"Groussac
o Borges, miro este querido mundo que se deforma y que se apaga en una pálida
ceniza vaga", escribió el autor de 'El Aleph' en 'El poema de los dones'
cuando perdió la visión. "El peor de los pecados que un hombre puede
cometer es ser infeliz", decía el escritor del que se cumplen treinta años
de su muerte. En 1923 publicó su primera obra: 'Fervor de Buenos Aires'
PAULA
ARENAS
Haber
vivido demasiado fue su error; así lo creía el escritor y así lo dijo en más de
una ocasión. Este 14 de junio de 2016 hace treinta años que, en la ciudad en la
que residía: Ginebra, moría el bonaerense Jorge Luis Borges (1899),
completamente ciego, pero fiel a la escritura aunque fuera dictando y a la
lectura aunque fuera escuchando. María Kodama , que había sido su secretaria
personal, fue sus ojos y sus manos. Y también su esposa (se casó con ella por
poderes dos meses antes de morir). La segunda y la última. Con la primera, Elsa
Astete (una viuda once años más joven que él), se casó en 1967 y apenas estuvo
tres años con ella. No se conoce otra relación del escritor. Las mujeres y
Borges o el infortunio de Borges con las mujeres, un capítulo de su vida que
también cuenta, como cuentan todo incluso en mundos de magia y espejos o
espejismos. Mi mayor pecado es no haber sido felizSu infelicidad confesa: «Mi
mayor pecado es no haber sido feliz», algo que le preocupaba sobre todo por una
mujer, su madre, a la que sentía haber defraudado con la ausencia de alegría.
Utopía mayor que la libertad, o más o menos a la misma altura. Para el escritor
el «peor de los pecados que un hombre puede cometer» era el suyo: ser infeliz.
El autor nunca reconocido con el Premio Nobel aunque sí portador del
'apellido': 'el escritor más importante del siglo XX', decía textualmente, y
explicaba así porqué había tantas palabras suyas para juzgar fuera de lo
exclusivamente literario: «Cometí la indiscreción de vivir muchos años».
Polémico, controvertido, difícil, y un adulto que arrastraba al niño enfermizo
que había sido, compensaba aquella debilidad física con una inteligencia tan
brutal como para cuestionar El Quijote del modo que lo hizo. Lo leyó primero en
inglés (tuvo una educación bilingüe, en casa hasta los once años). Cuando lo
leyó en español dijo con bárbara ironía que no le gustaba la traducción
(refiriéndose al original y clavando bien hondo la lanza al caballero). También
aprendió francés y alemán, y además, islandés, para poder leer sin
traducciones. Tras su muerte, su obra ha ganado algo –incluso mucho–, y es que
todo aquello que decía en vida y que enturbiaba sus letras pesa menos y deja
que se lea mucho mejor. Aunque una vez más, es lo habitual en todo creador,
resulta difícil desligar escritor y obra. De hecho su vida es tan determinante
que a causa de la enfermedad heredada de su padre (abogado y escritor
frustrado, decisivo en la escritura del hijo) y que lo dejó ciego en 1955 tras años
de pérdida de la visión, que sin ella no habría sido posible uno de sus mejores
textos, El Poema de los dones, en el que la lección de aceptación de la
tragedia es sólo equiparable a la altura de sus letras: «Nadie rebaje a lágrima
o reproche/ esta declaración de la maestría/ de Dios, que con magnífica ironía/
me dio a la vez los libros y la noche». Poesía que da fe de quién fue y quién
era, dijera lo que dijera a los periodistas a los que durante los últimos años
de su vida recibía casi todas las mañanas en su casa. Cometí la indiscreción de
vivir muchos añosEl 'yo' y el otro, el laberinto, el extrañamiento, la no
cesión y la huida máxima de lo simple y de lo fácil que marcan su obra y su
persona parecen resumidas en aquellos Dones: «¿Cuál de los dos escribe este
poema/ de un yo plural y de una sola sombra?/ ¿Qué importa la palabra que me
nombra/si es indiviso y uno el anatema?» En 1923 publicaba su primer poemario,
Fervor de Buenos Aires, pero no fue hasta los años cuarenta cuando llegó su
entrada en el mundo del laberinto, el espejo, la magia, el otro, la identidad
que se retuerce, el misterio, la fantasía aparentemente inexplicable y sus
obras cumbres. En 1935 publicó Historia universal de la infamia, y tras ella,
la cima: Ficciones (1944), El Aleph (1949) y La muerte y la brújula (1951). De
los años 60 destacan El hacedor (1960) y El otro, el mismo (1964); y de su
última época, cuando escribir ya sólo era posible dictando, y la escritura no
era la misma (no podía serlo), aun sigue sobresaliendo en textos como El
informe de Brodie (1970) y El libro de arena (1975) y los poemarios El oro de
los tigres (1972), Historia de la noche (1977), La cifra (1981) y Los
conjurados (1985). «Groussac o Borges, miro este querido mundo que se deforma y
que se apaga en una pálida ceniza vaga» : no fue pero debía haber sido su
epitafio. Él prefirió el potente If de Kipling.
Ver más en: http://www.20minutos.es/noticia/2771510/0/30-aniversario-muerte-borges/#xtor=AD-15&xts=467263
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