El avión se posa con
suavidad en la pista de un aeropuerto escaso, espejo del Jónico entre turquesa,
esmeralda y mágico. Milagros de la tecnología y de la pericia del piloto con su
viejo Macdonnell Douglas. Julio y yo estamos en Corfú, la isla mítica donde
Ulises se encontró con Nausicaa, antes de poner proa definitiva para Ítaca.
Casi más italiana que griega, la antigua Kerkyra estuvo bajo el poder de bizantinos, venecianos e ingleses, que le dejaron un estilo propio y una idiosincrasia que nunca hizo concesiones al Imperio Turco. El Hotel Corfú Imperial, en Kommeno, es un anfitrión burbujeante, poblado de chiquillería, turistas experimentados y jubilados de categoría. Lo dionisíaco se impone a lo apolíneo en los veranos en Grecia, que son calurosos, novelescos y pasionales.
Muy cálidos. Seguimos la ruta de muchos escritores que, como los hermanos
Gerald y Lawrence Durrell y más recientemente John Waller, contaron sus
aventuras reales o fantaseadas sobre la isla. Tal vez por esa razón, en
Kerkyra, como le gusta llamarla a los corfiotas, hay también una Sociedad
Literaria.
El Palacio del Achilleion, en Gasturi, rememora las visitas de la
emperatriz Elizabeth de Baviera, Sissi, que se acercó hasta estos confines para
buscar sosiego y correr en libertad detrás de las criaturas de Homero. El Museo
Arqueológico, el Bizantino y el Asiático, el mejor de Grecia, adornan el ocio
de los despreocupados viandantes, que se dejan caer en los cafés de las arcadas
del Liston, mitad rue de Rivoli en París, mitad Recova de Buenos Aires.
Corfú es un jardín, la isla más fértil y húmeda del país, perfumada, discreta y exclusiva pero a la vez exuberante. En Makrades se pueden oler las mejores especias del archipiélago jónico y en Paleokastritsa, aunque no sean creyentes, los viajeros piden una gracia a la Virgen ortodoxa. El viaje a Paxos y Antipaxos nos reconcilia con el mar.
El barco escora peligrosamente hacia babor, porque los turistas se vuelcan con despreocupación, sobre el lado del barco donde no da el sol, como lagartos perezosos. Camino de Albania, visitamos el sitio arqueológico de Butrinti. Algunos visitantes se quejan de la falta de estética y de limpieza quirúrgica, olvidando tal vez la España de los 50 o los 60. Pero los albaneses están esperanzados y son amables.
Por las noches en el
hotel, la música y la danza griegas nos devuelven a nuestro pasado mediterráneo
de semidioses. La música de Theodorakis, cuando festejan su 80 cumpleaños, se
escucha en todas partes y por un momento, todos nos volvemos a sentir tan
desbordados y enloquecidos como Zorba.
Alicia Perris
Fotos: Julio Serrano
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