Donde fue abatido Francisco
Fernando de Austria hay un museo lleno de objetos falsos
El periodista que cubrió el sitio
de Sarajevo regresa a la ciudad
Recorre los escenarios del
asesinato que cambió Europa para siempre
La tienda de la que salió Princep para
disparar al archiduque es hoy un museo. FEMA ALMIR RAZIC
ENRIC GONZÁLEZ Sarajevo
La historia del mundo descarriló aquí, en esta
pequeña esquina de una ciudad remota. Un joven tuberculoso disparó contra un
archiduque y Europa, la vieja Europa, cayó herida de muerte. El día 28
de junio se cumplen 100 años del atentado de Sarajevo, detonante de la
Primera Guerra Mundial y de las gigantescas catástrofes del siglo XX. De ese
conflicto surgieron la revolución soviética, la humillación alemana que condujo
al nazismo, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría. ¿Podía
haberse evitado todo eso? Quizá sí, pese al belicismo dominante y a la
decadencia de los imperios austríaco, otomano y ruso. Incluso el atentado podía
haber quedado en nada: el archiduque Francisco Fernando, heredero
de la corona austrohúngara, murió por una extraordinaria cadena de errores y
casualidades. Las cosas podrían no haber sido así. Pero lo fueron. Y aún
pagamos las consecuencias.
El lugar donde empezó el mundo de hoy, Sarajevo,
era en 1914 una ciudad provinciana y de aspecto apacible. Sigue siéndolo. El
aspecto, sin embargo, siempre ha resultado engañoso. Entonces hervía de
nacionalismo. También ahora. Hace sólo 20 años, constituía una temeridad
acercarse a esta esquina junto al río Miljaka: los francotiradores serbios la
mantenían encañonada de forma permanente. Los turistas que estas semanas se
congregan en la esquina para saborear una dosis de historia muy, muy
simplificada («aquí mataron al emperador de Europa y comenzó la Gran Guerra»,
explica una guía japonesa antes de pasar a otro asunto) pueden llevarse a casa
una idea errónea tras tomar unos cafés turcos en la apacible Carsija, el bazar
otomano, comprar unos souvenirs hechos con vainas de artillería utilizadas
durante el asedio (1992-1996) o pasear por las elegantes calles que urbanizaron
los austríacos. Pueden pensar que han echado un vistazo al pasado. En realidad,
no es pasado. En Sarajevo, como en otros lugares de Europa, la historia se
cierne sobre el presente y susurra amenazas.
Empecemos por un principio cualquiera. Un día de
otoño de 1908, por ejemplo. El niño Gavrilo Princip, de 14
años, nacido en la aldea de Obljlaj, hijo de un humilde cartero rural, estudia
en Sarajevo gracias a un tremendo sacrificio económico de su familia. La
noticia de que Austria-Hungría se ha anexionado Bosnia inflama el alma
nacionalista de Princip y sus compañeros serbios en el instituto. Viena ya se
ocupaba de administrar Bosnia, nominalmente territorio otomano, desde el
Tratado de Berlín (1878), pero la anexión fue asumida como un insulto por los serbios.
Serbia obtuvo la independencia frente a Estambul en 1867, y desde entonces
soñaba con establecer unaGran Serbia (o Yugoslavia, el país de los
eslavos del sur, en la terminología más ecuménica) que incluyera a todos los
eslavos que habían quedado fuera de sus fronteras, en el mosaico balcánico que
el Imperio Otomano iba dejando al descubierto con su retirada. Para el
nacionalismo serbio, los croatas católicos y los bosnios musulmanes eran
también serbios que aún ignoraban serlo.
Expulsado del instituto por su rebeldía, en
1912 Princip se trasladó a Belgrado. No había en el mundo una ciudad más
inflamada. El nacionalismo serbio glorificaba una vieja derrota de 1389 en la
que el príncipe Lazar fue vencido por los turcos en el Campo de los Mirlos de
Kosovo. También glorificaba, como héroe de ese día (15 de junio en el
calendario juliano, equivalente al 28 de junio en el actual calendario
gregoriano), a Milos Obilic, que logró infiltrarse en el campo turco y asesinar
al sultán Murad, antes de ser descuartizado por sus guardaespaldas. El
magnicidio suicida, conviene recordarlo, formaba parte de la tradición nacional
serbia. La memoria del héroe Obilic fue invocada durante la terrible noche del
11 de junio de 1903, cuando un grupo de militares asaltó el palacio real (un
caserón lóbrego y sin luz eléctrica) y asesinó, destripó y arrojó por la
ventana al rey Alejandro Obrenovic de Serbia y a su esposa. El jefe de los
conspiradores, Dragutin Dimitrijevic, más conocido como Coronel Apis, obtuvo
una posición de privilegio bajo el nuevo rey, Pedro Karajorjevic: jefe
de los servicios secretos. Apis utilizó una red de organizaciones
clandestinas con nombres de opereta (la Mano Negra, Unión o Muerte) y alta
capacidad mortífera para fomentar el expansionismo serbio, con frecuencia al
margen del gobierno civil del radical Nicola Pasic.
Llega la mano
negra
En esa Belgrado, mayoritariamente analfabeta,
dominada por el culto al ejército y por la efervescencia nacional, Princip, que
ya militaba en la organización proserbia Joven Bosnia, se adhirió
probablemente a la Mano Negra. No hay certezas, porque la secretísima Mano
Negra no guardaba registros de afiliados. Él y otros muchachos de su edad, casi
todos menores de 20 años, empezaron a soñar con un atentado suicida que
demostrara ante el universo la fuerza de su pasión nacionalista. Eran jóvenes,
castos, casi abstemios, y estaban convencidos de encarnar la razón y la
justicia frente a la maldad intrínseca del imperio. Se parecían bastante al
grupo que el 11 de septiembre de 2001 inauguró en Nueva York, con una matanza,
el siglo XXI.
El imperio concedió a Princip y sus amigos una
oportunidad magnífica, al anunciar que el archiduque Francisco Fernando,
heredero de la corona, visitaría Sarajevo el 28 de junio de 1914. La elección
de la fecha no podía ser mejor, o peor, según el punto de vista. Era el
aniversario de la batalla del Campo de los Mirlos y de la heroicidad del
asesino suicida Milos Obilic. Y hacía casi exactamente cuatro años desde que,
el 15 de junio de 1910, el joven serbio Bogdan Zerajic intentó matar al
general austríaco Marijan Veresanin y, tras fracasar, se suicidó de un
tiro. Gavrilo Princip acudía a menudo al cementerio para depositar en la tumba
de Zerajic unas flores, robadas de alguna cercana.
El imperio austrohúngaro, rígido y protocolario,
estaba llegando al final del camino. Viena se había visto obligada a compartir
la corona con Budapest, sentía la presión de su joven hermano, el imperio
alemán, y apenas podía contener la constante conflictividad de los Balcanes, un
territorio que no podía perder si no quería perder con él sus accesos al
Mediterráneo. El emperador, Francisco José, llevaba casi 66 años en el
trono y era un hombre viejo y cansado. Su familia había sido destruida
por una sucesión de tragedias: su esposa Isabel, más conocida como Sissí, murió
asesinada en 1898; su hijo Rodolfo se suicidó (o fue suicidado) en Mayerling,
en 1889; su hermano Maximiliano fue fusilado en México en 1867; su otro
hermano, Carlos Luis, murió en 1896 de tifus por beber agua contaminada del río
Jordán. Le quedaba su sobrino Francisco Fernando, hijo mayor de Carlos Luis,
designado como heredero. El emperador no soportaba a Francisco Fernando: por
haberse casado con una semiplebeya, por su carácter bravucón, por su continuos
sarcasmos contra los húngaros y, en último extremo, porque habría preferido
como heredero a otro sobrino, Otón, dos años más joven que Francisco Fernando y
un poco más inteligente.
Se parecían a los terroristas del 11-S: jóvenes,
castos, casi abstemios, creían en la maldad del imperio
Francisco Fernando era meticuloso. Tenía esa
virtud. Anotó en sus cuadernos de caza cada una de las piezas cobradas en su
vida: exactamente 272.439. Habría que añadir una más, la última, que no tuvo
tiempo de anotar. Fue un gato al que disparó desde su coche, ya en Sarajevo.
El heredero sabía que la visita a Sarajevo
entrañaba peligros. Pero decidió ir porque allí, en la remota y asilvestrada
Bosnia, su esposa Sofía, la semiplebeya, no iba a ser obligada a comer en mesa
aparte y a colocarse al final de la comitiva. Llegaron a la capital bosnia el
27 de junio, por separado (él en barco y luego en tren, ella en tren directo
desde Viena), y se alojaron en el Hotel Austria, en el arbolado
distrito de Ilitza, a las afueras de Sarajevo. Antes de acostarse hicieron una
visita privada al bazar otomano, en uno de cuyos comercios coincidieron por
casualidad con un atónito Gavrilo Princip. El Hotel Austria fue un hermoso
establecimiento. Aún existe. Sus últimos clientes fueron cascos azules de la
ONU en los años 90. Ahora, la suite imperial está llena de escombros. El hotel,
a la espera de rehabilitación o demolición, pertenece a una sociedad vinculada
aBakir Izetbegovic, hijo de Alija Izetbegovic, presidente bosnio durante
el asedio. Bakir es uno de los tres presidentes rotatorios, el correspondiente
a la parte musulmana, de la contemporánea y disfuncional Bosnia tripartita.
El día decisivo comenzó sin incidentes, con una
visita a un cuartel. A partir de ahí, sólo la tragedia del asesinato y la
posterior hecatombe bélica impiden interpretar la sucesión de acontecimientos
como una disparatada comedia cómica. Había seis conspiradores, con pistolas y
bombas facilitados en Belgrado por agentes del coronel Apis, apostados cerca
del cuartel y a lo largo de la avenida Appel, contigua al río. Ese era el
camino que la comitiva imperial (cuyo itinerario había sido publicado por la
prensa) debía seguir para llegar al ayuntamiento. El primer aspirante a
asesino, Mehmed Mehmedbasic, el único musulmán del grupo, disponía
de una bomba pero el archiduque ya había pasado de largo cuando logró sacarla
del bolsillo. El segundo, Vaso Cubrilovic, de 16 años, no se atrevió a actuar.
El tercero, Nedelko Cabrijnovic, no tuvo en cuenta que había que esperar 10
segundos tras activar el detonador y su bomba, arrojada a toda prisa, rebotó en
la capota plegada del suntuoso coche Gräf & Stift en que viajaba el
archiduque, rodó por la calle y acabó estallando bajo otro coche. Eran las 10 y
10 de la mañana. Entonces Cabrijnovic quiso suicidarse, según lo previsto. Pero
el cianuro no le hizo efecto. Se arrojó al río, pero el río estaba seco. Fue
detenido en cuestión de minutos, aún atontado por la costalada contra el lecho
del Miljacka.
La comitiva llegó al ayuntamiento. Era un edificio alegremente excéntrico, con toques de estilo mozárabe, una de las muchas obras públicas realizadas por los austríacos. Ese edificio fue años más tarde utilizado por los nazis y cubierto con una gigantesca esvástica. Aún más tarde se convirtió en biblioteca. Las fuerzas serbias de Radovan Karadjic lo destruyeron con bombas incendiarias en 1992. Una mañana invernal de 1995 visité las ruinas, cubiertas de nieve: cuesta hacerse idea de tanta desolación, tantos libros quemados, tanta nieve sucia. Ahora ha sido restaurado y es prácticamente idéntico al que acogió en 1914 a un archiduque furioso: «¡Señor alcalde! ¡He venido de visita y me han arrojado una bomba! ¡Es indignante!». Tras el atentado, lo normal habría sido abandonar Sarajevo sin perder un instante. Francisco Fernando, sin embargo, quiso quedarse. Se decidió cambiar la ruta prevista porque el archiduque deseaba acudir al hospital para visitar a los heridos por la bomba.
La comitiva llegó al ayuntamiento. Era un edificio alegremente excéntrico, con toques de estilo mozárabe, una de las muchas obras públicas realizadas por los austríacos. Ese edificio fue años más tarde utilizado por los nazis y cubierto con una gigantesca esvástica. Aún más tarde se convirtió en biblioteca. Las fuerzas serbias de Radovan Karadjic lo destruyeron con bombas incendiarias en 1992. Una mañana invernal de 1995 visité las ruinas, cubiertas de nieve: cuesta hacerse idea de tanta desolación, tantos libros quemados, tanta nieve sucia. Ahora ha sido restaurado y es prácticamente idéntico al que acogió en 1914 a un archiduque furioso: «¡Señor alcalde! ¡He venido de visita y me han arrojado una bomba! ¡Es indignante!». Tras el atentado, lo normal habría sido abandonar Sarajevo sin perder un instante. Francisco Fernando, sin embargo, quiso quedarse. Se decidió cambiar la ruta prevista porque el archiduque deseaba acudir al hospital para visitar a los heridos por la bomba.
Entretanto, los otros tres aspirantes a asesinos
vagaban cariacontecidos por la avenida Appel, tras ver pasar como un cohete el
coche del archiduque camino del ayuntamiento. Habían fracasado. No tendrían
otra oportunidad. Gavrilo Princip se acercó a una tienda de comestibles,
Schiller, quizá para comer algo. No contaba con la torpeza del protocolo
austrohúngaro: el archiduque anunció al alcalde que quería ir al hospital, el
alcalde comunicó al gobernador el cambio de recorrido, y el gobernador informó
a los jefes de la escolta, pero a nadie se le ocurrió hablar con los chóferes.
El conductor del Gräf & Stift enfiló Appel y al llegar a la altura de la
tienda Schiller dobló por una callejuela, según el itinerario inicial. El
gobernador Oskar Potiorek, que viajaba en el automóvil del archiduque, le
ordenó parar y dar marcha atrás para seguir por Appel. Gavrilo Princip se
encontró, atónito, con que tenía ante sí el coche detenido y al emperador a
metro y medio de distancia. Sacó la pistola. No podía fallar. Y,
sin embargo, podía haber fallado, porque volvió la cabeza y cerró los ojos. No
sabía dónde apuntaba. La primera bala entró por el cuello de Francisco
Fernando. La segunda alcanzó a Sofía, su esposa, en el abdomen. Ambos
permanecieron quietos y parecían ilesos. Cuando empezó a brotar la sangre, el
archiduque musitó «no es nada, no es nada, no es nada». Fueron sus últimas
palabras. Eran las 10.48. Ambos estaban muertos al cabo de unos minutos.
Gavrilo Princip fue detenido y golpeado por la
multitud. En los días siguientes se desató en Sarajevo un violento pogromo
contra los serbios, precedente de las matanzas étnicas que caracterizaron
Bosnia durante el siglo XX.
En octubre, ya en plena guerra, 17 conspiradores
fueron sometidos a juicio por un tribunal austrohúngaro. A solo tres, Danilo
Ilic (delegado de la Mano Negra), el maestro Veljko Cubrilovic (uno de los
organizadores) y Mihaijlo Jovanovic (quien había guardado las armas hasta el
atentado), se les condenó a muerte y ahorcó en 1915.Gavrilo
Princip, que no había cumplido aún 20 años, edad mínima para la ejecución,
recibió cadena perpetua y murió de tuberculosis en 1918.
Ultimátum inaceptable
Ultimátum inaceptable
Pero antes de eso se había desatado el forcejeo
diplomático que condujo inexorablemente a la guerra. Austria-Hungría,
convencida de la responsabilidad serbia, lanzó un ultimátum a Belgrado de
contenido inaceptable, a juicio de los embajadores de Francia y Gran Bretaña.
¿Era responsable el gobierno de Belgrado? No, el plan había sido autorizado por
los servicios secretos del coronel Apis (ejecutado en 1916 por los serbios en
un juicio-farsa). ¿Conocía con antelación el plan el gobierno de Belgrado? Sí.
Hay una prueba decisiva: Belgrado informó a Viena de que existía un
plan para matar en Sarajevo al archiduque. Ese detalle de la información
compartida, conocido décadas después gracias a las memorias de diplomáticos de
la época, no fue divulgado en su momento porque comprometía a los serbios y
dejaba en ridículo al imperio.
¿Se podía haber evitado la guerra? Tal vez sí. El
viejo emperador Francisco José intuía las consecuencias internacionales de una
guerra con Serbia. Pero sus generales y su principal aliado, el emperador
alemán Guillermo, le convencieron de que, pese al complejo sistema de alianzas,
las otras potencias permanecerían al margen o actuarían de forma simbólica.
Finalmente, el emperador declaró la guerra a Serbia el 28 de julio de
1914, mientras el presidente de Francia y el zar de Rusia estaban reunidos
en San Petersburgo. Francisco José dio el paso definitivo hacia el desastre con
una frase cargada de fatalismo: «Si la monarquía debe perecer, que perezca al
menos decentemente». Francia, principal prestamista de Serbia, declaró la
guerra a Austria-Hungría. Rusia se alineó con sus hermanos eslavos del sur.
Alemania acudió en auxilio de Austria-Hungría. Gran Bretaña cumplió sus
compromisos con Francia y Rusia, e Italia se sumó a los imperios centrales. La
decencia con que pereció Austria-Hungría costó 14 millones de cadáveres.
Donde estaba la tienda de comestibles Schiller hay
ahora un pequeño museo que guarda objetos relacionados con el atentado. Casi
todos son falsos. Para conmemorar el centenario se han instalado en la fachada
dos grandes fotos, una del archiduque, otra de Princip. En Sarajevo, donde
apenas quedan serbios (se han trasladado a las montañas de la fantasmagórica
República Srbska) y donde florecen las mezquitas y el integrismo islámico,
gracias a las donaciones saudíes y de otros países musulmanes, molesta la
imagen de Gavrilo Princip. El magnicida de 1914 fue glorificado durante el
mandato del mariscal Tito, la era dorada de Yugoslavia, e incluso
se dio su nombre al puente contiguo al lugar del atentado. Ya no. Tras las
guerras de los años 90, Princip es asociado en Sarajevo con el terrorismo
serbio y el recuerdo del imperio austrohúngaro evoca, en cambio, una especie de
Unión Europea primigenia. El puente vuelve a llamarse Latino y la tumba de
Princip, en el cementerio de San Marcos, está descuidada y sin flores.
«No habrá ceremonias unitarias para conmemorar los
100 años del atentado: Gavrilo Princip es un héroe para los serbios y un
terrorista para los bosnio-croatas y los bosnios musulmanes». Quien hace el
comentario, con cierta pesadumbre, es serbio. Un serbio muy especial. Se trata
del general Jovan Divjak, que dirigió la defensa de Sarajevo entre 1992 y 1996,
lo que duró el asedio serbio. En Belgrado le odian. Él, a cargo ahora de una
ONG que trabaja por la integración educativa, dice que cumplió con su deber.
«Todos tenemos héroes, todos nos sentimos víctimas», comenta, «las cosas no han
mejorado desde 1914 y, en especial, desde las guerras de los años 90. Las tres
grandes comunidades permanecen separadas. Se aplaude a los criminales de
guerra. La administración no funciona. Somos un protectorado y la Unión Europea
no sabe qué hacer con nosotros». Divjak hace una pausa. «¿Sabe cómo lograron
reconciliarse Francia y Alemania? Utilizando el mismo libro de
historia en las escuelas francesas y alemanas. Eso, aquí, de momento es imposible.
Y la historia, está demostrado, tiende a repetirse».
Cronología del magnicidio
La salida.
El archiduque Francisco Fernando
abandona el Ayuntamiento de Sarajevo el 28 de junio de 1914. Minutos antes, a
las 10:10, habían sufrido un atentado fallido con una bomba.
En marcha.
Otro plano del archiduque junto a
su esposa Sofía en el ayuntamiento, que luego se convertiría en una biblioteca.
Las tropas de Karadjic la bombardearon en 1992.
Al hospital.
Pese al atentado, el archiduque
decidió quedarse en Sarajevo y ordenó que le llevaran a visitar a los heridos.
Su decisión permitió que los terroristas atacaran de nuevo.
Los últimos instantes.
Minutos después, Gavrilo Princip se
los topó por casualidad a las puertas de una tienda de comestibles. No dudó en
apretar el gatillo y mató a tiros a los dos.
La escena.
Reconstrucción del asesinato del
matrimonio en La Domenica del Corriere, el dominical del Corriere della Sera,
publicado el 5 de julio de 1914, seis días después del atentado.
El asesino.
Las autoridades arrestan en la
escena del crimen al asesino Gavrilo Princip (en la imagen, a laderecha, con
gorra), hijo de un humilde cartero rural.
La revancha.
Princip fue detenido y golpeado por
la multitud. En los días siguientes se desató un violento pogromo contra los
serbios, precedente de las matanzas en Bosnia del siglo XX.
Capilla ardiente.
El archiduque y su mujer, en
ataúdes abiertos que fueron visitados por la ciudadanía. Su muerte detonó una
reacción en cadena que causó la Gran Guerra.
Juzgados.
En octubre, 17 conspiradores fueron juzgados. A solo tres, se les condenó a
muerte y fueron ahorcados. Princip, que no había cumplido aún 20 años, recibió
cadena perpetua.
http://www.elmundo.es/cronica/2014/06/22/53a5a03c22601d82398b457b.html
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