un nórdico cuya vida se transformó por completo al entrar en contacto con la cultura mediterránea y convirtiéndome de paso, y para siempre, en una voraz lectora.
A lo largo de los años he ido rellenando cuadernos de notas sobre
los relatos de otros hombres y mujeres del norte que, como Axel Munthe,
tuvieron experiencias semejantes y cuyas vidas se transformaron a raíz de su
contacto con Italia y Grecia. De entre todos ellos elegí unos cuantos para
protagonizar mi libro Peregrinos de la belleza. Ellos han sido mis
sagaces e ilustrados mentores, quienes han agudizado mi mirada, ensanchado mi
percepción y guiado mis pasos por el Mediterráneo. He visitado las islas
griegas de la mano de Lawrence Durrell, subido al monte Olimpo siguiendo los
pasos de Kevin Andrews, recorrido los misteriosos senderos de Mani en el sur de
Grecia en compañía de Patrick Leigh Fermor, conocido los rincones más secretos
de Capri gracias a Axel Munthe y tantas cosas más…
Mis peregrinos no han dejado de regalarme nuevos amigos y experiencias,
de conducirme a nuevos puertos. Y ahora, aquí en Salt, se han vuelto a
confabular para difundir y contagiar su deslumbramiento por la eterna belleza
del Mediterráneo..................."
www.bernardes.cat / www.girones.cat / www.ddgi.cat
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