El éxito de 'Lohengrin' acalla las
críticas por relegar a Verdi en el bicentenario de su nacimiento.
En el año de Verdi, Barenboim
triunfó con Wagner en la Scala. Quince minutos de aplausos, una lluvia
de claveles sobre los cantantes y el himno de Italia atacado con entusiasmo por
el coro y el público coronaron un concierto que había empezado, cuatro horas y
50 minutos antes, bajo el encanto de la nieve y los misterios. El primero de
ellos tenía que ver con la polémica elección de Lohengrin –escrita por el compositor alemán en
1850– para la inauguración de la temporada de ópera en Milán justo en el
bicentenario del nacimiento de Giuseppe Verdi. ¿Se vengaría el público de la
Scala?
La jornada no
había empezado con buenos augurios. Ni desde el punto de vista musical ni desde
el social y político. Una gripe había dejado fuera de juego a la soprano Anja
Harteros, encargada de interpretar el papel de Elsa, la protagonista femenina
de Lohengrin.
La
responsabilidad recayó entonces en Ann Petersen, que a su vez enfermó –¿se
trataría de una venganza divina por el desaire a Verdi?–. De tal modo que, a la
desesperada, la Scala recurrió a Annette Dasch, que llegó a Milán en medio de
la noche. Aunque Dasch interpreta desde 2010 el papel de Elsa von Brabant en el festival wagneriano de Bayreuth,
los responsables de la Scala se tentaban el esmoquin. Desde el punto de vista
del boato, tan importante en la inauguración de la temporada de ópera en Milán,
también se había producido una baja principal. Giorgio Napolitano, el
presidente de la República, había excusado días antes su presencia en el palco
por motivos de trabajo.
No faltó quien
se apresuró a atribuir la ausencia del anciano mandatario –el más sensato y
respetado político de Italia– a un desplante a Daniel Barenboim por la elección
de Wagner y no de Verdi. Aunque el presidente de la República escribió días
atrás una cariñosa carta pública al director de la Scala en la que tachaba de
“fútil” la polémica y “patética” la resurrección de las viejas disputas entre
los amantes de Wagner y de Verdi –que además nacieron el mismo año, 1813–, ya
se sabe que las mejores polémicas no se detienen en los datos y son más
obedientes al corazón o las insidias. Hay que tener en cuenta, además, que la
afición a la ópera y a sus circunstancias en Milán va mucho más allá de lo
estrictamente musical.
La ciudad vive
con pasión casi futbolística los prolegómenos, se agolpa en la puerta de la
Scala para ver entrar a políticos y famosos, valorar las últimas creaciones de
Dolce & Gabbana sobre cuerpos de infarto o el último grito desafinado de
los amantes de la silicona. No suelen faltar las protestas –el viernes por la
noche, los ministros del Gobierno de Mario Monti fueron recibidos al grito de
“¡bellacos, sois la vergüenza de Italia!”– ni tampoco los comentarios sobre el
precio que alcanzaron las mejores entradas en la reventa. Se habla de más de
2.000 euros. La policía detuvo a dos rusos, un tal Rustem S. y un tal Alexei
V., por lucrarse con la venta ilegal de localidades a través de un portal de
Internet. Igual les daba el Inter que Wagner.
Pero a las cinco
de la tarde, puntualmente, la nieve, las protestas, el glamour y la polémica
desaparecieron. Se apagó la luz del teatro y la batuta de Barenboim encendió la
música de Wagner. Los protagonistas de Lohengrin –representados de forma poco ortodoxa
por el director de escena, Claus Guth, el único que a la postre se llevaría
algún silbido– cautivaron al público desde el primero de los tres actos de la
ópera romántica. Desde el bajo René Pape, en el papel del rey Enrique, a la
soprano Evelyn Herlitzius, que interpretó a Ortrud, la esposa del duque de
Brabante. Pero quienes se llevaron los mayores aplausos fueron la valiente
Annette Dasch –que había empezado a ensayar a las ocho de esa misma mañana—y,
sobre todo, el tenor Jonas Kaufmann, un apuesto Lohengrin que cautivó a la
Scala y sobre el que diluvió al final una cosecha de claveles rojos y blancos.
Y con el triunfo
de todos ellos triunfó Daniel Barenboim. En lo
que se refiere a la música y también en todo aquello que la rodea –entusiasmo,
polémicas, insidias– cuando se habla de Italia, de Verdi, de Wagner y de una
noche inaugural en la Scala. Uno de los pequeños misterios de la velada –la
ausencia del himno nacional italiano al principio del concierto– tenía fácil
explicación: solo se interpreta cuando en el palco se encuentra el presidente
de la República. Pero Barenboim, después de constatar el éxito de su apuesta
polémica por su bien amado Wagner, levantó la batuta y pidió a su orquesta que
atacara con brío el himno de Mameli. Y así, todos a una –el coro, el público,
el primer ministro Mario Monti sonriente tras unas horas de pesadilla por la
última truhanería de Silvio Berlusconi– concluyó felizmente la jornada
inaugural de la temporada. La música y lo inusitado de una noche inolvidable en
la Scala. “El poder mágico que consuela de la vida”, que diría Luis Cernuda.
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