DIEGO A. MANRIQUE
Hal Willner en una
imagen tomada en Los Ángeles en 2001.CLARENCE WILLIAMS /
Fue uno de los primeros neoyorquinos en caer. El huracán de la
covid-19 se llevó a Hal Willner el 7 de abril, al día siguiente de que
cumpliera los 64 años. Desaparecía así uno de los grandes catalizadores del
mundo artístico, el creador de imaginativos conceptos que llevaba a los
escenarios y (a veces) se concretaban en discos. Cuesta describir adecuadamente
a Hal Willner.
Para los enterados de los intríngulis de la televisión, brillaba
como coordinador musical de uno de los programas más admirados, Saturday Night
Live. Cara a la industria, era un productor experto en trabajar con artistas,
digamos que especiales: Marianne Faithfull, Lucinda Williams, Gavin Friday,
Laurie Anderson, Lou Reed (con Lou también realizó un programa de radio, New
York Shuffle). Personalmente, se consideraba un director de casting que reunía
equipos inmensos alrededor de una idea.
Prohibido decir que montaba conciertos o discos de homenaje: el
concepto se ha degradado desde que Willner comenzó en los años ochenta a
reinventar los repertorios de Nino Rota, Thelonious Monk, Kurt Weill o (no era
nada esnob), las canciones de las películas de Walt Disney. Todavía no se usaba
la palabra “mixologista”, pero eso es lo que hacía: mezclar a músicos de jazz de
vanguardia con rockeros despiertos y cantautores inquietos. Odiaba los
automatismos: solicitaba que se olvidaran de las versiones originales, y que
aprovecharan la fricción inevitable al tocar con músicos a los que quizá nunca
había tratado antes.
Caminaba por el filo de la navaja de lo esotérico y lo resolvía sumando estrellas que daban visibilidad comercial a sus ocurrencias: Deborah Harry, Sting, James Taylor, Bono o Tom Waits. Estaba habituado a los retos logísticos: para incluir a los Rolling Stones en su saludo a Charles Mingus, Weird Nightmare, debió viajar a España, buscar un estudio madrileño, aprovechar un día en el que no tenían actuación y lograr que Keith Richards se despertara a (para él) una hora intempestiva. Aunque, en realidad, estaba más orgulloso de lograr que volviera a cantar Yma Sumac, la supuesta princesa inca de prodigiosa voz, que vivía retirada del mundo.
Marc Bolan, en los
años setenta.GLORIA STAVERS / DANNY FIELDS /
¿Cómo lo hacía? Con el tipo de diplomacia que se aprende manejando
regularmente a figuras en estudios de grabación y en platós de televisión.
Demostrando que estaba tan tarado como sus invitados, exhibiendo sus
colecciones de discos obscuros y objetos imposibles. Hijo de un superviviente
del Holocausto, miraba su país de acogida con curiosidad inagotable:
connoisseur de la cultura basura, también era un estudioso de la generación
beat; llegó a hacer discos con William S. Burroughs, Gregory Corso o Allen
Ginsberg.
De hecho, del Aullido de Ginsberg está sacado el título del disco
póstumo de Willner, Angelheaded Hipster (BMG), dedicado a las canciones de Marc
Bolan. Y esto merece una explicación: su grupo, T. Rex, dominó las listas de
ventas entre 1971 y 1973, sobre todo en el Reino Unido. De alguna manera, el
trextasy parecía duplicar la beatlemania, la histeria generada por los primeros
Beatles, una comparación simplona, pero facilitada por la conexión entre Bolan
y Ringo Starr, que firmó como director de Born to Boogie, una película a mayor
gloria de ambos que fue lanzada por Apple.
Sin embargo, el trextasy no se reprodujo en Estados Unidos:
consiguió algún éxito en listas, pero nada comparable con lo que ocurría en su
país. Resultaba demasiado chirriante para el público gringo del rock. La
ambigüedad sexual, sí, pero también la voz trémula, su arrogancia, la
simplicidad musical, la combinación en letras donde chocaban los mundos de
Tolkien y las fantasías espaciales de la pulp fiction.
Marc Bolan murió en 1977, con 29 años. Nada épico: se estrelló en
el Morris Mini que conducía su pareja, la cantante de soul Gloria Jones.
Llevaba años de frustración: le había eclipsado el furor del punk rock, había
sido superado por David Bowie, su competidor desde la época mod. No ayudó que,
tras su defunción, salieran abundantes discos con rarezas e inéditos, armados
sin demasiado cariño.
El enfoque de Hal Willner pasaba por reivindicar a Bolan como
compositor moldeable. Ya lo sabíamos aquí: su Ballrooms of Mars se convirtió,
por obra de Radio Futura, en uno de los primeros éxitos de la nueva ola
madrileña, bajo el título de Divina. Willner no tuvo dificultad en juntar 25
canciones, desde los éxitos de T. Rex a piezas sueltas de su encarnación hippy,
Tyrannosaurus Rex, e incluso de su desmadrado grupo previo, John’s Children.
La diferencia con anteriores discos: ya no podía considerar cada
grabación como una aventura. Para Angelheaded Hipster procuró convocar en el
estudio una formación amplia de instrumentistas, capaces de recrear los
arreglos de Steven Bernstein, Thomas Bartlett, J. G. Thirlwell o Steve
Weisberg. Se intentaba que cada día pasaran por allí dos o tres cantantes, para
dejar liquidados otros tantos temas y, si es posible, interactuaran entre sí.
No falta el rock nervudo, en interpretaciones de Joan Jett, Kesha,
King Khan o U2 (con Elton John). Pero la chicha del doble disco está en la
introspección de Nick Cave haciendo Cosmic Dancer o las exploraciones melódicas
de Devendra Banhart, Lucinda Williams, Emily Haines. Por insistencia del
productor, se incluyó el clarinete bajo, instrumento característico de la
música klezmer, como recordatorio del origen judío de Bolan. Cosas de Willner.
https://elpais.com/cultura/2020-10-09/la-despedida-del-productor-musical-que-hacia-milagros.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario