Peggy Guggenheim en Venecia, en 1965. CARLO BAVAGNOLI
Peggy Guggenheim entró como un huracán en el mundo del arte del primer
tercio de siglo XX. Vivió el París del surrealismo, también en Londres, en
Nueva York y en Venecia. Conoció a todos los grandes artistas, 'amó' a muchos
de ellos y acumuló una de las mejores colecciones de arte contemporáneo de su
tiempo.
ANTONIO LUCAS
El padre fue uno de los 1.500 cadáveres que dejó el Titanic a
la deriva. Iba en el pasaje de primera clase. Vestía de impecable y así lo
tragó el mar. Sucedió en la madrugada del 14 al 15 de abril de 1912. En ese
tiempo, Peggy Guggenheim tenía 14
años y una propensión a figurar como la loquita de la casa, dispuesta a
una excentricidad que entre los muy ricos suele ser amortiguada con el invierno
en el mejor internado. Aquella orfandad repentina le soltó aún más las bridas y
en medio de una tropa de zumbados (su madre repetía cada frase tres veces y su
tío Washington tenía por costumbre mascar carbón y puntas de hielo) fue tomando
conciencia del mundo a su manera. Estudió en los mejores colegios, equilibró su
complejo de fea con la exhibición de una energía desbordante y a los 21 años
heredó una fortuna que asumió como lanzadera. Aunque no sabía hacia dónde. Al
rematar los estudios entró a
trabajar en una librería vanguardista de Nueva York. Esa soltura de
ideas de sus compañeros le dio munición para elegir su senda, que iba a ser la
que nadie esperaba.
Descubrió las vanguardias y el gran arte europeo. Bebió el veneno de todo
aquel paisaje nuevo y con la herencia del padre se situó frente a los mejores
pintores del momento como un cazador a conejo parado. Ante el menú abundante de
artistas hizo los baúles y viajó a
París porque allí estaba esa turba de genios que bebía gasolina
hasta explotar. Buscó apartamento en Montmartre y se diseñó un temperamento
bohemio que le llevaba de los talleres de artista a los tabernones de luz
tocinera. Peggy Guggenheim entendió
que el talento no estaba sujeto a ninguna obediencia. Y entonces
saltó con una libertad extrema (libertad de millonario) al centro mismo del
circo del arte, ataviada con una dialéctica de noches locas, apetito de cuerpos
nuevos y un alma de falda corta para arrear contra las convenciones.
A su alrededor armó una galaxia fenomenal de artistas, casi todos pobres
como ratas pero capaces de apurar la vida hasta donde alcanza el límite de la
integridad física. Ella fue una de las mecenas de aquel grupo de gloria. La amante voraz que generó su propia
revolución francesa. Iba dejando a su paso un rastro de rumores y
certezas, de excentricidad, de leyenda, de metralla para el cacareo de las
cenas, también de soledad mal entendida. Y en todo esto indaga la escritora
Francine Prose en una biografía minuciosa de los años más excéntricos de la
dama: Peggy Guggenheim. El escándalo de la modernidad, publicada
por Turner.
Cada gesto, cada capricho, cada adquisición, cada uno de sus flechazos
tenía una sonoridad magnífica. Peggy Guggenheim era el motor de explosión de un
coleccionismo que no sólo acumulaba, sino que vivía por dentro aquello que
coleccionaba: obras, amistades, palacios, hombres, viajes, madrugadas. "Esta mujer nació con la necesidad de enervar
a la gente. O en todo caso, la desarrolló muy pronto. Ese impulso
le resultó útil para abordar un proyecto vital que consistió en mostrar al
público un tipo de arte verdaderamente innovador, y a veces incluso
inquietante", dice Prose. "Su muy personal combinación de procacidad
y de apocamiento, de timidez y de necesidad de llamar la atención, la ayudó a
establecer vínculos entre el ámbito del arte del siglo XX".
Peggy Guggenheim, en 1950, en la terraza de su palacio veneciano a orillas
del Gran Canal. DAVID SEYMOUR
Después del deslumbramiento de París, Peggy Guggenheim regresa a Nueva
York, se casa con Laurence Vail y regresa a Europa. Es 1921. Capri y Roma son
las puertas de la rentrée. Tiene a su primer hijo, Sindbad. Suma para su
jurisdicción a Marcel Duchamp, a Man Ray, a Djuna Barnes, a James Joyce, a
Hemingway, a Ezra Pound... Los viajes, las fiestas, las peleas con Laurence,
los hombres que vienen y van. Los primeros cuadros: Picasso, Modigliani... Los
amigos nuevos: Cocteau e Isadora Duncan. El
mundo estaba por estrenar y nace su hija Pegeen. En medio del furor
abandonaba a su marido por un amante fortuito, como es en ella costumbre.En
esto también consiste llamarse Peggy Guggenheim.
Fatigada ya la energía de París escapó a Londres en los años 30. Allí echó
a rodar su primera galería con parte de la herencia que le dejó su madre al
morir, en 1934. El dinero no se agotaba nunca. La colección crecía. Los deseos también. En 1937
inaugura Guggenheim Jeune. La abrió con obra de Cocteau, después llegó
Kandinsky, y Calder, y Tanguy, y Henry Moore, y Brancusi, y Max Ernst. En el
Londres de preguerra aplicó unas descargas de arte de vanguardia para
sobresalto del respetable. Separada de su primer marido zampa amantes de dos en
dos. El desenfreno es extraordinario. Y
su audacia para mantenerse en pie, admirable. "Cuanto más
sabemos de su vida más sencillo resulta ver cuánto de ese personaje tan
meticulosamente construido responde a la percepción de amigos y amantes que
jamás ocultaron que la consideraban algo simple, tacaña, políticamente ingenua
y egocéntrica", subraya la biógrafa. Pero aun así, Peggy (y su apellido)
desataba admiración.
Cerró la galería, sí, pero su vida está ya cruzada de artistas, de arte, de
espacios de sombra. Le había abierto paso a la vanguardia en Londres y ahora
tocaba plegar. Huyendo de la II Guerra Mundial conoce al pintor Max Ernst en
Grenoble. Dicen quienes les vieron esos días que la pasión era inflamable. Ya
casados marchan a Nueva York. Continúa el desenfreno. Antes había pasado los
últimos tiempos de París adquiriendo una obra al día. "Yo no soy una coleccionista. Yo soy un museo",
decía. Y abre en Manhattan la segunda galería, Art Of This Century. Todo lo que
importaba en la ciudad comenzó a suceder en ese perímetro. El arte
estadounidense rugía con los expresionistas abstractos en cabeza y Peggy, bien
asesorada, abrió los brazos como un Cristo de Corcovado para acogerlos a todos.
Por allí pasaron los de siempre y sumó a la escudería nuevas adquisiciones.
Pollock fue, quizá, la pieza más preciada. Peggy llevaba adosada la polémica,
se metía en trajes imposibles y andaba detrás de unas gafas de sol siderales. Era la mejor obra de sí misma.
La excitación intelectual de Peggy Guggenheim iba a compás de su vida.También de sus complejos. Incluso de sus
tristezas. Y de una prolongada orfandad cubierta de hombres que nunca
pudieron ser el padre que buscaba. En 1947 cerró la galería. Su colección
personal era extraordinaria. Había hecho por el arte más que varios museos
juntos. Emprendió la retirada y regresó a Europa. Se instaló en Venecia.
Adquirió el palacio Vernier dei Leoni, una góndola y varios perros. Desplegó
por la casa buena parte de sus mejores piezas y levantó su santuario abierto a la gente. La Bienal de Venecia
dedicó un pabellón a sus fondos en 1948. Cambió a los amigos muertos por otros
vivos: de Truman Capote a Yoko Ono. En 1960 dejó de coleccionar. Su mundo ya
era otro. Entonces viajó lo que pudo. Quedó huérfana de hija por un pasote de
alcohol y valium. Jamás se recuperó de aquello y, entonces sí, se encerró en
casa. La gran coleccionista. La amante insaciable. La millonaria excéntrica. La
cazadora de arte y de amor a lazo. Murió
el 23 de diciembre de 1979, pero dejó con vida su memoria. A la
manera del poema de Gil de Biedma bien pudo decir: "No leer,/ no
sufrir, no escribir, no pagar cuentas,/ y vivir como un noble arruinado/ entre
las ruinas de mi inteligencia".
http://www.elmundo.es/cultura/2016/06/12/575afafee2704e7e398b4692.html
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