Viaje a Bayreuth, santuario del músico alemán, en el bicentenario de su nacimiento
Un polémico montaje del ciclo del Nibelungo enciende los ánimos del festival
Juan Ángel Vela
del Campo. Bayreuth
Un trasunto del monte
Rushmore. / enrico newrath
En Bayreuth, ciudad bávara en
la que Wagner propició la construcción de un teatro de ópera a la medida de sus
enormes inquietudes artísticas, se respira estos días una extraña sensación de
calma. No ha habido ninguna manifestación callejera de protesta en la apertura
del festival, ni siquiera al pie de la verde colina. Los tres edificios más
emblemáticos de la ciudad se encuentran en proceso de restauración: el
bellísimo teatro barroco de los Margrave; la casa Wahnfried, en cuya parte
posterior se encuentra la tumba de Wagner, y hasta parcialmente la mismísima
fachada de la Festspielhaus, donde tienen lugar las representaciones.
Como contraste se ha montado
en los alrededores del teatro una instalación colorista de medio millar de
figuras de Wagner de un metro aproximado de altura, compartiendo espacio en la
colina con una exposición, Los judíos y el festival, de 1876 a 1945. Los
wagneritos,como ya se les conoce, se pueden comprar a 300 euros en una
galería de la zona peatonal y son obra del escultor Ottmar Hörl, especializa do
en este tipo de montajes. De él aún se recuerda la polémica suscitada por sus
“enanitos del jardín”, colocados en Núremberg en 2009, y sobre todo el saludo
hitleriano que confirió a sus figuritas.
Aunque para
controversias, la vivida en Bayreuth con el estreno de una nueva producción de El
anillo del Nibelungo, ópera de unas 16 horas en un prólogo y tres jornadas.
Es la apuesta central del festival. También lo fue en 1976, cuando se conmemoró
el centenario de su estreno completo aquí. Pierre Boulez y Patrice Chéreau
consiguieron artísticamente un espectáculo que ha entrado meritoriamente en la
categoría de lo “histórico”. Esta vez el festival ha optado musicalmente por
Kirill Petrenko. Era una decisión de alto riesgo, pues no en vano desde 2006 el
maestro de ceremonias en esta ópera monumental ha sido el venerado Christian
Thielemann. Para la opción escénica se lleva una década tanteando a
carismáticos directores de cine para esta empresa. Primero fue Lars von Trier,
que renunció después de varios años de estudio; después, Wim Wenders, que
también aceptó el reto.
Al final la responsabilidad de
los últimos Anillos ha sido dejada en manos de dos figuras del teatro de
prosa. Con Tankred Dorst, a partir de 2006, pasaron muy pocas cosas; con Frank
Castorf, quizás demasiadas. Los tiempos de directores más familiarizados con la
ópera como Jürgen Flimm, Alfred Kirchner o Harry Kupfer, responsables de las Anillosanteriores,
han quedado fuera de onda.
Un ensayista tan competente
como Enrique Gavilán ha señalado en su último libro sobre Wagner, publicado en
Akal, que tanto en la tetralogía en su totalidad, como en cada escena concreta,
“el cruce de la situación argumental y la nebulosa musical abre las encrucijadas
donde se encuentran mito e historia, sueño y vigilia, pasado y futuro”. Frank
Castorf, gurú durante muchos años de la Volksbühne en la plaza Rosa Luxemburg
de Berlín, y su equipo dramatúrgico, han encontrado un hilo conductor para su
planteamiento de El anillo en la explotación del petróleo, asociado a
una estética en cierto modo posindustrial y hasta cotidiana en su sentido más
evidente que, por sí misma y acto a acto, va configurando una lectura paralela
de la historia de poder y amor que Wagner presenta en su obra más ambiciosa.
Los ecos de George Bernard Shaw en El perfecto wagneriano, de finales
del XIX desde una perspectiva anglosajona, saltan de entrada a la vista,
especialmente en la reivindicación de El anillo como primer manifiesto
socialista artístico. Castorf juega con ese elemento evocador, con ese cruce de
pasado y futuro, de mito e historia, de sueño y vigilia. Pero lo hace, ay, más
teatral y pictóricamente que en términos de exigencia musical. Eso, y su
necesidad de originalidad, le pierden.
El Anillo de Castorf se
desarrolla en un motel con gasolinera de la mítica Ruta 66 de Estados Unidos;
en una explotación industrial de Azerbaiyán; al pie de un trasunto del monumento
del monte Rushmore en el que las imágenes de los presidentes Jefferson,
Washington, Lincoln y Roosevelt, se sustituyen por las efigies de Marx, Lenin,
Stalin y Mao; en la Alexanderplatz de Berlín antes de la caída del Muro, con
botellas de vodka en los escaparates y una reproducción del reloj del mundo
frente a las entradas de las líneas de metro; en la fábrica química Plaste und
Elaste; y, en fin, en la Bolsa de Nueva York.
No se respeta el orden
cronológico, asumiendo que cada escena, cada situación, es un mundo
independiente. Hay un teatro político de fondo, banalizado por un erotismo
elemental —intento de sexo oral entre Wotan y Erda, por ejemplo— y por varias ocurrencias
que reflejan la impotencia de fondo, como un pájaro del bosque, que parecía
recién traído de los carnavales tinerfeños, con el que Sigfrido tiene su
iniciación sexual, o la presencia de dos cocodrilos fornicando para
complementar el maravilloso dúo de amor entre Brunilda y Sigfrido tras su
primer encuentro. Lejos de aportar pautas de reflexión, estos “hallazgos” no
hacen más que distraer por su acumulación, generando confusión. En paralelo hay
una proyección videográfica interesante, aunque desigual, y permanece en todo
momento una calidad escenográfica excepcional gracias al trabajo impecable del
serbio Aleksandar Denic.
El momento más intenso de la
representación fue el primer acto de La valquiria, gracias a la soberbia
actuación de los cantantes Johan Botha y Anja Kampe. El equipo vocal, muy
arropado por el público, fue discreto, con una Brunilda —Catherine Foster— sin
entidad emocional, y discutibles actuaciones de los personajes de Hagen —Attila
Jun— o Sigfrido —Lance Ryan—. El coro se mantuvo a sus niveles habituales de
excelencia, al igual que la orquesta. El gran triunfador fue el director ruso
Kirill Petrenko, con un trabajo sereno, lleno de matices, sin perder la tensión
un solo instante, poético y analítico en estado extremo. Después del verano se
hace cargo de la Ópera de Baviera en Múnich.
La bronca contra el director de
escena duró 10 minutos de reloj. Bien es verdad que él provocó al público con
gestos insinuantes, llevándose los dedos índices a las sienes o haciendo
alusión al hecho de beber. Como Castorf no se iba, Petrenko tuvo que comparecer
en escena para pedir su momento de gloria para la orquesta. Ni aun así el
director se marchaba. Asistió, salvo a El ocaso de los dioses, la
canciller Angela Merkel, en su localidad de la fila 13 pagada de su bolsillo,
como manifestó Katharina Wagner, biznieta del compositor.
Después de las
representaciones, quedó flotando una inevitable pregunta: ¿cuál es el mejor Anillo
en Bayreuth? Me inclino por el de Hans Knappertsbuch en la década de los
cincuenta con Wieland Wagner en el apartado escénico. Tal vez, el del año 1957
con Varnay, Hotter, Vinay, Windgassen y Nilsson, entre otros. Las de los años
1956 y 1958 son también de nivel superlativo.
Un momento del montaje 'El oro
del Rin'. / enrico Newrath
Antes de terminar, un epílogo.
Recordé la vieja película Aquí hay petróleo, de Rafael J. Salvia, rodada
en los años cincuenta en Turégano (Segovia), con los actores José Luis Ozores y
Manolo Morán, en la que unos estadounidenses afirmaban que se podía extraer el
codiciado oro negro. El petróleo, en efecto, ha sido en las últimas décadas un
símbolo de nuestra civilización. El petróleo de buena ley en este Anillo
ha sido para Petrenko. El enfoque teatral de Castorf se ha quedado anticuado
estéticamente —y hasta éticamente— para un desafío como este. Las voces han
dejado detrás una sensación de crisis. Pero Bayreuth es Bayreuth y Wagner es
Wagner.
Lo mejor será, mientras llegan
tiempos mejores, tomarse una buena cerveza y una cena en consonancia.
Recomiendo cuatro restaurantes de menos de 20 euros: el italiano Sinnopoli, el
griego Plaka y los alemanes Oskar y Wolffenzacher.
Dejad
que los niños se acerquen al genio
De las actividades
complementarias que se están desarrollando estos días en Bayreuth, me permito
llamar la atención sobre un par de ellas. La primera es la exposición sobre Thomas
Mann y Richard Wagner, en la planta baja del Nuevo Ayuntamiento, organizada
por el Museo Richard Wagner. El escritor llegó a afirmar que “la pasión por la
fascinante obra de Wagner acompaña mi vida desde que la vislumbré por primera
vez”. Las cartas y testimonios escritos ocupan una parte fundamental del
espacio de la muestra, pero también se contemplan las relaciones entre los dos
creadores a través de sus obras: La montaña mágica y su vinculación con Tannhäuser,
Doctor Fausto y los lazos que la unen a Parsifal.El juego de
asociaciones es verdaderamente estimulante, convirtiendo el recorrido en una
experiencia excitante desde el punto de vista de convivencia intelectual y
artística.
La segunda llamada de atención
viene de las representaciones de la ópera Tristán e Isolda dirigidas
a un público infantil, en uno de los pabellones cercanos a la Festspielhaus. Se
ha construido un barco de madera, donde se sitúan los espectadores. La versión
dura algo más de hora y media, y en ella las concesiones a la gente menuda son
mínimas: Tristán aparece con caña de pescar y captura un pez, Isolda viene en
el último acto en un salvavidas a apoyarle. El resto del montaje es de una
enorme sobriedad en función de la música. Ello no repercute de ninguna manera
en la concentración de unos niños que siguen el espectáculo embelesados. Esta
iniciativa de Katharina Wagner es el quinto año consecutivo que se celebra. Los
programas de mano están asimismo adaptados a la mentalidad infantil.
El público del futuro
se alimenta con iniciativas como esta.
http://cultura.elpais.com/cultura/2013/08/04/actualidad/1375642321_637143.html
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