viernes, 3 de marzo de 2017

UNA MUJER DIRECTORA AL FRENTE DE UNA LLAMATIVA VERSIÓN FRANCESA DE TANNHÄUSER EN LA ÓPERA DE MONTECARLO

Tannhäuser de Richard Wagner 1813-1883, versión francesa de París, de 1861. Ópera de Montecarlo, 28 de febrero de 2017, bajo el patrocinio de S.A.S. el Príncipe Alberto II

ARTISTAS
Ópera de Monte-Carlo, Director, Jean-Louis Grinda.
Nathalie Stutzmann, dirección artística
Jean-Louis Grinda, puesta en escena
Laurent Castaingt, decorados, iluminación e imágenes
Jorge Lara, vestuario
Stefano Visconti, director del coro
Annemarie Kremer, Elisabeth
Aude Extrémo, Venus
José Cura, Tannhäuser
Jean-François Lapointe, Wolfram von Eschenbach
William Joyner, Walther von der Vogelweide
Roger Joakim, Biterolf
Gilles Van der Linden, Henry
Chul Jun Kim, Reinmar y elenco
Coro de la Ópera de Monte-Carlo Orquesta Filarmónica de Monte Carlo

Una introducción obligada a Montecarlo, esa narrativa diferente
Venir a Montecarlo es una especie de búsqueda del Santo-Grial, de paz y disfrute holístico, poco frecuentes en estos tiempos de tribulaciones de todo tipo, inquietantes cambios políticos y dramáticas circunstancias para miles de personas en busca de refugio huyendo de las guerras. Estamos en pleno cambio de paradigmas.
Mónaco fue siempre un lugar admirado, observado, criticado, por su frágil e incomprendida estructura política y su escueta presencia internacional. Mimado por una climatología dulce y acogedora, en mitad de las fronteras que unen más que separan también Francia e Italia. La Costa Azul, donde se encuentra enclavado, fue refugio para grandes fortunas y piratas en tiempos, pero también para enfermos y disidentes que llegaban a sus fronteras buscando un poco de luz y alguna oportunidad vital. Mónaco tiene el baile de la Rosa, el Rallye de Montecarlo, el Festival Internacional del Circo y los Grimaldi, la casa principesca que siempre le ha imprimido un toque feérico y particular.
Objeto de deseo para una prensa epidérmica y lábil, ofrece al viajero mucho más que las fantasías propias de un pleno en el casino o el descubrimiento de alguna belleza circunstancial que transita por tiendas de primer orden en el imaginario del lujo y el glamour del universo rico. Porque el lugar, verdaderamente hermoso, tiene cualidades que van más allá de las inmensas fortunas que dicen que lo habitan, los yates y el dinero: sus gentes, las realmente locales y los franceses, italianos u otras nacionalidades que te reciben, siempre tienen una sonrisa en los labios o un gesto amable y civilizado. Como todos los que trabajan en el Hotel Métropole, por ejemplo.
Los gritos son aquí poco frecuentes, se susurra más que se habla y los ciudadanos del Principado marcan con exactitud cuáles son las reglas del juego social: educación, saber estar y comedimiento. Aunque a veces se extralimitan las fronteras de las emociones en el encuentro con los otros y entonces es una delicia. Este es un planeta propio que se basta a sí mismo. Aquí se respira y se vive. Las historias convulsas se dejan atrás por un momento. Hay tiempo para mirar a la gente a los ojos, y para entablar cualquier conversación, aunque no dure mucho. Lo justo para que te hagan sentir que estás ahí y que siempre te ven. Un verdadero hallazgo en estos tiempos. No es simple interés comercial, es, lo que en tiempos de mis abuelas, alguien llamaba, sin que yo nunca pudiera comprenderlo del todo, urbanidad, un concepto secular pero perdido para siempre casi en todas partes.

Una noche en la ópera
La ópera de Montecarlo, hermana de la de París y construida también por el arquitecto Garnier, vio la luz en la cercanía del Casino de la localidad en 1879, con la presencia legendaria de la gran Sarah Bernhardt, pero los habitantes del Principado tenían una tradición de afición musical que se retrotraía al siglo XVII, cuando se interpretaban aquí las partituras de Lully.
Así pues, era necesario contar con una sala que albergara a los melómanos que frecuentaban o residían en las tierras de los Grimaldi. Grandes proyectos, también de ballet y los mejores artistas han desfilado por estas paredes barrocas enrojecidas por el terciopelo, con una acústica que podría dar envidia a salas de concierto con pretensiones ficticias, que al final no cumplen los requisitos para una escucha apropiada. 
Esta vez se eligió una ópera de Richard Wagner, insustituible en las programaciones habituales, que tiene mucho que ver con aquella dualidad de la que hablaba Nietszche, filósofo vinculado al compositor alemán, en El origen de la tragedia, es decir, el concepto de dionisíaco y apolíneo. Aunque situada en la lejana Edad Media de los troveros y trovadores, la partitura traduce la búsqueda del ser humano por elevarse desde lo terrenal hacia el cielo, herido por la dualidad ángel-demonio, que siempre lo ha caracterizado.
Tannhäuser se deja invadir por los vapores del opio mientras disfruta en Venusberg, pero tiene la nostalgia de la pureza y lo sublime. Cinco libretistas fueron necesarios para reescribir completamente el texto en francés que se utiliza en esta versión ligada a la tradición romántica de Weber y Meyerbeer, tratando de conseguir lo que el propio compositor definió como la obra de arte total (Gesamtkunstwerk), síntesis de todas las artes visuales, musicales y escénicas. Un territorio sinestésico.


Tannhäuser, en el idioma que se cante y como destaca la directora Nathalie Stutzmann, una de las únicas doce o trece directoras mujeres en el universo musical, contralto y pianista, es poderosa en la textura contrapuntística, la orquestación grandiosa, el intenso cromatismo, la armonía y la presencia de los leitmotivs.
Wagner fue un conocido antisemita, aunque genial compositor, de temperamento egoísta, caracterial y narcisista. En fin, un psicoanalista haría las delicias del público cartografiando una personalidad desbordada, individualista, que aprecia vampirizar a muchos de sus admiradores y fieles, entre los que Ludwig II de Baviera, de trágico final, solo fue uno de los más conocidos. Los grandes cambios personales que dio en la vida se reflejan en una música única, poderosa, tentación habitual y modelo de ciertos dictadores que tenían la nostalgia de una renacida patria alemana.
París era un punto central para los compositores en la época en que esta obra vio la luz, no solo Verdi, sino también Rossini, habían disfrutado en la ciudad, de la fidelidad de un público rendido. La tradición marcaba aquí, que todas las óperas tuvieran un ballet, lo que les permitía a los miembros del Jockey Club, benefactores de la institución operística, llegar tarde a la función pero poder disfrutar de las bellezas de las bailarinas. Wagner dijo, en cambio, que el ballet en Tannhäuser solo podía ir en el primer acto, lo que enfadó mucho a esta cofradía festiva, que acabó abucheando la representación. Muy II Imperio. Un clásico.


Como dice la directora Stutzmann, aquí se encadena la obertura con la continuación, la Bacanal fue reescrita para París en un estilo muy diferente. Hay pasajes del tercer acto, comenta, que se parecen al gran Verdi, cinco o seis compases de Schoenberg y el anuncio de creaciones compositivas como las de Debussy o Chausson, entre otros.
La directora explica lo complicado que es trabajar con las orquestas, hay que convencer, no imponer y es importante el número de ensayos, aunque “los músicos en general aceptan la dirección si perciben una visión coherente. Es un desafío musical y humano y darles el placer de tocar. Es como virus”, sonríe satisfecha. La misión está conseguida porque la agrupación de instrumentos es fantástica y su batuta segura, expresiva, acertada. Conoce la partitura, no solo como directora sino también con la experiencia de una cantante. El coro especialmente el masculino, muy a menudo a capella, a las órdenes de Stefano Visconti, consigue una prestación muy lograda y redonda.


El Tannhäuser de José Cura también consigue sobreponerse al compromiso por primera vez, según comenta el tenor, de cantar Wagner, “no en alemán, que es una lengua especial, aunque el francés también, claro”. Su personaje contiene matices y vocal y teatralmente sale airoso. “Son tres horas y media de un proyecto no solo artístico sino también gimnástico. Enorme, un verdadero desafío”. La dicción de los cantantes cuya lengua materna no es el francés, es, como siempre, mejorable, pero esto es así y hay que ser realista: la perfección se da poco en estos casos y hasta es aburrida.
La Elisabeth de Annemarie Kremer es femenina, convincente, con una voz bella, desenvuelta en escena, unos escenarios y un vestuario sugerentes y creativos donde el color complementa la luminosidad y la pureza a la que aspiran los protagonistas de la obra.
Aude Extrémo podría mejorar su prestación y ponerle más ahínco, trabajar más su rol, para aumentar la química que debería establecer con Tanhäuser, no demasiado fulgurante en su propuesta.



Están acertados y potentes Jean –François Lapointe, William Joyner, Roger Joakim, Gilles Van der Linden y Chul Jun Kim en los papeles de Wolfram, Walther, Biterolf y Reinmar respectivamente. Son profesionales solventes y con experiencia. Hay un buen acoplamiento siempre con la orquesta, el coro y el resto de cantantes. Bien también Anaïs Constant y los cuatro pajes.
El programa de mano está bien pensado y confeccionado, en francés, inglés e italiano y recoge información sobre el Tannhäuser y Wagner, a cargo de Claire Delamarche, las versiones de esta ópera, detalles sobre Franz Liszt  y el torneo de canto del acto II, una cronología de la vida del compositor, una discografía selectiva del músico alemán y las trayectorias de los artistas que participan en esta versión.

Perfecta y grata la atención a esta cronista, por parte del Departamento de Prensa y Comunicación de la Ópera de Montecarlo, que dirige Madame Karine Manglou y asiste Camille d´Antonio .

Rossini escribió: “Wagner tiene momentos maravillosos y terribles cuartos de hora”. No fue el caso en la velada en la Ópera de Montecarlo. En cambio, sí, un homenaje.


Alicia Perris

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