El tenor alemán impone su talento y
su personalidad en una polémica y angustiosa versión de la partitura de
Beethoven.
Ensayo de la obra 'Fidelio'. EFE
RUBEN
AMÓN
Hablemos del sustantivo "Frauenschwarm".
Lo he localizado a propósito de Jonas Kaufmann no tanto en las revistas de
ópera como en la femeninas. Y no es fácil traducirlo al español. Acaso
"rompecorazones", pero urge aportar a la definición el concepto de
"inalcanzable". Para las mujeres que se excitan con sus poses de
castigador. Para los hombres con pensamientos oscuros. Y para los
cantantes. Kaufmann es inalcanzable porque los ha rebasado a todos hasta
erigirse en la figura máxima de la ópera, con todos los síntomas de una
hegemonía duradera.
Lo demuestra el éxito de su Fidelio (Beethoven) en
el Festival de Salzburgo. Kaufmann abrumó con su voz abaritonada y
oscura, pero también lo hizo desde su personalidad escénica, asumiendo el peso
de la dramaturgia, ejerciendo una fascinación que sobrepasa las convenciones
operísticas.
Plácido Domingo había dejado el trono vacante. Lo han ocupado
provisionalmente magníficos cantantes -Alagna, Beczala- y lo han desperdiciado
figuras efímeras -José Cura, Rolando Villazón-, pero la consagración de
Kaufmann en su dimensión polifacética y superlativa establece un alivio
definitivo a la cuestión sucesoria.
Cuesta imaginar un techo a su carrera paciente y perseverante
Definitivo quiere decir que la solidez artística
de Kaufmann -46 años- trasciende los peligros de la coyuntura. Su carrera ha
sido paciente, perseverante. No sólo ha ido creciendo, sino que cuesta
imaginarle un techo, con más razón cuando su incursión en el repertorio
dramático -el verismo, los papeles 'di forza verdianos'- no ha descuidado la
afinidad al romanticismo francés, la soberanía wagneriana ni la especialidad de
liederista. Kaufmann es el tenor de los tenores y el cantante absoluto, aunque
su reputación de "Frauenschwarm" traslada o prolonga su reinado a un
mito extraoperístico. Un tipo masculino, incluso exótico. Un actor imponente.
Un icono metrosexual. Una figura carismática, simpática, poderosa. Y un tenor.
Resulta perentorio recordarlo, si no fuera porque la figura sobrenatural de los
tenores en su riesgo y en sus agudos inverosímiles añade al retrato un matiz
sadomasoquistaimprescindible.
Salzburgo es el lugar idóneo para demostrarlo en cuanto pasarela de las
mayores estrellas. Anna Netrebko canta El trovador, Cecilia Bartoli se emplea
en Norma, Beczala interpreta Werther, incluso Juan Diego Flórez ha acudido al
festival para conceder un recital belcantista como pretexto de su dimensión
apolínea.
Un cantante exquisito, Flórez, que regatea con la generosidad. Y que emula
a Alfredo Kraus cuando recomendaba un discutible principio de avaricia
artística: "El cantante no debe cantar con el capital. Debe hacerlo con
los intereses".
Prefiere uno la personalidad dionisiaca de Kaufmann, su generosidad, su
implicación. Y su concepción dispendiosa del capital, aunque las razones de su
posición hegemónica provienen de haber diseñado una carrera inteligente. Saber
decir no. Saber decir sí. Arriesgar. Y comprender los tiempos. El cantante de
ópera contemporáneo, expuesto a la tiranía de la báscula y a la sumisión que
ejercen los directores de escena, ha de saber coser, ha de saber bordar, ha de
saber la tabla de multiplicar.
Quiere decirse que Kaufmann resiste un primer plano en HD. Seduce a la
cámara y a los espectadores. Reúne la telegenia y la fonogenia. Podría actuar
sin cantar. Y puede, como ha demostrado, avalar vídeos virales en youtube,
Se explica así la proyección mediática de la estrella, pero la construcción
mercadotécnica de Kaufmann se arraiga en la fabulosa naturaleza musical y
artística del cantante germano. De otro modo no hubiera resultado tan
conmovedora su aparición en el segundo acto de Fidelio. Parecía Kaufmann de
otra especie. Llenaba el gigantesco escenario del Grosses Festspielhaus con la
nobleza de su voz y con el magnetismo de su movimiento escénico.
A sus 46 años, ha sabido decir «no», arriesgar, ver los tiempos
Lo aclamaron a la antigua usanza, de forma que las grandes ovaciones hacia
el tenorísimo delataron aún más los abucheos al montaje de Claus Guth. Una
bronca elocuente y puede que reaccionaria, entre otras razones porque los
espectadores de la première, engalanados como en un baile de fin de año y de fin
de los tiempos, renegaron del thriller psicológico que les propuso el director
de escena germano.
Les hizo pensar. Le sustrajo de la trama original y del costumbrismo para
suscitar una angustiosa reflexión sobre la identidad, el cautiverio mental, los
fantasmas y las sombras, hasta el extremo de que la inquietante escenografía
bien podría ilustrar un cuento de Poe o una historia asfixiante de Kafka.
Hubieran venido bien unos comentarios introductorios de Carlos Pumares,
sobre todo porque el montaje giraba -literalmente- en torno a un gigantesco
monolito, una puerta negra que abría Fidelio al subconsciente y que fragmentaba
la acción y la música para el desquiciamiento de la mayoría de los
espectadores.
Se resarcieron con la plenitud de la Filarmónica
de Viena en el foso. Nos desespera esta orquesta cuando se recrea en
la rutina y la burocracia, pero resulta apabullante y, probablemente,
insuperable, cuando adquiere su estado de gracia.
El maestro Welser-Möst extrajo de ella un Fidelio memorable, intenso, exquisito,
delicado, corpulento, provisto de una impresionante riqueza cromática y
propicio al lucimiento de los cantantes. Y no tanto por las limiaciones de
Adrienne Pieczoncka como porque Fidelio puso música a la coronación de Jonas
Kaufmann.
http://www.elmundo.es/cultura/2015/08/07/55c3853b22601d77428b459b.html
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