sábado, 11 de agosto de 2012

EL COLECCIONISMO Y EL MECENAZGO: LOS ROTHSCHILD Y LOS REINACH


BÉATRICE EPHRUSSI, NÉE ROTHSCHILD Y THÉODORE REINACH SE REENCUENTRAN POR EL CAMINO DEL COLECCIONISMO Y EL MECENAZGO



Algunos creen que cuando se tiene dinero, o belleza o talento, todo lo que por esas vías se recoja debe quedar en las manos ávidas de sus poseedores, agraciados a veces sin causa por el capricho y la intemperancia de los dioses o de los ancestros, como creían los griegos.
Otros, a quienes la generosidad toca con sus dedos presurosos, entregan todo lo que han recibido a los demás, o mejor aún, lo comparten para el goce de las siguientes generaciones cuando ya se hayan ido.

Ésta es la historia de tres familias judías, muy distintas en lo formal pero igual de íntegras en la capacidad del don, ese “constructo”, como lo llaman hace tiempo los científicos, que trae de cabeza a los antropólogos y a la vez les abre todas las puertas de las civilizaciones.
Porque dar es estar con el otro, seducirlo y también, cuando todo se acaba, cuando ya ha expirado el reloj de la vida, dejar lo que se tiene y se guarda, como legado para las generaciones venideras.
Ése fue el propósito de Béatrice, de Théodore, de la extinta familia Camondo, que donaron su enorme capacidad de coleccionar, sus objetos, sus obras maestras, sus moradas edificadas a partir del amor y del afecto, al Gobierno de Francia, para todos los ciudadanos del mundo que se acercan a dejarse fascinar por un cuento de hadas que pervive en la memoria y en el recuerdo.


BÉATRICE EPHRUSSI DE ROTHSCHILD




Esta encantadora joven descubrió Cap Ferrat, en la Costa Azul Francesa, a comienzos del siglo XX, en esa estación intemporal y mágica, llena de sugerencias y estímulos que se dio en llamar La Belle Époque.
Cuando ya era propietaria de una lujosa villa en Mónaco, descubrió unos terrenos que también codiciaba Leopoldo II de Bélgica, de triste memoria por su “proyecto civilizador” en el Congo y consiguió arrebatárselos. Durante cinco años se llevaron a cabo trabajos sin fin para que Béatrice, casada y luego joven viuda de un hombre mayor, pudiera recrear un “palazzino” italiano, que recordara las grandes mansiones venecianas del Renacimiento.
Diseñado como un navío, con el Templo del Amor como proa, nueve jardines muy diferentes adornaron e insuflan una existencia renovada a las vistas que los invitados y la propia señora de la residencia tenían sobre el mar, un Mediterráneo azul y cristalino en aquellos tiempos.
Béatrice había crecido en el suntuoso marco del Castillo de Ferrières, donde pasó su infancia y a partir de esa época el coleccionismo se va instalando en ella como una forma de “producirse” con el mundo, como dirían los franceses.

Doce salones distintos, galerías, gabinetes, dormitorios y boudoirs, todo en rosa, su color y su flor preferidos. Una predilección evidente por el siglo XVIII, del reinado Luis XV y Luis XVI y María Antonieta, de la que había conseguido adquirir su particular mesa de whist.
A la muerte de la Baronesa Ephrussi en 1934, la Academia de Bellas Artes del Instituto de Francia recibe su mansión y todos sus enseres en herencia. Cuatro hectáreas de jardines, decíamos, ofrece una vista única sobre la bahía de Villefranche-sur-Mer: el jardín florentino, que esconde un sugerente efebo de mármol, se prolonga arropado por un paseo de cipreses, de lantanas, de senecios y de raphiolepsis. El jardín lapidario tiene gárgolas heredadas de edificios religiosos y civiles y bajorrelieves y una profusión que embalsama la atmósfera de camelias, rododendros, en medio de sorprendentes arriates.

Por la tarde, cuando el sol se desmaya en el horizonte, sobre una línea indefinible de agua, las manos suaves y alargadas de Béatrice redibujan una y otra vez su morada, para prestarle el encanto onírico de lo vivido y lo real, de lo que se ha hecho carne.
Hay también un jardín japonés restaurado en 2003 y uno “exótico”, asaeteado de caminos sinuosos en medio de una impresionante colección de plantas suculentas y cactáceas, formios, aloes, dasylirion y tantas otras especies que el visitante no alcanza a cubrirlas con la vista.
Los aromas y las aguas que bailan al compás de juegos musicales hacen el resto. Este podría ser un reino de hadas incansables y pródigas, llenas de luz.
Siguen los jardines, el provenzal, el francés, la rosaleda, el delicado jardín de Sèvres.
Por dentro, muchas maravillas y un programa de verano de ópera de cámara con conciertos, cenas y “séances” al aire libre.
Béatrice se inscribe en el marco de los grandes coleccionistas de su tiempo: Cernuschi, Jacquemart-André, Wallace, Frick, sin olvidarse de numerosos y llenos de ingenio miembros de su familia, como Edmond y Ferdinand de Rothschild.

En el interior del magnífico edificio, un patio cubierto, donde Béatrice daba sus recepciones, bellas columnatas en mármol rosa de Verona (toujours le rose! ), galerías con bóvedas hispano-musulmanas, bordeadas de balcones.
Un Salón Luis XVI y Luis XV engalanan la residencia, así como los apartamentos de Béatrice, de quien alguien imprudente susurra al pasar sus supuestas inclinaciones sáficas. El salón de porcelanas es uno de los más bellos de la casa, obras de arte donde no escapan la influencia de la Du Barry y la Pompadour, acompañan el conjunto.

Todavía quedan pendientes la reseña de las colecciones, siempre más importantes de lo que el visitante puede fantasear: las esculturas de terracota de Clodion y su atelier, el salón de porcelanas de Saxe, con piezas de Meissen, Berlin, Würburg, la habitación Directorio con un mural original de la época.
El salón de las tapicerías, el saloncito des las “monerías” (Béatrice era una amante irredenta de los animales), la logia florentina, la coqueta habitación de “chinoiseries”, la antecámara y el salón Fragonard, el pintor de Grasse, desenfadado y lúbrico, que fascinaba a Béatrice.

Una mujer que escapa a todas las clasificaciones, muy suya, arropada en la bandera de la creación y la belleza, comparte entorno, a setecientos metros escasos, con otra de las grandes mansiones de otro propietario judío de aquel tiempo: Théodore Reinach y su Villa Kérylos.


LA VILLA KÉRYLOS


Es, como dice Jean Leclant, “un sueño transcrito en piedra, el de los fervientes enamorados de Grecia: el helenista Théodore Reinach y el arquitecto Emmanuel Pontremoli.



Otro marco fuera de lo común, privilegiado: el azul del cielo, la cadencia subyugadora del oleaje, la villa se destaca como una mancha blanca de proporciones armoniosas con algunos trazos púrpuras en los pórticos.
Escriben los expertos del sitio, que “bajo el designio extraño del Alción cantado por los poetas griegos, la golondrina de mar es un retazo de la Hélade en la costa francesa, una evocación de un sitio único en el mundo, imagen deslumbrante-como la Villa de Béatrice- de belleza y de refinamiento”.
No se trata de una residencia “kitsch”, sino de una recreación a partir de las casas de los “aristoi” (los “mejores)” de la antigua Grecia., porque el modelo arquitectónico, su decoración y el mobiliario, fueron escogidos a partir del modelo de las casas de los nobles de la Isla de Delos.Una vez más, por donde se mire y se vaya, la excelencia: mármoles de Carrara, o de Siena, con un jardín, mucho más austero y recoleto, como toda la villa, que el de Madame Rothschild.
Pero dondequiera se pasee, un lugar de meditación y de calma para los que quieran recogerse en el pórtico de la antigua Grecia y sus milagros: acantos, mirtos, olivos y viñas, granados e iris, pinos y cipreses, todos los signos de una cultura efervescente que el mar de la historia deglutió como a tantas otras, dejándonos como consuelo el rastro de su magnificencia y su sabiduría, sus iconos.

Théodore Reinach fue filólogo, arqueólogo, musicólogo, profesor en el Collège de France, miembro de la Academia de las Bellas Artes.  Por otra parte, a su colaborador y ejecutor, el arquitecto Pontremoli, debemos el hálito de la Belle Époque con un irremediable aroma griego que invade el entorno.

En Beaulieu-sur-Mer, se alza la villa Reinach, cuyo sueño da comienzo en 1920. En esa época reinan Kandinsky, Picasso, la Escuela de Nancy y la Secesión. Los europeos están “fous d´Art” (locos por el Arte), como forma de vida, de transgresión, de trascendencia.
Helenista considerado y reconocido, Théodore Reinach (1860-1928), autor de la primera traducción francesa de la República de los Atenienses, niño prodigio, impresiona a sus profesores con su dominio de las matemáticas, la geografía, el dibujo, la historia y las lenguas clásicas.
Théodore y sus dos hermanos, José (historiador, político, secretario de Gambetta) y Salomón (filólogo, director del Museo de Antigüedades nacionales de Saint-Germain –en-Laye), formaban este trío inefable cuyas iniciales “J.S.T”, significaban justamente “Lo sé todo”.
Atrium, claustro, patio, peristilo, por donde el aire y la luz circulan libremente. Los salones de baño (que no de otra forma puede nombrarse a esas estancias) son de un lujo serio, contenido, si eso fuera posible y si no nos distrajeran la profusión de mármoles exquisitos y unos suelos y unas paredes de fábula, irreales.
La austeridad monacal se enseñorea de las habitaciones de Monsieur y Madame Reinach, donde se intuye sin embargo el dejarse ir, el placer y la exaltación del cuerpo y sus fronteras.

Uno de los aspectos más deslumbrante de la villa es el mobiliario, único, ejecutado por el atelier Battenfeld, sobre los dibujos de Pontremoli en maderas olorosas, delicadas pero potentes, con incrustaciones de marfil y aportaciones de cuero aquí y allá.
Y la exhuberancia enmarcada en el buen gusto y la delicadeza.
Los cortinados, las lámparas, los armarios, los techos, los revestimientos de todas las habitaciones, las esculturas helenizantes, las máscaras y los murales en unas paredes que hablan bajito, mientras sus amos sueñan.
La nostalgia por Grecia no es ajena a la época en que Théodore Reinach soñó y diseñó Kérylos. La Emperatriz Sissi se había hecho construir su Achilleion en honor del héroe griego en la Isla de Corfú, refugio habitual de sus escapadas de la corte de Viena, Maeterlinck en su villa Orlamonde en Cap Nice y Jacques de Fersen en su villa Lysis en Capri, aportaron  esa contribución ennoblecida a una Grecia reinventada.


En 1898, Gustav Klimt, el pintor de las mujeres y las cabelleras sin fin, como esas que imaginamos que llevaban las ondinas y las sirenas, elige también un motivo estilizado para la primera exposición de la Secesión, “Teseo y el Minotauro”.
Grecia es la madre de Europa o al menos, concedámoslo, una de sus grandes fratrías y corrientes uterinas.
Escribe Laure Murat que “la Villa Kérylos con todo su rigor formal, aparece como este puente frágil entre la pureza de los Antiguos y la modernidad de su época. Constituir este vínculo, no es, en suma, encarnar un ideal?”




CODA
 Por la tarde, al caer el sol o en las mañanas frescas de la Riviera francesa, la Villa Kérylos y la Villa Ephurssi de Rothschild se derraman y se quiebran en dones para el visitante. La huella y el rumor de los pies de los paseantes se acoplan al murmullo incesante de las olas, tamizadas en el aliento fecundo y agradecido de los dueños desaparecidos. Porque siguen embebidos y preservados en sus moradas. Por eso trascienden, por eso las crearon.

Alicia Perris

No hay comentarios:

Publicar un comentario