Por Alicia Perris
Venecia es más que una ciudad famosa, soñada e imaginada a partir de un proyecto cosmopolita único, un estado de ánimo. Un alma sin confines. Una propuesta inmensa. Una respuesta cósmica y total.
Venecia es más que una ciudad famosa, soñada e imaginada a partir de un proyecto cosmopolita único, un estado de ánimo. Un alma sin confines. Una propuesta inmensa. Una respuesta cósmica y total.
Aún con las quejas de la superpoblación e invasión turísticas, en
agosto pasado, parecía fantástica en su riqueza, con sus oropeles intactos, acuática
sobre todo, en el ballet incesante pero formal de gentes y vaporettos. A pesar
del gentío, todo se desenvolvía con la precisión de un reloj. Los monumentos,
las calles vacías a medida que nos alejábamos de Piazza San Marco, los museos
como el Fortuny, precioso y
señorial, suntuoso. Venecia, otra Bizancio.
La esquina que invariablemente encuentro cuando vuelvo, donde se
lee” Aquí vivió Casanova”. Mágico. Y los cafés, menos apreciados por los
locales que por los paseantes temporales, únicos. Sin igual las orquestinas que
tocan sin descanso, para los que se sientan a unas mesas llenas de luz y
sonoridades, aún por la noche o para los que aprovechan, de paso, gratis, unos
acordes.
En el Café Florian, la opulencia de una conexión
íntima con los músicos, que pasa desapercibida para algunos, incluso para los
camareros, hace que descubran de dónde vengo, mucho más allá del tiempo
europeo, de la etapa perdida y siempre recobrada en un proustiano ejercicio de
eterno retorno. La patria aquella argentina de mi padre y de mi madre, refugio
de los inmigrantes del siglo XIX, también italianos.
Descubierta mi identidad por la orquesta, suena por supuesto la
Cumparsita especialmente para mí y me maravillo de que todavía alguien capte
mensajes cifrados en el aire nocturno, cerrado para todos, excepto para esos
instrumentos, que, afinados al calor de la reincidencia y la premura, me
ofrecen lo mejor que tienen: lo que no se puede comprar, lo que es de regalo,
lo que es, sobre todo, generosidad en el encuentro cortísimo de una partitura
de la que suena, generalmente, una especie de estribillo recobrado ad
infinitum. Y también me dedican Piazzolla.
Los ojos de los músicos se me clavan en un intento de búsqueda de
esa complicidad de la que sé que florece en pocos momentos de la vida, únicos e
irrepetibles. La magia de Venecia y de sus gentes o de aquellos, que trabajando
allí, la representan para los visitantes. Pero no es para todos, hay que
conectar y estar al acecho de los sentimientos ocultos, escamoteados en el
tráfago bárbaro de la actividad cotidiana que desarrollamos, a menudo, para
nada, para nadie. Tan prescindible y vana…
En el alma y el núcleo de Venecia, la Fenice, teatro de teatros,
renacido, una y otra vez de sus cenizas, restaurado, con la sangre del ave que
vuelve cada vez, a retomar el vuelo.
Fundado en 1792, fue en el ochocientos, sede de numerosos estrenos
absolutos de ópera de Rossini, Bellini, Donizetti y Giuseppe Verdi. En el
último siglo, dirigió también la atención a proyectos contemporáneos con
estrenos mundiales como The Rake´s Progress de Stravinski, Britten, El ángel de
fuego de Prokoviev, Intolerancia de Luigi Nono, Hyperio de Bruno Maderna y
recientemente El rapto de Mauricio Kagel, Medea de Adriano Guarnieri, el Signor
Goldoni de Luca Mosca, o El killer de palabras de Claudio Ambrosini.
Como cuentan sus especialistas y gestores, fue concebido en 1789
(el año crucial de la Revolución Francesa, justamente) y se inauguró el 16 de
mayo de 1792, convirtiéndose desde entonces en el Teatro de Venecia.
Renacido de fuegos inmisericordes, a veces voluntarios, delincuentes,
reiterados, La Fenice es la res publica también y refleja su historia y el mito
que la declina. Agua y luz, fuego y aire son los elementos que constituyen
indisolublemente su majestad, esos cuatro galeones físicos y esotéricos.
Fue consagrado a Apolo en esa entrega rendida que hacen los griegos
o los italianos a su propio origen fundacional e interminable, el mundo clásico
de Grecia y Roma. Y en su cielo azul danzan las horas en medio de un
bosquecillo, donde se sienta y siente el público que ocupa la platea. El león
de San Marco, también iluminado en
el Palco Real y en la propia ciudad de los canales, es un espejo que refleja
una identidad única y definitiva.
“Hay otro pájaro sagrado, el fénix. Yo nunca lo he visto, pero
aparece cada 500 años, como afirman los sacerdotes de Heliópolis y se deja ver,
cuando se ha muerto el padre. Por dimensiones y por forma, si es realmente como
lo describen, las plumas son doradas algunas y otras de color rojo intenso o
púrpura y se parece mucho a un águila en su diseño y en la grandeza…Partiendo
de Arabia, lleva al templo del Sol al padre, envuelto completamente en mirra y
lo sepulta en ese santuario” (Historia de Herodoto).
El mito del ave fénix nos consuela, ese que todos conocen, el de la
resurrección renovada después de cada muerte. Que así sea. Y que las vidas por
vivir no sean por lo menos, peores que esta…
Lo primero que sorprende, a pesar de que es la segunda visita para
El Barbero de Sevilla, (la primera fue el día anterior con Butterfly) es un
foyer relativamente contenido y de líneas clásicas y paleta clara, que se absorbe
perfectamente por la mirada. Hay escaleras y una librería bien surtida con un
bar para golosos dependientes, habituales o de paso.
La sala, en cambio, se presenta en tonos pastel subidos, dinámica,
inabarcable, casi un punto kitsch. La temperatura de los diseños y los matices,
alta y sugerente. Las butacas, como suelen ser en los teatros italianos, un
lujo, no un sacrificio. Ni un ahorro en el presupuesto. Terciopelo sedoso y
confortable.
Y lo más sorprendente es la atención que prestan los acomodadores
del lugar, sobre todo a los potenciales disruptores de la función. Son varios,
muy estilosos, ágiles y determinados y desde una cámara vigilan los
movimientos, las posibles grabaciones o fotos, para que nada perturbe el normal
desarrollo de la escucha y la visibilidad de la ópera. No “están” solo, como en otros coliseos, como estatuas
sin gracia, sino que forman parte del proyecto.
Una noche en La Fenice va mucho más allá incluso de la propia ópera.
Es una aventura casi oceánica, como diría Neruda,
porque nos retrotrae al pasado de todas las veces que hemos gozado de la
misma música y nos pone en la pista de
despegue, donde el futuro nos traerá reconocibles pero distintas percepciones.
En un marco de fábula, porque la mejor puesta en escena es la propia sala, el inmenso
corpus de su historia y su amplio y revisitado territorio pasional.
Las grandes salas de ópera y concierto del planeta, tienen sus
propios relatores. Así, Gaston Leroux, inspirándose en personajes e
historias anteriores, dio vida al “Fantasma de la ópera”, un mundo subterráneo
de emociones y ansias, de imposibles, agotadoramente mostrado en musicales y
películas. Pero Leroux no es inglés, ni americano, sino francés, y el teatro
cuya aventura escribe, la inefable Ópera
Garnier de París.
Por su parte, refiriéndose al Teatro Colón de Buenos Aires, María Elena Vigiliani de La Rosa,
escribió sobre la novela El Gran teatro del argentino Manuel Mujica Láinez, Manucho: “Mujica, enfatizando esta idea de la
comprensión, advierte que: “es agria la música más dulce cuando no se observan
los tiempos y los acordes y lo mismo pasa con la música de las vidas humanas”.
Analizando los Cuadernos de notas de El gran teatro, poco explorados por la
crítica, se revelará que el relato del argentino es cita de citas, parodia de
la última obra de Wagner que parodia a su vez el Parsifal de Chrétien de Troyes
y de Von Eschenbach, autor medieval del 1200”.
A Manucho lo conocí personalmente de estudiante en una función de
El Preceptor de Bertold Brecht. Era una sala de ensayo y Mujica Láinez se sentó
a mi lado, en una grada improvisada, escoltado como solía por un efebo etéreo y
su imbatible anillo opulento en una mano, con la que sostenía, además, su
sempiterno bastón. Le comenté a mi madre, bajito, que me acompañaba, “Es Manucho,
mamá” y todavía recuerdo las palpitaciones que descubrirlo tan cerca me
aceleraban el pecho. Siempre fui una lectora fidelísima de sus historias y de Bomarzo, esa invención colosal mecida
por el Parque de los monstruos.
“Retorno al pequeño
Fortuny”, texto de Isabella Palumbo Fossati (1), esposa del actual Embajador de
Francia en España, Excmo. Sr. Jean-Michel Casa, que tan gentilmente me lo cedió
para su publicación.
“Si Venecia es mi
punto de partida, mi casa de Santa María del Giglio, no lejos del Teatro La
Fenice, casi un pequeño museo-Fortuny, es mi punto de llegada y el corazón de
afectos y de estados de ánimo. Para quien vive lejos, cada vez más lejos con el
transcurso de los años, el coraje del regreso vibra siempre más.
Los recuerdos y las
sensaciones de la ciudad íntimamente amada se acumulan y se superponen, como
las láminas dulces de un millefeuille: el olor de las glicinas en las noches de
primavera en la fondamenta de la Toletta, la luz brillante de le Zattere, alegre
como la dulce sonrisa de la amiga Cecilia que allí nació y allí vive, los
paseos hacia la Salute en las primeras horas de las tardes de mayo,… y las
calles secretas de alrededor que protegen y preservan a los jóvenes amantes
venecianos.
El puente de la Accademia
que cruzaba veloz yendo, con perenne retraso, a la secundaria que formó tantos
venecianos desde la época de mi padre; tan rápida que una vez perdí un zapato
que por suerte rodó hacia abajo pero no cayó en el Canal Grande… La vuelta al
Lido al atardecer, en el vaporetto, lleno de madres y niños, el sol y la arena
sobre la piel y las olas que rozan los jardines de la Bienal y la Riva degli
Schiavoni.
Las luces bajas de
la Fenice, antes del comienzo del espectáculo, su olor que trato de encontrar
entre los palcos y la confitería del Colón. Pequeño opuesto a grande, intimo a
extrovertido… Contrastes y afinidades. Venecia y Buenos Aires contrapuestas y
al mismo tiempo paradójicamente parecidas, separadas por miles y miles de
kilómetros pero por momentos cercanas. El verde intenso de nuestra laguna, obra
maestra de equilibrio, y la semejanza con el Tigre, entre islas desparramadas y
dúctiles, en donde la flora se expresa libremente.
Los silencios de las
noches y del invierno veneciano, opuestos a la música en las casas. Y la risa
de mi juventud, la despreocupación, las bromas, la ironía, que a veces se teñía
de amargura.
La nostalgia, que
encuentra en mi casa, mi pequeño palacio Fortuny, su apogeo. La casa, en capas
también, que entrelaza objetos y recuerdos, en una acumulación de tejidos,
tapices, estampas, pinturas, madreperla, que la luz hace vibrar. La luz del
cielo gris que atenúa todo, pero se sabe, Venecia sabe recuperarse y regala de
improviso días de loca luz dorada que horas antes parecían imposibles, mientras
el viento sobre el Adriático barre las nubes y entonces pienso en mi Trieste
natal, límpida e irreverente.
Los interiores de
las casas venecianas, microcosmos, son un proyector que ilumina, como una
linterna mágica, una sociedad que buscaba la calidad de la vida y de la cultura
difundida entre muchos. Una ciudad que anticipaba modas y tendencias, como
Londres hoy, que inventaba e innovaba técnicas y estilos.
Venecia, que no
conoció enemigos internos ni invasiones. Punto de encuentro entre Oriente y
Occidente, entre Norte y Sur, Flandes, Alemania e Italia, gran puerto del lujo,
Nueva York de la época Renacentista, por eso acumuló en las casas grandes, pero
también pequeñas, un inmenso capital de signos.
Ciudad reino de la
imagen, urbs picta hacia el interior y hacia el exterior. Dado que, se sabe, ambos
se confunden en Venecia que es finalmente una única grande casa. Ciudad
perforada, con la Ca’ d Oro y palacio Van Axel y cientos de otros edificios.
Encajes de piedra blanca. Ciudad de luz sutil y de colores fundidos. Ciudad de
“cristal y crepúsculo”, como sintetiza genialmente Borges, al cual le es
dedicado un laberinto en la isla de San Giorgio.
Mi pequeño Fortuny,
casa abierta a los amigos de todos los confines por vocación y por elección,
refleja todo esto. Ya pasaron años desde que Orhan Pamuk pasó allí algunas horas de la tarde acompañado por un
precioso amigo, el grandísimo especialista en cultura turca Giampiero Bellingeri. Pamuk fotografió
cada rincón de la morada, fascinado por los objetos, por la sedimentación de
los recuerdos y de las generaciones que tanto habían participado en la historia
de la ciudad. Quizás pensando en su Museo de la Inocencia, en las angostas
calles de Cihangir en Instambul.
Estambul/Constantinopla,
tan especular con Venecia, amiga/enemiga pero seguramente afín. En la tarde, en
el Bancogiro di Rialto, se respira el aire de la polis…
El hilo común es la
nostalgia. La de un pasado de plenitud, de vitalidad, de intercambios, de
verdadero cosmopolitismo, de variedad, como era Venecia en los siglos pasados,
de manera particular la nostalgia del otoño del Mil quinientos.
Ahora que el turismo
de masa, la globalización, la falta de atención en los detalles y de respeto a
todos los niveles y aún más por un contexto humano único hecho de piedras,
maderas y agua, están desintegrando la esencia de la ciudad, esta añoranza se
vuelve más intensa. Es cierto, la constante decadencia de Venecia es parte de
la literatura, desde Thomas Mann hasta los futuristas. El temor surge al pensar
que hemos llegado al final del recorrido.
Los sentimientos de
nostalgia de la ciudad vital se mezclan con los de la casa con mis padres
presentes, agudos, irónicos y apasionados, y con la nostalgia de la infancia y
que cada rincón llama.
Vuelvo a Venecia,
cada vez con el corazón suspendido y haciéndome la señal de la cruz sobre el
puente de la Libertà. Para reencontrarme y reconstruirme en mi laberinto, para
sentirme más viva y verdadera. Vuelvo para tratar de difundir por todos los
medios una idea correcta de la historia y del presente de mi ciudad. Es casi
una vocación, una importante vocación.
Por cierto, la vida
me hizo conocer y amar muchas otras ciudades. París, Estambul, Jerusalén,
Buenos Aires y otras más. Pero el corazón se queda entre los muros de mi casa,
en donde consolido y vuelvo a trasmitir los afectos antiguos, uniéndolos a los
nuevos encuentros y comunicándolos a mis familiares, que aman tanto la ciudad y
los amigos procedentes de variados confines.
Para ellos la casa
siempre está abierta.
Pour avoir eloigné,
ce soir, des ombres…”
Y también escribió esta vez, y esto es un verdadero privilegio,” Qué representa para
mí, veneciana, el Teatro La Fenice”
“He tenido la suerte
de crecer a pocos pasos de uno de los más bellos teatros del mundo, que hace
unos días festejó su cumpleaños, el 16 de mayo.
Mis padres me
llevaban allí desde que era pequeña. Recuerdo con claridad la primera ópera, el
Elisir d´amore, considerada fácil para una niña: los colores, los trajes, la
ironía de la obra me encantaron.
La distancia era tan
pequeña que dábamos un salto a casa durante el intervalo para refrescarnos y
volvíamos a la sala apenas con el tiempo justo para que recomenzara la función.
Adoraba ver cómo las luces se apagaban para sumergirme en el espectáculo.
Siempre me encantó
el reloj central dorado, el telón de terciopelo verde, el rosa un poco antiguo
y gastado de las butacas y de los palcos. Año tras año, el recuerdo de las
tardes y de las veladas en la Fenice formó una parte importante y feliz de mi
cultura.
Hasta que un día de
invierno de 1996, mientras navegábamos entre la costa turca, y Rodas me llamó
por teléfono un gran amigo, el músico turco Mordo Dinar, que con la voz rota me avisó de que un terrible
incendio había destruido completamente nuestro teatro.
Los amigos más
cercanos me dijeron que habían intentado acercarse a mi casa, temiendo que las
llamas la hubieran alcanzado, pero se encontraron obviamente con el acceso
prohibido por las fuerzas del orden. Por fortuna el viento amainó, ya que de
otra forma mi propio hogar y tantos otros, hubieran desaparecido”.
Espero poder
regresar cuanto antes a Venecia, a su opulencia emocional y a su Fenice…
Alicia Perris/Isabella Palumbo Fossati Casa.
(1) Autora, entre otros, de Intérieurs vénitiens à la Renaissance,
Éditions Michel de Maule, 2012 y Dentro
le case. Abitare Venezia nel Cinquecento. Gambier Keller, 2013.
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