La historia prueba
que las teorías conspiratorias son contraproducentes: ni los dioses enviaban la
peste, ni esta causó la caída del Imperio
HARRY SIDEBOTTOM
'La peste en Roma'.
grabado de Levasseur de una obra de Jules-Élie Delaunay.
La peste se
encontraba sellada dentro de una urna de oro en un templo de Babilonia. Un
soldado romano que saqueaba el templo abrió aquella urna y la infección viajó a
Occidente con el ejército en su retirada. Ese fue el origen de la gran peste
antonina (c. 165-180 d. C.) conforme al relato de un autor latino.
Las epidemias no
eran algo desconocido, ni mucho menos, para el mundo antiguo. Se calcula que se
producía un brote serio en algún lugar del área del Mediterráneo cada 10 o 20
años. Dos de esos brotes fueron especialmente severos: la peste antonina y otro
brote que se produjo unos 70 años después (c. 251-266 d. C.), según la
descripción del autor cristiano Cipriano. Algunos comentaristas modernos
afirman que estos dos brotes provocaron la caída del Imperio Romano. Ante el
coronavirus, merece la pena preguntarse si hay algo que podamos aprender de la
experiencia de los romanos.
Volviendo sobre la
peste antonina, el historiador Amiano escribía que esta había “contaminado todo
de infestación y muerte desde las fronteras de Persia hasta el Rin”. Para
nosotros resulta imposible identificar la enfermedad con certeza. Con un cierto
conocimiento, podríamos conjeturar que hablamos de la viruela, pero nuestro
problema reside en la cultura excepcionalmente libresca de los antiguos. Siglos
antes, una peste golpeó la ciudad de Atenas durante las guerras del Peloponeso,
mientras los atenienses se apiñaban tras sus murallas (430-426 a. C.).
Tucídides, que sobrevivió a aquel brote, lo describió con gran detalle, pero no
en unos términos que nos permitan un diagnóstico moderno fiable (la opinión
médica actual se decanta por las fiebres tifoideas). Tucídides estableció un
modelo literario, y a partir de entonces se convertiría en una moda el que todo
historiador clásico incluyese alguna escena con la peste. Aquello fomentaba la
exageración. Pocos autores quieren que el tema del que hablan se tome por poco
importante o secundario. Todas las descripciones posteriores de las epidemias
se basaban en el relato de Tucídides. Galeno, el gran médico de la Antigüedad,
se enfrentó con la aterradora realidad vital de la peste antonina en Roma y la
interpretó y la describió a través del prisma de Tucídides.
Los antiguos tenían
una vaga idea del contagio de la infección de una persona a otra: el ejército
había traído la peste al regresar de Babilonia, pero una explicación mucho más
común era la de un miasma presente en el aire de ciertos lugares. Durante un
brote, el emperador Cómodo (180-192 d. C.) se retiró a Laurentum, un lugar
considerado inmune gracias a la olorosa fragancia de las arboledas de laureles
que le daban nombre a la ciudad. En última instancia, la causa de la epidemia
era casi siempre la ira de los dioses ante el vicio o la maldad del ser humano,
algo que podía ser el sacrilegio de profanar una urna en un templo.
Las diversas
respuestas de los romanos ante la enfermedad no eran de ayuda y solían extender
la enfermedad. Dado que la causa era divina, acudían a los dioses en busca de
protección. “Febo [Apolo], dios intonso, líbranos de la nebulosa llegada de la
peste”: en todas partes tenían este ensalmo escrito en los dinteles de las
puertas. Según Luciano, autor satírico griego de la época, el oráculo lo había
extendido un charlatán religioso. Luciano aseguraba que sus resultados iban en
sentido contrario, porque fomentaba que la gente viviese con descuido y
abandonara cualquier precaución. En el caso de quienes se lo podían permitir,
la respuesta era la huida. Cuando la peste antonina llegó a la ciudad de
Aquilea, los emperadores Marco Aurelio y Lucio Vero se apresuraron a partir
hacia Roma con su gran séquito. Lucio Vero murió por el camino.
Según Cipriano,
cuando la gente empezó a morir en gran número en Alejandría durante el
siguiente gran brote, los cristianos “se arrimaban a ellos, los abrazaban, los
lavaban y los envolvían en sus sudarios”, mientras que los paganos “arrojaban a
los afectados a la calle antes de que hubiesen muerto”. Para pasar sobre el
hecho de que morían tantos cristianos como paganos, Cipriano se regocijaba de
que los primeros ascendían a los cielos mientras que a los segundos se los
llevaban a rastras a la tortura eterna. En Roma, durante la peste antonina, el
pagano Galeno asistió a numerosas víctimas de forma asidua. Entre los
tratamientos supuestamente eficaces que él mismo registra se incluyen la
ingesta de vinagre y mostaza o de tierra de Armenia, beber leche de la ciudad
de Estabia o la orina de un niño.
La causa no siempre
era divina. Florecían las teorías conspirativas más singulares. Durante el
brote que se produjo con Cómodo en el trono, un observador culto e informado
como el senador e historiador Dion Casio —que ocuparía un puesto en el consejo
de dos emperadores— afirmaba que con frecuencia morían 2.000 personas diarias
en la ciudad de Roma y muchas más a lo largo y ancho del Imperio. Estos
infortunados, creía él, “perecían a manos de criminales que impregnaban unas
agujas minúsculas con sustancias mortíferas y recibían un pago por infectar a
la gente”. No se revela la identidad ni la motivación de quien lo pagaba, pero
el lector podría asumir que se trataba del mismísimo y malvado emperador
Cómodo.
Existe un amplio
debate sobre los efectos de la peste antonina y de su sucesora. Algunos
académicos afirman unas tasas de mortalidad que ascienden hasta el 25% o
incluso el 50% de la población, y se citan como prueba ciertos fragmentos de
informaciones aisladas: que Marco Aurelio reclutaba esclavos, gladiadores,
bandidos y bárbaros para sus guerras en el norte, que cayó el número de
personas que pagaban impuestos en una pequeña región de Egipto, que una mina en
los Balcanes cesó su producción…, pero los ejemplos no son muy evidentes. En
lugar de aumentar los impuestos para su guerra, Marco Aurelio vendió en
liquidación los tesoros almacenados en palacio, y podría haber una preocupación
similar detrás de su heterodoxo reclutamiento. En Egipto, o en cualquier otro
lugar, se podría haber aducido una epidemia como justificación para no pagar
los impuestos. Y los efectos tampoco fueron permanentes: el experimento para
surtir las filas del ejército no se volvió a repetir; el número de
contribuyentes en Egipto volvió a incrementarse con el tiempo; la mina de los
Balcanes reabrió 10 años después. Por encima de todo, se ha de recordar que,
tras la segunda peste relatada por Cipriano, el Imperio romano de Occidente
duró otro siglo más, y el de Oriente, más de un milenio.
Ante el coronavirus,
no hay ninguna medida práctica que podamos aprender de la experiencia de los
romanos: beber orina no sirve de ayuda. Pero sí que hay lecciones útiles al
respecto de cosas que debemos evitar: no echarle la culpa del brote a los
demás, a grupos externos al nuestro, tal y como hicieron los romanos con los
persas y con los soldados; no ceder ante las teorías de unas conspiraciones
inverosímiles y descabelladas, como que hay Gobiernos que quieren asesinar en
secreto a grandes segmentos de la población. Tal vez lo más significativo de
todo sea un mensaje de esperanza: la peste no provocó la caída de Roma.
Harry Sidebottom es
especialista en historia clásica y autor de las series de novelas El guerrero
de Roma y El trono de los césares.
Traducción de Julio
Hermoso.
https://elpais.com/cultura/2020/04/07/babelia/1586247782_471052.html
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