El Festival de Pesaro ofrece una
mezcla única de música y otros placeres
El tenor peruano Juan Diego Flórez
triunfa con su Arnold de ‘Guillaume Tell’
Un momento de la
representación del montaje de Davide Livermore de 'L'italiana in Algeri'. /STUDIO AMATI BACCIARDI
Las señas de identidad de un
festival musical no se limitan a su programación. Es de capital importancia el
ambiente que se genera, la atmósfera vital que se respira alrededor de las
actividades. El Festival
Rossini de Pesaro es, en ese sentido, único. No se parece a
ningún otro, con lo que atrae a un tipo de público muy especial. Admiradores de
Rossini, desde luego, pero también del entorno paisajístico, gastronómico y
relajante de la zona donde se enmarca. Pesaro, lugar natal de Rossini, es una
ciudad a orillas del Adriático con una playa rebosante de sombrillas
multicolores. Le Marche, la región donde se ubica, posee un seductor paisaje de
suaves colinas y amplios horizontes que ha sugerido a algunos historiadores
razones o sinrazones de la manera de componer no solamente de Rossini, sino
también de otros músicos de la zona como Spontini o Pergolesi. En Urbino nació
Rafael y en toda la región hay obras pictóricas admirables de Piero della Francesca.
En cuanto al terreno hedonista por excelencia, la gastronomía, y sin entrar en
las creaciones de Rossini al respecto, en la región existen platos tan
atractivos como los tacconi alle fave, una pasta con harina de
habas, o la oca in porchetta. La cocina contadina se puede apreciar
en plenitud en lugares como Montecucco en la población del mismo nombre, en la
demarcación de San Giorgio di Pesaro. Lo más socorrido, sin salir de Pesaro, es
la terraza de Harnold's frente al teatro Rossini, donde oficia de maestro de
ceremonias el simpático Patricio, y goza de buena fama el pescado de La Cozza
Amara, en la zona de los dos puertos. El complemento de la música con las demás
manifestaciones artísticas y ambientales da, pues, a Pesaro un toque especial,
lo que explica en cierto modo el elevado número de espectadores españoles que
frecuenta el festival, y no solamente del sector específicamente musical.
Juan Diego Flórez como Arnold en 'Guillaume Tell'. / STUDIO AMATI BACCIARDI
El espectáculo, estrella de la
edición número 34 del festival, y el único que se ha celebrado en el Adriatic
Arena, polideportivo a las afueras de la ciudad, ha sido Guillaume Tell,
última ópera de Rossini y partitura de enorme dificultad. Ha contado con eltenorissimo Juan
Diego Flórez, que ha salido del desafío tan fresco como una lechuga, gracias a
su portentosa técnica, su dominio del estilo, la belleza de su timbre y su
facilidad para los agudos. El aria, y escena, del comienzo del cuarto acto, fue
sencillamente apabullante. Estuvo acompañado en la representación por cantantes
de mucho fuste como Marina Rebeka, Nicola Alaimo o los españoles Simon Orfila y
Celso Albelo. El joven director Michele Mariotti puso un brío y dinamismo muy
especiales al frente de la orquesta del teatro Comunal de Bolonia, y el
director de escena Graham Vick, con su escenógrafo Paul Brown de principal
colaborador, planteó una solución escénica en una línea conceptual de subrayar
el abismo entre explotadores y explotados, con brillantes ideas y alguna
irregularidad en el desarrollo. No fue un trabajo redondo pero sí de los que
hacen reflexionar.
El momento más emotivo del festival
ha sido, sin embargo, la versión en concierto anteayer de La donna del
lago. El maestro Alberto Zedda sufrió un desfallecimiento en el primer
acto, lo que obligó a parar la función durante media hora, pero se recuperó y
continuó como un héroe hasta el final, realizando una versión tan magistral
como arrolladora. Contó con un reparto vocal del que sacó petróleo de buena ley
y en el que se encontraban, entre otros, la vitalista soprano valenciana Carmen
Romeu y la magnífica mezzosoprano siciliana Chiara Amarù. El éxito fue
apoteósico y a las interminables ovaciones al maestro se unieron cantantes,
coro y orquesta. Inolvidable. A Zedda también se le ha homenajeado con la
edición de un libro sobre los primeros 25 años de la Academia Rossiniana, una
de las manifestaciones fundamentales del festival, y de la que el maestro ha
sido el alma desde el comienzo.
Rossini contagia una enorme
ilusión, desde luego, pero el certamen de Pesaro está sustentado por un rigor
aplastante en su atención musicológica a las ediciones críticas y por una
responsable dedicación didáctica a las nuevas generaciones a través de la
academia. La lista de cantantes y directores que han frecuentado sus cursos es
realmente asombrosa. Por la academia pasó, por poner un ejemplo, la joven
directora de Taiwan Yi-Chen Lin, este año al frente de L’occasione fa
il ladro, reposición del delicioso montaje de Jean Pierre Ponnelle de la
década de los ochenta. Su manera de plantear la obra fue tan ordenada como
elegante.
Disparatada como pocas óperas de
Rossini es L’italiana in Algeri. Disparatada fue asimismo la
dirección escénica de Davide Livermore, quien tras un comienzo prometedor en su
mezcla de cine, divertida publicidad de época y cómic sumió al espectador en un
movimiento colectivo fatigoso. Salió airoso de su debut en Pesaro con esta
ópera el director de orquesta español José Ramón Encinar, con un trabajo muy
bien estructurado y atento a todo tipo de matices, sin caer en ningún momento
en la arbitrariedad rítmica o en el despropósito argumental al pie de la letra.
En el reparto destacó Alex Esposito, cumplió Yijie Shi y no llegó a la altura
del pasado año en Matilde di Shabran Anna Goryachova. En
cualquier caso Rossini resiste a todas las circunstancias, y contagia como
nadie un sentimiento de alegría irresistible. "Melodía sencilla, ritmo
claro", decía él. Qué lucidez.
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