En ‘El rajá blanco’, Nicholas Monsarrat, autor de ‘Mar cruel’, se basó en la historia de James Brooke en Sarawak para escribir una arrebatadora novela de aventuras
JACINTO ANTÓN
Un fotograma de 'El
rey del fin del mundo' (2021), la película sobre James Brooks, el auténtico
rajá blanco.
A veces la vida tiene premios inesperados. Recalé en la librería
Taifa de Barcelona en busca de algún olvidado ejemplar de Mar cruel, la gran
novela de Nicholas Monsarrat sobre la guerra en el mar, que está descatalogada,
para hacerle un regalo a un amigo (no le iba a dar el mío y en internet piden
desde 190 euros, eso sí es crueldad). No lo encontré, pero —voilà el premio—
fui a dar con otro libro del mismo autor, El rajá blanco, en una edición de
Plaza & Janés de 1963 algo baqueteada, como si viniera del Este de Java.
Con ese título y su promesa de aventuras indonesias —era clarísima la alusión a
James Brooke (1803-1868), el histórico rajá blanco de Sarawak, el archienemigo
de Sandokán en las novelas de Salgari—, por no hablar del nombre de Monsarrat,
era imposible que no me hiciera con el volumen. La verdad, habría pagado lo que
me pidieran, incluso con mi cuerpo, pero me costó solo seis euros. Es alucinante
la cantidad de aventuras que puedes vivir por seis euros, que es lo que cuesta un
lote de calcetines de tenis.
Salí de la librería como un zorro de un gallinero, apretando el
tomo contra mi pecho y mezclándose ya por ósmosis los latidos de mi acelerado
corazón con los truenos de las tormentas en el archipiélago malayo, los
cañonazos de los praos piratas en el estrecho de la Sonda y el barritar de los
elefantes pintados de escarlata en los dorados palacios de Borneo.
No sabía que Monsarrat hubiera escrito sobre esas época y zona, de
la que Robert Payne, en su ensayo de referencia The White Rajahs of Sarawak
(Oxford, University Press, 1986) sobre Brooke y su estirpe (1841-1941), anotó:
“Aquellos que no han estado nunca en el Este se han perdido la mejor parte de
la Tierra”; imagino que descartaba la pequeña molestia de los cazadores de
cabezas dayaks y sus incómodos puñales parang y sus cerbatanas. Para mí,
Monsarrat (1910-1979) vive para siempre en el gris océano Ártico, en una helada
corbeta en el centro de un convoy acechado por submarinos nazis de camino a
Múrmansk y Arcángel. Comprenderán mi expectación por ver cómo se desenvolvía en
atmósfera tan diferente. Finalmente, he devorado las 414 páginas de El rajá
blanco casi sin respirar y lo he pasado tan bien que estoy investigando si
queda por ahí todavía algún reino que conquistar o al menos si están libres las
corresponsalías de Sarawak o Mompracem.
El arranque de la novela, tipo El señor de Ballantrae, de
Stevenson, no tiene desperdicio. Es 1850, conocemos a Richard Marriott, retoño
menor de un baronet con extensas posesiones en Gloucester. Mujeriego, exaltado,
jugador y bebedor, orgulloso, susceptible, autodestructivo y pendenciero, el
joven e impetuoso Richard vive una existencia de calavera a la espera de
heredar para seguir con la juerga. Pero al morir el progenitor se encuentra con
que todo pasa a las manos de su hermano mayor, un estirado capitán de la
Armada, y a él su padre, además de un vergonzante secreto, sólo le ha dejado un
globo terráqueo y dos pistolas, dos armas magníficas, eso sí, con
incrustaciones de plata. El chico se lo toma a la tremenda y se marcha dando un
portazo, pero no antes de que su viejo preceptor (un personaje maravilloso) le
sugiera que su padre lo conocía y amaba más de lo que imagina y que su herencia
no es baladí: el mundo y las armas para conquistarlo.
Y ahí tenemos a Richard Marriot (en su apellido resuena el del
famoso capitán Frederick Marryat, marino, aventurero y escritor), en aguas de
Extremo Oriente, convertido en capitán pirata, contrabandista y mercenario al
mando del bergantín Lucinda D (denominado como su antigua novia tránsfuga, al
estilo de la Ethne Eustace de Las cuatro plumas, por cierto el barco de Brooke
se llamaba Royalist) y con sus dos pistolas al cinto, bautizadas Cástor y
Pólux, al frente de una tripulación de desesperados y recalando en una costa
peligrosa para efectuar reparaciones. Es la isla de Makassang, en el mar de
Java, a tiro de piedra de Borneo y tan ficticia como Mompracem (aunque se
adjunta un mapa, para quien quiera buscarla). Y con muy mala fama. “Makassang…
La sola palabra sonaba como una maldición”, escribe Monsarrat, “inmediatamente
sugería peligro y horror; de todas las islas de aquellas aguas era la única que
había que evitar a toda costa”. En el interior, cubierto por la selva, viven
los dayaks, cazadores de cabezas, mientras que la costa septentrional, hacia
Borneo, es un nido de piratas; existe una casta de revoltosos sacerdotes
guerreros que regentan una extraordinaria pagoda y un rajá, Satsang III, que
gobierna con mano de hierro, es un forofo de la tortura y bebe en una calavera.
Una de las costumbres locales es fabricar collares “con los más íntimos órganos
humanos”. La isla, que vive “encerrada en su maldad”, posee oro, plata, perlas,
diamantes, especies y copra (y el caracol afrodisíaco conocido como trepang),
pero a ver quién se atreve a coger nada.
Richard, con casaca robada a un almirante holandés y un arete en la
oreja a lo Corto Maltés, se ve arrastrado en las intrigas de la isla, combate a
los enemigos del rajá sin que nada le arredre (“el mañana le traería las cosas
de la vida que más amaba: la lucha en el mar, el peligro y el oro”, sin olvidar
a la princesa Sunara) y este le nombra heredero y tunku, príncipe. Vamos, que
su carrera sigue los pasos de la del verdadero rajá blanco Brooke, al que ahora
se ha dedicado un filme con Jonathan Rhys Meyers como protagonista, El rey del
fin del mundo (Edge of the World). En la novela hay una mención al personaje,
“pestilente individuo”, dice un agente inglés, y a los quebraderos de cabeza
que da a Gran Bretaña: Richard dice no haber oído hablar de él. Es fácil
encontrar otras referencias, aparte de que la búsqueda de un reino nos lleva,
claro, a los predios de El hombre que quiso reinar, de Kipling. Hay parte del
Jim de Lord Jim, de Conrad, en Richard Marriott, también le llaman tuan (señor
en malayo); Makassang es su Patusán, hay una joven objeto de amor, unas
pistolas significativas (como las de Doramin) y también tiene Richard un
enemigo que es su doble oscuro. Si en la novela de Conrad se trata del
siniestro capitán Brown, aquí es Black Harris, Harry el Negro, “espectro de un
infame pasado”, un filibustero de la peor calaña, con la conciencia de un
tiburón, que capitanea su propio barco, el Mystic, de 16 cañones. “Tener un
enemigo de esta envergadura era casi como tener alguien a quien querer”,
escribe Monsarrat.
No es El rajá blanco, publicada en 1961, la mejor novela de
Nicholas Monsarrat, pues carece de la profundidad shakespeariana y melvilliana
de Mar cruel, y hay momentos de gran violencia y crueldad. Y supongo que habrá
quien detecte en la historia un canto a la supremacía del hombre blanco y a la
empresa colonial y un menosprecio a las otras razas (lo que le ha criticado
acerbamente a Monsarrat el escritor keniano Ngugi wa Thiong’o). Pero, ¡qué
libro! Se ha dicho que toda la aventura se constituye en la frase de Salgari
“el brillo del kriss (la ondulante daga malaya) centelleaba a la luz de la
luna”. Pues eso es lo que hay en El rajá blanco.
Como suele pasar en las buenas novelas del género, las que nos
afectan, podemos ver en ellas no sólo una satisfacción a nuestra sed de
aventuras, sino algo que nos concierne personalmente. En mi caso no diré que mi
padre me desheredara (en Gloucester teníamos más bien poco) y haciéndolo me
convirtiera en pirata y me enviara a pelear por un reino en el Lejano Oriente;
pero es cierto que al dejarle la fábrica a mi hermano mayor y a mí los libros y
los sueños nos marcó un destino a los dos. El Jim de Conrad partió a forjar su
leyenda en Patusán con un revólver sin balas y una edición barata de las obras
completas de Shakespeare. No está mal pensar que también nos podemos mirar en
el ejemplo más exitoso de Richard Marriott, ese Jim sin fatalidad, rumbo a
Makassang con su globo terráqueo y sus dos pistolas. “¡Una ocasión magnífica!”,
escribió en su novela Conrad. “Bueno, sí lo era”, añadió; “pero las ocasiones,
en última instancia, son lo que los hombres hacen que sean”.
https://elpais.com/cultura/2021-09-18/no-hay-mejor-herencia-que-un-globo-terraqueo-y-dos-pistolas.html
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