Alicia Perris
Resulta extraño retomar la escritura y el Arte, y los libros, y el
recuerdo del recuerdo de los conciertos, de las óperas, de las salas líricas
que dejamos atrás por esta nueva pandemia, ligada sobre todo y una vez más, a
la insensatez del ser humano. Los viajes y los murmullos, las palabras, la
gente, se quedaron suspendidos en los sueños. Se han convertido en un latido
sordo, en alguna parte de esos cuerpos ahora atemorizados y amenazados por los
virus, el peor, el del miedo.
Ya nos advirtieron de posibles grandes pestes a escala mundial,
como aquellas reiterativas, del siglo XIV o las últimas, ligadas como suele, a
la contaminación por la falta de respeto y atención al equilibrio de un planeta
en constante expolio, superpoblado y exhausto.
Sorprende ver, sin embargo, cómo la Tierra parece ahora revivir, libre
ahora, en medio de la muerte, y hasta el gran Canal de Venecia tiene peces. Han
bajado dramáticamente las cifras de contaminación en las grandes ciudades
silenciosas, sin luz ni sol, porque la primavera se retrasa en algunos sitios,
recelosa, y apenas se ven siluetas en muchos lugares, habitados por los
fantasmas de lo que quisimos ser y no cuajó. O fuimos…
Faltaría reflexión y arrepentirnos de nuestros atropellos contra el
sentido común, la solidaridad, la atención por el otro, el cuidado del entorno,
vegetal, animal y humano. Pero esta vez tampoco aprenderemos la lección y
volverán a golpearnos las consecuencias de nuestra falta de previsión, de
empatía, de delicadeza, de generosidad.
En “La música como hogar. Una
fuerza humanizadora”, (publicada este año en Siruela, Madrid) la escritora
polaca Alicja Gerscinska bucea en el
universo del pentagrama y cita varias frases que nos permiten ir acotando el
tema de esta breve nota. Y en ese sentido cita al húngaro Sándor Márai, cuando dice, “Uno
no puede ser músico sin consecuencias” o a Nussbaum, que escribió, “la
música es una invitación a la solidaridad” o finalmente a sí misma, cuando
explica, “la música no nos hace santos
pero puede ayudar a comprender mejor al otro”.
Desde estas reflexiones y desiderata, dudosas en estos momentos, están
los que siempre utilizan los peores tiempos del resto de seres vivos o de
ciudadanos compatriotas del mundo, para mejorar su status socioeconómico, para
hacer negocios, invirtiendo en Bolsa, en propiedades, en Arte y…ahora también,
un descubrimiento antiguo pero puesto al día, en instrumentos valiosos. Son un
recurso más del movimiento y conservación del dinero cuando todo se derrumba.
Como el oro, pero más tangible, (se pueden tocar, transportar, comprar y vender
con más soltura), más útil, más evocador,
o con más “charme”.
Como escribe Anna Rousseau,
en Challenges, “Con alza de precios regulares y records, hay violines
excepcionales que se han convertido en verdaderas inversiones, ya que atraen a
mecenas, especuladores y…mafiosos”.
Los Stradivarius, por
ejemplo, nunca fueron económicos y en su época ya se vendían por su fabricante
a 4 luises de oro, lo que no estaba nada mal. Desde aquellos tiempos fundacionales
de los luthiers, el valor de estos
instrumentos preciosos, no ha hecho más que aumentar.
En el Palacio Real de Madrid, hay una colección de Stradivarius,
que de vez en cuando resuenan para unos pocos, generalmente siempre los mismos,
en sus paredes monárquicas, pero como no suele ser “in aperto”, al público habitual, no aparecen crónicas de estos
acontecimientos, raros y exclusivos. De hecho, los Stradivarius Palatinos,
pertenecientes a la colección de la Capilla Real, son un conjunto de cinco
instrumentos de cuerda fabricados por Antonio Stradivari.
La colección está compuesta por el llamado Cuarteto Real, Palatino
o Coral, unos instrumentos decorados y formado por dos violines, un violonchelo
y una viola, más otro violonchelo no decorado. Son propiedad del Patrimonio
Nacional y esta colección, es el
conjunto más valioso de instrumentos antiguos conservados en Madrid.
Hasta mediados del siglo XX, comprar una de estas bellezas era factible
y los mejores solistas podían permitirse hacerlo. Heifetz y Oistrakh tenían
dos o tres Stradivarius, cuyo precio estaba más en relación con lo que cobraban
por concierto. Hoy en día sería necesaria una vida entera de pagos por
actuaciones o un préstamo fuera del alcance de un músico, ni siquiera de uno
con mucho renombre y fama.
Vengerov, conocido
internacionalmente, fue uno de los últimos solistas que pudo comprarse su
propio Stradivarius, el Kreutzer, en
1998, por un millón y medio de dólares. Pero a partir de los años 60, con el
interés emergente de Japón y China y nuevos interesados en estas joyas, el
mercado se disparó. La compra y venta de estos instrumentos se deciden ahora en
los despachos de grandes grupos industriales, magnates o financieros que los
prestan a continuación a famosos solistas como una forma poco elegante, pero
agradecida, de hacerse propaganda.
Se llevan a cabo también robos encomendados por holdings o
personajes anónimos que se han incrementado los últimos 40 años y hay toda una
política y un protocolo en torno a este mercado floreciente y doloroso, que no
excluye al supergrupo LVMH que posee
3 Stradivarius, dos violines y un violoncello y ahora fabrica también, material
sanitario para el virus.
Hay hallazgos musicales que se desvanecieron de la faz de la
tierra, como el Stradivarius Morini,
robado en Manhattan en 1995, o el Colossus,
detraído en Roma, en 1998. El Marien,
por su parte, se deshizo en el aire, como si hubiera firmado su desaparición
Arsenio Lupin, desde una cámara de alta seguridad con todos los servicios de
seguridad funcionando. Muchas veces se roban, se guardan durante un tiempo y
luego se reponen en el mercado negro o salen a subasta en círculos de
conocedores con un precio descomunal.
Christian Bayon, uno de los mejores
luthiers contemporáneos, piensa que esto no alcanzará un techo, ya que un “Stradivarius es más barato que un Warhol o
un Bansky y es un refugio seguro en
un mercado continuamente al alza”. Ya en la época en que la ciudad italiana
de Cremona, desbordaba de fabricantes de instrumentos, se escuchaba el dicho,
“rico como Stradivarius”.
Frente a esta situación, hay también un auge de nuevos luthiers,
cuyos instrumentos suenan en ocasiones tan bien o mejor que los antiguos Guarnieri del Gesù o los Amati. O eso dicen unos para vender y
otros, que los compran, para conformarse. Pero de todas formas, siempre faltará
el mito y el morbo de tener entre las manos algo escaso, inigualable, precioso.
Se trata del propio Bayon, o también de Stefan-Peter Greiner de Bonn, en Francia Patrick Robin, entre otros. Su compra es más plausible y sobre todo
más abordable económicamente. Y habría que señalar el fantástico piano que se
hizo construir no hace mucho el mítico Daniel
Barenboim, al que estuvo paseando por todo el mundo en un sinfín de
recitales.
Y para ir terminando, la recomendación obligada de ver o
redescubrir una película mítica, conocida en los ambientes musicales, “El violín rojo”, dirigida por en Canadá
en 1998 por François Girard.
Producción ambiciosa, filmada en 5 ciudades muy distintas, aborda la
trayectoria de un violín a lo largo de los siglos, pero también el mercado del
Arte y la restauración y el significado que para los fabricantes y los intérpretes
tiene el universo oculto y fascinante de sus instrumentos.
Charles Morritz (Samuel L.
Jackson), protagonista de la película citada, describe al violín como el
matrimonio perfecto entre ciencia y belleza. Se trata de una de las personas
mejor preparadas para apreciar lo verdaderamente sublime que es y, sin embargo,
carece de la riqueza para obtenerlo.
El violín rojo fue un rotundo éxito, cosechando ocho Premios Genie
en Canadá, una nominación al Globo de Oro en la categoría de Mejor película
extranjera y un Oscar a la Mejor banda sonora original compuesta por John Corigliano.
No podían faltar las opiniones de dos grandes intérpretes de estas
obras de arte, que comentan su parecer en relación al vínculo que establecen
con ellas, mucho menos interesado financieramente que el placer de los
potentados avariciosos.
Renaud Capuçon, comenta en una
entrevista, que tenía un Stradivarius que perteneció a Fritz Kreisler, pero que
ya no conserva, porque lo cambió por un Guarnieri del Gesù. “Hace meses tuve
ocasión de cambiarlo por un Guarnieri del Gesù”- dijo. “El Stradivarius es
fantástico y he estado tocándolo durante cinco años que han sido muy
importantes en mi carrera. Pero un banco suizo me compró el Guarnieri y su
sonido me parece sorprendente, muy ‘salvaje’. No podría compararlo con el del
Stradivarius. Es como si me preguntasen si tengo que elegir entre una mujer
rubia o una morena”, exclamó el intérprete francés, sin preocuparse por las
posibles implicaciones que este último comentario podría acarrearle en los
tiempos correosos del MeToo.
Por su parte, su hermano, cellista, Gauthier, habitual de los conciertos en el Auditorio Nacional de
Madrid, cuando había esos encuentros, donde lo saludo cada vez que vuelve con
un programa renovado, confiesa que siempre le hubiera gustado tener un Domenico
Montagnana, alumno de Goffriller,
en el siglo XVIII y que,” probó el Montagnana de Heinrich Schiff, pero su dueño lo vendió con posterioridad…”.
Aparte de estas tenebrosas maniobras a gran escala, en el submundo
internacional del mercado negro y otros,
los instrumentos, los intérpretes y los pentagramas, seguirán siendo, es de
esperar, un acompañamiento y un lenitivo único para las épocas de prueba o de
inenarrables penurias. También de placer y de goce. O como muy bien dijo el
compositor polaco Witold Lutoslawski
(Varsovia, 1913-1994): “la creación
artística puede ser una exploración del alma humana, y los resultados de la
misma suavizan uno de los más intensos dolores del hombre, la soledad”.
Bibliografía:
---WILLIAM E HILL, LIFE AND WORK OF
STRADIVARIUS (DOVER, 1902), SOLISTES, TARISIO.
---https://www.challenges.fr/luxe/la-verite-sur-la-folle-envolee-des-stradivarius_704235#xtor=EPR-1-[ChaActu10h]-20200329
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