Tannhäuser de Richard
Wagner 1813-1883, versión francesa de París, de 1861. Ópera de Montecarlo, 28
de febrero de 2017, bajo el patrocinio de S.A.S. el Príncipe Alberto II
ARTISTAS
Ópera de Monte-Carlo,
Director, Jean-Louis Grinda.
Nathalie Stutzmann, dirección
artística
Jean-Louis Grinda, puesta
en escena
Laurent Castaingt, decorados,
iluminación e imágenes
Jorge Lara, vestuario
Stefano Visconti, director
del coro
Annemarie Kremer, Elisabeth
Aude Extrémo, Venus
José Cura, Tannhäuser
Jean-François Lapointe,
Wolfram von Eschenbach
William Joyner, Walther von
der Vogelweide
Roger Joakim, Biterolf
Gilles Van der Linden,
Henry
Chul Jun Kim, Reinmar y
elenco
Coro de la Ópera de Monte-Carlo
Orquesta Filarmónica de Monte Carlo
Una introducción obligada a Montecarlo, esa narrativa diferente
Venir a Montecarlo es una
especie de búsqueda del Santo-Grial, de paz y disfrute holístico, poco
frecuentes en estos tiempos de tribulaciones de todo tipo, inquietantes cambios
políticos y dramáticas circunstancias para miles de personas en busca de
refugio huyendo de las guerras. Estamos en pleno cambio de paradigmas.
Mónaco fue siempre un lugar
admirado, observado, criticado, por su frágil e incomprendida estructura
política y su escueta presencia internacional. Mimado por una climatología
dulce y acogedora, en mitad de las fronteras que unen más que separan también
Francia e Italia. La Costa Azul, donde se encuentra enclavado, fue refugio para
grandes fortunas y piratas en tiempos, pero también para enfermos y disidentes
que llegaban a sus fronteras buscando un poco de luz y alguna oportunidad
vital. Mónaco tiene el baile de la Rosa, el Rallye de Montecarlo, el Festival
Internacional del Circo y los Grimaldi, la casa principesca que siempre le ha
imprimido un toque feérico y particular.
Objeto de deseo para una
prensa epidérmica y lábil, ofrece al viajero mucho más que las fantasías
propias de un pleno en el casino o el descubrimiento de alguna belleza
circunstancial que transita por tiendas de primer orden en el imaginario del
lujo y el glamour del universo rico. Porque el lugar, verdaderamente hermoso,
tiene cualidades que van más allá de las inmensas fortunas que dicen que lo
habitan, los yates y el dinero: sus gentes, las realmente locales y los
franceses, italianos u otras nacionalidades que te reciben, siempre tienen una
sonrisa en los labios o un gesto amable y civilizado. Como todos los que trabajan en el Hotel Métropole, por ejemplo.
Los gritos son aquí poco
frecuentes, se susurra más que se habla y los ciudadanos del Principado marcan
con exactitud cuáles son las reglas del juego social: educación, saber estar y
comedimiento. Aunque a veces se extralimitan las fronteras de las emociones en
el encuentro con los otros y entonces es una delicia. Este es un planeta propio
que se basta a sí mismo. Aquí se respira y se vive. Las historias convulsas se
dejan atrás por un momento. Hay tiempo para mirar a la gente a los ojos, y para
entablar cualquier conversación, aunque no dure mucho. Lo justo para que te
hagan sentir que estás ahí y que siempre te ven. Un verdadero hallazgo en estos
tiempos. No es simple interés comercial, es, lo que en tiempos de mis abuelas,
alguien llamaba, sin que yo nunca pudiera comprenderlo del todo, urbanidad, un
concepto secular pero perdido para siempre casi en todas partes.
La ópera de Montecarlo,
hermana de la de París y construida también por el arquitecto Garnier, vio la
luz en la cercanía del Casino de la localidad en 1879, con la presencia
legendaria de la gran Sarah Bernhardt, pero los habitantes del Principado
tenían una tradición de afición musical que se retrotraía al siglo XVII, cuando
se interpretaban aquí las partituras de Lully.
Así pues, era necesario
contar con una sala que albergara a los melómanos que frecuentaban o residían
en las tierras de los Grimaldi. Grandes proyectos, también de ballet y los
mejores artistas han desfilado por estas paredes barrocas enrojecidas por el
terciopelo, con una acústica que podría dar envidia a salas de concierto con pretensiones
ficticias, que al final no cumplen los requisitos para una escucha apropiada.
Esta vez se eligió una
ópera de Richard Wagner, insustituible en las programaciones habituales, que
tiene mucho que ver con aquella dualidad de la que hablaba Nietszche, filósofo
vinculado al compositor alemán, en El origen de la tragedia, es decir, el
concepto de dionisíaco y apolíneo. Aunque situada en la lejana Edad Media de
los troveros y trovadores, la partitura traduce la búsqueda del ser humano por
elevarse desde lo terrenal hacia el cielo, herido por la dualidad
ángel-demonio, que siempre lo ha caracterizado.
Tannhäuser se deja invadir
por los vapores del opio mientras disfruta en Venusberg, pero tiene la
nostalgia de la pureza y lo sublime. Cinco libretistas fueron necesarios para
reescribir completamente el texto en francés que se utiliza en esta versión
ligada a la tradición romántica de Weber y Meyerbeer, tratando de conseguir lo
que el propio compositor definió como la obra de arte total (Gesamtkunstwerk),
síntesis de todas las artes visuales, musicales y escénicas. Un territorio
sinestésico.
Tannhäuser, en el idioma
que se cante y como destaca la directora Nathalie Stutzmann, una de las únicas doce
o trece directoras mujeres en el universo musical, contralto y pianista, es
poderosa en la textura contrapuntística, la orquestación grandiosa, el intenso
cromatismo, la armonía y la presencia de los leitmotivs.
Wagner fue un conocido
antisemita, aunque genial compositor, de temperamento egoísta, caracterial y
narcisista. En fin, un psicoanalista haría las delicias del público
cartografiando una personalidad desbordada, individualista, que aprecia
vampirizar a muchos de sus admiradores y fieles, entre los que Ludwig II de
Baviera, de trágico final, solo fue uno de los más conocidos. Los grandes
cambios personales que dio en la vida se reflejan en una música única,
poderosa, tentación habitual y modelo de ciertos dictadores que tenían la
nostalgia de una renacida patria alemana.
París era un punto central
para los compositores en la época en que esta obra vio la luz, no solo Verdi,
sino también Rossini, habían disfrutado en la ciudad, de la fidelidad de un
público rendido. La tradición marcaba aquí, que todas las óperas tuvieran un
ballet, lo que les permitía a los miembros del Jockey Club, benefactores de la
institución operística, llegar tarde a la función pero poder disfrutar de las
bellezas de las bailarinas. Wagner dijo, en cambio, que el ballet en Tannhäuser
solo podía ir en el primer acto, lo que enfadó mucho a esta cofradía festiva,
que acabó abucheando la representación. Muy II Imperio. Un clásico.
Como dice la directora
Stutzmann, aquí se encadena la obertura con la continuación, la Bacanal fue
reescrita para París en un estilo muy diferente. Hay pasajes del tercer acto,
comenta, que se parecen al gran Verdi, cinco o seis compases de Schoenberg y el
anuncio de creaciones compositivas como las de Debussy o Chausson, entre otros.
La directora explica lo
complicado que es trabajar con las orquestas, hay que convencer, no imponer y
es importante el número de ensayos, aunque “los músicos en general aceptan la
dirección si perciben una visión coherente. Es un desafío musical y humano y
darles el placer de tocar. Es como virus”, sonríe satisfecha. La misión está
conseguida porque la agrupación de instrumentos es fantástica y su batuta
segura, expresiva, acertada. Conoce la partitura, no solo como directora sino
también con la experiencia de una cantante. El coro especialmente el masculino,
muy a menudo a capella, a las órdenes de Stefano Visconti, consigue una
prestación muy lograda y redonda.
El Tannhäuser de José Cura también consigue sobreponerse al compromiso por primera vez, según comenta el tenor, de cantar Wagner, “no en alemán, que es una lengua especial, aunque el francés también, claro”. Su personaje contiene matices y vocal y teatralmente sale airoso. “Son tres horas y media de un proyecto no solo artístico sino también gimnástico. Enorme, un verdadero desafío”. La dicción de los cantantes cuya lengua materna no es el francés, es, como siempre, mejorable, pero esto es así y hay que ser realista: la perfección se da poco en estos casos y hasta es aburrida.
El Tannhäuser de José Cura también consigue sobreponerse al compromiso por primera vez, según comenta el tenor, de cantar Wagner, “no en alemán, que es una lengua especial, aunque el francés también, claro”. Su personaje contiene matices y vocal y teatralmente sale airoso. “Son tres horas y media de un proyecto no solo artístico sino también gimnástico. Enorme, un verdadero desafío”. La dicción de los cantantes cuya lengua materna no es el francés, es, como siempre, mejorable, pero esto es así y hay que ser realista: la perfección se da poco en estos casos y hasta es aburrida.
La Elisabeth de Annemarie
Kremer es femenina, convincente, con una voz bella, desenvuelta en escena, unos
escenarios y un vestuario sugerentes y creativos donde el color complementa la
luminosidad y la pureza a la que aspiran los protagonistas de la obra.
Aude Extrémo podría mejorar
su prestación y ponerle más ahínco, trabajar más su rol, para aumentar la
química que debería establecer con Tanhäuser, no demasiado fulgurante en su
propuesta.
Están acertados y potentes Jean –François Lapointe, William Joyner, Roger Joakim, Gilles Van der Linden y Chul Jun Kim en los papeles de Wolfram, Walther, Biterolf y Reinmar respectivamente. Son profesionales solventes y con experiencia. Hay un buen acoplamiento siempre con la orquesta, el coro y el resto de cantantes. Bien también Anaïs Constant y los cuatro pajes.
El programa de mano está bien
pensado y confeccionado, en francés, inglés e italiano y recoge información
sobre el Tannhäuser y Wagner, a cargo de Claire Delamarche, las versiones de
esta ópera, detalles sobre Franz Liszt y
el torneo de canto del acto II, una cronología de la vida del compositor, una
discografía selectiva del músico alemán y las trayectorias de los artistas que
participan en esta versión.
Perfecta y grata la
atención a esta cronista, por parte del Departamento de Prensa y Comunicación
de la Ópera de Montecarlo, que dirige Madame Karine Manglou y asiste Camille
d´Antonio .
Rossini escribió: “Wagner
tiene momentos maravillosos y terribles cuartos de hora”. No fue el caso en la
velada en la Ópera de Montecarlo. En cambio, sí, un homenaje.
Alicia Perris
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