domingo, 19 de marzo de 2017

CIERREN LAS PUERTAS, POR FAVOR MALEDUCADOS E INSENSIBLES, SE LEVANTAN Y SE VAN DANDO LA ESPALDA A LOS ARTISTAS ANTES DE QUE BAJE EL TELÓN.

Almudena Grandes

En el verano de 2005, yo creía que no me gustaba la ópera. Entonces recibí una invitación para el estreno de una obra singular, que combinaba teatro y ópera alrededor de un mismo texto de Jean Cocteau, titulada La voz humana. Yo ya conocía ese monólogo, y fui al Teatro de la Zarzuela convencida de que disfrutaría tanto de la primera parte del espectáculo como me aburriría en la segunda, en la que una soprano británica, Felicity Lott, interpretaría la pieza que Francis Poulenc creó para convertir el texto de Cocteau en una ópera de un solo acto para un solo personaje.
Cuando se abrió el telón, Cecilia Roth sostenía el auricular de un teléfono sobre una cama revuelta. En eso consiste la obra, en el monólogo que resulta del diálogo telefónico entre una mujer y su amante, el hombre casado, ausente del escenario, que va a abandonarla. El texto, que en apariencia podría parecer monótono pero no lo es en absoluto, refleja el estado de ánimo del personaje, que oscila entre la esperanza y la resignación, entre la desesperación y el deseo, entre la felicidad recordada y el miedo a no recuperarla jamás. Disfruté tanto como esperaba del montaje teatral y resistí la tentación de marcharme después. Entonces sucedió, y fue como un milagro, uno de los pocos acontecimientos sobrenaturales que he llegado a experimentar en mi vida.
LA RECUERDO INMÓVIL, RÍGIDA, CASI HIERÁTICA MIENTRAS CANTABA, Y ME RECUERDO A MÍ, APABULLADA POR LA INTENSIDAD CON LA QUE PERCIBÍA SU ESPERANZA
El telón volvió a levantarse para descubrir a otra mujer que estaba de pie, con un auricular de teléfono en la mano derecha. La música de Poulenc empezó a sonar y ella no se movió un milímetro. La recuerdo inmóvil, rígida, casi hierática mientras cantaba, y me recuerdo a mí, apabullada por la intensidad con la que percibía su esperanza y su resignación, su desesperación y su deseo, la memoria de la dicha que perdía. Felicity Lott cantaba sin moverse un milímetro del sitio, pero a su alrededor giraba un universo completo. “La voz humana” nunca volverá a ser tan humana para mí como en el instante en el que la voz de una mujer sola me conmocionó hasta el punto de erizarme la piel, para convencerme sin discusión posible de que me gustaba la ópera.
Desde entonces he asistido a muchas, tantas como he podido. Algunas me han gustado más, otras menos, con El caballero de la rosa, de Richard Strauss –el compositor que elegiría si me obligaran a escoger un favorito–, lloré más que Julia Roberts en Pretty Woman, pero casi todas me han dado algo, de casi todas he disfrutado. Por eso, cuando se levanta el telón, me quedo sentada en mi butaca y aplaudo, regulo la intensidad de mi aplauso pero no dejo de hacerlo, y me levantó, y grito, y alzo los brazos para aplaudir con más fuerza a los artistas que más me han gustado. Es lo mínimo que puedo darles a cambio de lo que recibo de ellos, una recompensa muy pobre para tanta emoción.
Y mientras tanto, unos seres maleducados, insensibles y groseros, que han pagado las entradas tan caras como yo, que han acudido al Teatro Real por su propia voluntad, igual que yo, que en teoría han disfrutado del espectáculo tanto como yo, se levantan y se van corriendo, como las ratas que abandonan un barco que hace aguas, dando la espalda a los artistas que les saludan desde el escenario. Da igual que la representación haya sido excelsa o mejorable, ellos se van, para ahorrarse la cola del aparcamiento, para encontrar taxis libres en la parada de la plaza, con sus corbatas y sus trajes oscuros, con sus vestidos empingorotados y sus tacones de aguja, se levantan y se van, y yo me muero de vergüenza.
Siento vergüenza propia y ajena, vergüenza por ese teatro que amo tanto, vergüenza por mi ciudad y por la imagen que proyecta, vergüenza por el injustísimo desaire que soportan quienes no merecen otra cosa que la gratitud que expresan los aplausos. Me ponen enferma. Por eso me gustaría pedir desde aquí a la dirección del Teatro Real que, después de cada representación, se cierren las puertas hasta que baje definitivamente el telón.
Ya sé que nada impedirá que los que ahora se marchan corriendo se apelotonen en las puertas, esperando el momento propicio para correr hacia los taxis, pero así, al menos, podrían aplaudir de pie, y no nos avergonzarían a todos los demás.
Cierren las puertas, por favor.


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