Ciclo Grandes Clásicos 20/21. Sala Sinfónica Auditorio Nacional, 8 abril 2021
Orquesta Clásica Santa Cecilia
Director: Daniel Raiskin
Cello: Alexander Ramm
PROGRAMA
Glinka
Ruslan y Ludmila, obertura
Dvorak
Concierto para cello y orquesta en si menor Op.104
• Allegro
• Adagio ma non troppo
• Adagio ma non troppo - Allegro moderato
Rimsky Korsakov
Scheherazade
I. El mar y el barco de Simbad
• Largo e maestoso — Allegro non troppo
II. La historia del príncipe Kalendar
• Lento — Andantino — Allegro molto — Con moto
III. El joven príncipe y la joven princesa
• Andantino quasi allegretto — Pochissimo più
mosso —
Come prima — Pochissimo più animato
IV. Festival en Bagdad. El mar. El barco se
estrella contra un acantilado coronado por un guerrero de bronce
• Allegro molto — Vivo — Allegro non troppo maestoso
Alado concierto este que se desarrolló en medio de la pandemia y la
vacunación en la capital española en el Auditorio Nacional. Una formación cuidada
y nada improvisada, la Orquesta Clásica Santa Cecilia, bien dirigida
por el maestro ruso Daniel Raiskin,
con la participación del cellista Alexander
Ramm, también originario de Rusia. Repertorio nacionalista de la segunda
mitad del siglo XIX, jalonado por una narrativa folklórica y en algunos casos
orientalizante, tanto en el caso de las composiciones de Rimsky- Korsakov (del “grupo de los cinco”), como de Glinka y del checo Antonin Dvorak, nacido en la Bohemia entonces perteneciente al
Imperio Austrohúngaro.
La Orquesta Clásica Santa
Cecilia, organizada en torno a maestros de amplia experiencia, que han acompañado
las funciones de los más reconocidos grupos de España y de Europa, cuenta con un
repertorio que incluye siempre autores de la tradición clásica. Ha compartido
atriles con destacados maestros como Michail Jurowski, Jean- Jacques Kantorow,
Thomas Sanderling, Kynan Johns, János Kovács, Alexander Polyanichko, Henrik
Schaefer, entre otros.
Este grupo sinfónico también ha programado conciertos con solistas
instrumentales tan conocidos como Vesko Eschkenazy, Renaud Capuçon, Maxim
Rysanov, Radovan Vlatkovic, Leticia Moreno, Eric Le Sage, un ramillete entre otros
grandes solistas del panorama internacional. La Orquesta participa en proyectos
comunes con concertinos de las mejores del mundo, como la Royal Contergebouw
Orchestra de Amsterdam, la Israel Philharmonic Orchestra, por ejemplo.
Por su parte, “Daniel Raiskin es un músico de evidente sensibilidad, buen conocedor de su oficio, otro ejemplo de la escuela de dirección de la Unión Soviética, conocida por su rigor”, en palabras de David Gutman, de Gramophone.
Nacido en San Petersburgo, es hijo de un prominente musicólogo. Se
centró primero en la viola, y luego se orientó hacia la dirección, a partir de
un encuentro con el distinguido profesor Lev Savich. También tomó clases con
maestros como Mariss Jansons, Neeme Järvi, Milan Horvat, Woldemar Nelson o
Jorma Panula.
Raiskin fue el Director principal de la Orquesta Sinfónica de
Tenerife (2017/18), la Staatsorchester Rheinische Philharmonie en Koblenz
(2005-2016) y de la Artur Rubinstein Philharmonic Orchestra en Lódz (2008-2015).
Sus apariciones regulares incluyen la Athens State, Copenhagen Philharmonic,
Düsseldorfer Symphoniker, Iceland Symphony, Japan Century Symphony, Malmö
Symfoni Orkester, Mariinsky Orchestra, Moscow Philharmonic, Mozarteumorchester
Salzburg, National Symphony Orchestra Taiwan, NDR Radiophilharmonie Hannover,
NFM Wroclaw Philharmonic, Orchestre National de Belgique, Orchestre National de
Lyon, Orquesta Sinfónica Nacional de México, Osaka Philharmonic, Residentie
Orkest, San Antonio Symphony, St. Petersburg Philharmonic Symphony, Stavanger
Symphony, Swedish Chamber y la Tonkünstler orchestra.
A Daniel Raiskin le apasiona interactuar con músicos jóvenes de todo el mundo, comprometiéndose con grupos de Canada, Estonia, Alemania, Islandia, Holanda, Rusia y África del Sur. Acompañó a solistas notorios como Emanuel Ax, Renée Fleming, Nelson Freire, Martin Fröst, Alban Gerhardt, Vadim Gluzman, Natalia Gutman, Kari Kriikku, Simone Lamsma, Lang Lang, Francois Leleux, Jan Lisiecki, Alexei Lubimov, Tatjana Masurenko, Albrecht Mayer, Daniel Müller-Schott, Olli Mustonen, Steven Osborne, Julian Rachlin, Benjamin Schmid, Julian Steckel, Anna Vinnitskaya y Alexei Volodin.
El solista, encargado de defender el concierto de Dvorak, Alexander Ramm, nacido en 1988 en Vladivostock, estudió en el Conservatorio Tchaikovsky de Moscú y completó allí un programa de posgrado. Recibió premios y viaja por muchos países llevando un instrumento desde 2011, construido por el moderno y prestigioso luthier Yakoub.
La versión que llevó a cabo junto con la orquesta, estuvo
acertadamente vinculada a un profundo sentimiento y una técnica segura,
afianzada también en una cooperación necesaria con la concertino de la Santa
Cecilia, (luciendo unos rutilantes zapatos de Jimmy Choo, suela roja) que tuvo fragmentos destacados posteriores en el tema de Scherezade,
muy elegante y decidida, y el maestro Rieskin, siempre pendiente de conseguir
un sonido homogéneo y depurado. No lo tuvo fácil, ya que los compositores de
las escuelas nacionalistas, rusos y checos, en este caso, hacían un uso
reiterado de los grandes tutti orquestales y de sonoridades importantes, un
desafío real para los solistas o los instrumentos que tienen pasajes donde es
necesaria una ejecución más individual que rebasa los límites de las distintas
secciones de la orquesta.
Ruslán y Ludmila, de Glinka,
que abrió la velada, tiene un lenguaje
musical heterodoxo, que se basó en dos elementos: la incorporación a su música de
canciones típicas rusas, danzas cosacas y caucásicas, cantos de iglesia y el
sonar de las campanas de estas (hasta el punto que este tañido frecuente se
convirtió en «cliché»).
Hay además profusión de sonidos imitativos de la vida rusa,
cercanos a la lírica y melismática canción campesina, a la que Glinka una vez
llamó «el alma de la música rusa». Predominan aquí, como en Rinsky, mutabilidad
tonal, es decir que una melodía parece pasar de un centro tonal a otro, a
menudo terminando en una tonalidad diferente a la que empezó y heterofonía,
porque una melodía es simultáneamente “prestada” entre dos o más intérpretes
con diferentes variaciones. Se incluyen a menudo quintas, cuartas y terceras
paralelas, por lo que, como reconocen los expertos, le proporcionan a la música
rusa una áspera y peculiar atmósfera sin las pulidas armonías de la música del
occidente.
“Este estilo bastante exótico de Rusia y de otras escuelas del este
europeo, fue buscado, como la escala hexatónica o de tonos completos que
utilizó Glinka. Él no la inventó, pero su aplicación en la ópera «Ruslán y
Liudmila» (1842) le brindó un recurso armónico y melódico característico. Esta
escala en obras rusas a menudo sugiere personajes o situaciones malvados u ominosos.
Fue usada por todos los grandes compositores desde Chaikovski a Rimski-Kórsakov.
Claude Debussy también empleó esta escala en sus creaciones, tomando esto, como
otros recursos, de los rusos”.
También en el territorio musical de Glinka, un modo mayor en el
cual, la nota superior del acorde tónica (dominante) va cromáticamente hasta la
submediante, mientras las otras notas quedan constantes. Utilizan también a
escala octatónica o disminuida, que sería utilizada por compositores rusos
posteriores como Ígor Stravinsky en «El Pájaro de Fuego», «Petrushka» y «La
Consagración de la Primavera».
Rimski-Kórsakov la usó por primera vez en su poema sinfónico «Sadkó» en 1867. Esta escala se convirtió en un «leitmotif» de magia y amenaza ruso, utilizado no solo por Rimski-Kórsakov sino también por sus seguidores. A estas características de la escuela rusa, habría que añadir la escala pentatónica y uno de los florilegios de estos compositores, su inclinación irrevocable y tentadora hacia diferentes manifestaciones del orientalismo.
Muchas obras que hoy se consideran fundamentalmente «rusas», fueron
compuestas en estilo orientalista, como «Islamey» de Balákirev, «El Príncipe
Ígor» de Borodín o «Scheherezade» de Rimski-Kórsakov. Esta tendencia a
forzar los límites de la propia geografía antropológica y creativa, se expandió
por las sensibilidades de regiones fronterizas y por los propios territorios
rusos que incluían poblaciones de muy diversas proveniencias raciales. De esta
forma, el orientalismo se convirtió en algo generalmente aceptado en Occidente
como uno de los aspectos más conocidos de la música rusa y de su carácter
identitario.
El Concierto para violonchelo y orquesta en Si menor Op.104 (1895)
es el más conocido compuesto por Antonín Dvořák. Pertenece al repertorio general de piezas para
este instrumento de cuerda que recuerda la voz humana, y es uno de los más
interpretados. Está dedicado al violonchelista Hanuš Wihan, que debía
estrenarlo en Londres, aunque finalmente se presentó el 19 de marzo de 1896,
bajo la batuta del propio compositor y con Leo Stern como solista. Dvořák inició su
composición el 8 de noviembre de 1884 y le dio fin el 9 de febrero de 1895.
Aunque concebido y escrito en Estados Unidos, no contiene elementos folclóricos
americanos, como otras de sus obras allí compuestas, sino que rezuma esencias
bohemias como si quisiera expresar su deseo de retorno a la patria.
La historia de la composición del Concierto para violonchelo está
estrechamente ligada a un episodio de la vida de Dvořák. Durante su
composición, supo que su cuñada Josefina Čermáková, de la que había estado muy
enamorado, se hallaba gravemente enferma. Finalmente falleció, pero aunque el
compositor checo se casara con la hermana de su amada, siguió siendo Josefina,
el gran amor de su juventud.
David Rieskin consigue un sonido homogéneo. El director es un
intérprete muy musical y dotado especialmente para la tradición de su país,
compleja, catedralicia y que requiere un gran esfuerzo de coordinación sonora.
Cada grupo orquestal tiene su propia función y preponderancia por momentos y en
la totalidad de la composición, hecho que reconoció un Rieskin muy aplaudido, agradeciendo
a los músicos de la orquesta por secciones. El sonido es mejorable y en el caso
de algunos solistas, también.
Como siempre, todo pudo sonar más afinado y pulido, pero en esta
época no abundan los ensayos y los músicos tienen a menudo que rellenar
espacios mentales de las partituras sin sus compañeros de aventura o sin la
presencia del director. Se hace, así, lo que se puede y no siempre lo que se
quiere.
El público, que suele acudir en estos tiempos a las salas de
concierto como contrito, por la amenaza del virus y el propio miedo a la
pandemia, aunque valiente y entusiasta, agradecido, por sentarse más de una
hora y media en un lugar cerrado a disfrutar de música, saludó a los artistas
como se merecían. De hecho, demasiado, ya que hubo una nutrida participación de
aplausos en medio de los movimientos, sin dar lugar a que finalizaran las
obras, lo que hizo intercambiar miradas de desconcierto entre el director, el
cellista y la concertino.
Las manos de Rieskin fueron palomas llamando a rebato emocional, a festejo. Indicó entradas, señaló, ralentizó, dio ánimos, dibujó en el aire un sinfín de sugerencias y por fin consiguió que la audiencia se dejara llevar, en volandas, a otros paraísos, tal vez artificiales, ahora que se cumplen 200 años del nacimiento del poeta francés Charles Baudelaire, pero paraísos al fin. Llevó el timón de este complejo barco de Simbad con holgura y entrega.
Poniendo
punto final a este revuelo de gestos, que recordaban los del Valery Gergiev en
sus lapsus pasionales dirigiendo a sus connacionales, hubo un “click” de paz y
relajación al terminar que se cerró en una preciosa, delicada y devota acción
de juntar las manos por parte del director, en un gesto que, precisamente en Oriente,
se acompaña de una palabra mágica: “Namasté”.
Alicia Perris
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