En su palacio toscano, el arquitecto italiano Roberto Baciocchi, célebre
por diseñar las ‘boutiques’ de Prada, ha respetado las huellas del tiempo y se
ha rodeado, ajeno a modas y estilos, de todo aquello que le gusta.
La calidad, reivindica, siempre es la mejor apuesta.
El arquitecto Roberto Baciocchi,
célebre por diseñar las tiendas de Prada, no soporta a los artistas
charlatanes, “esos que hacen un dibujito y alrededor construyen un gran
discurso”, y admite también cierta prevención ante los periodistas que, tras el
disfraz del interés por su obra, intentan sonsacarle cotilleos de la jet-set de Milán. Así que, una vez establecidas las bases
–directos al grano y sin preguntas trampa–, dedicamos esta mañana de primavera
en la Toscana a hablar un poco de todo en la paz interior de un palacio del
siglo XIV que es además su casa. Ahí afuera, el Giro se acerca a Arezzo y los
vecinos han llenado de globos de color rosa las calles que eligió Roberto
Benigni para rodar La vida es bella.
Como enseguida se verá, es fundamental iniciar la conversación con el arquitecto
Baciocchi (Arezzo, 1946) por el principio: “Yo nací en una casa que tenía sus
cimientos sobre un edificio etrusco. Mi abuelo me enseñaba a identificar los
vestigios que iba encontrando al excavar en el jardín. Y para ir a la escuela
pasaba cada día por la plaza Mayor, restaurada por Giorgio Vasari [1511-1574].
Por tanto, todo lo que he ido necesitando para construir mis proyectos –desde
la historia hasta los materiales, pasando por los artesanos– ya lo tenía aquí.
La búsqueda de la calidad es un hecho natural para mí. A veces me preguntan:
‘¿Cuál es su estilo?’. No lo sé. El estilo depende del problema que se deba
resolver. Es un modo de ser, de pensar, de buscar. A mí me gusta hacer cosas
sobre las que pueda transmitir mi cultura familiar, mi cultura como toscano,
que es la búsqueda de la calidad de forma sencilla, yendo al fondo del concepto
de manera rápida, sin grandes discursos alrededor”.
A la izquierda, aparador de madera
de cerezo diseño de Roberto Baciocchi. Sillas de Carl Jacobs de los años
cincuenta. SIMON WATSON
El arquitecto alterna el diseño de las tiendas de Prada y de otras marcas
de lujo por todo el mundo con la recuperación de edificios históricos en la
Toscana, en el resto de Italia y en el extranjero, entre los que sobresale el
palacio donde vive, construido en el siglo XIV, ampliado en el XVI y finalizado
a principios del XVIII. Nada más entrar hay dos cosas que llaman la atención de
inmediato. La primera es la diferencia de la decoración de Casa Baciocchi con
el estilo –sencillo, de líneas puras– de sus templos del lujo levantados en las
calles más caras del planeta. El arquitecto lo explica: “Aquí el título es la
historia, una superposición de intervenciones a través de los siglos. Si uno va
a vivir en un edificio que tiene una historia es porque ama las huellas del
tiempo. El tiempo es muy importante porque permite ver las cosas desde la
distancia justa. Para mí, intervenir sobre un edificio que tiene una historia
es buscar un hilo lógico y luego meter dentro las cosas que convienen, ponerlo
en armonía conmigo mismo y con el volumen del que dispongo. No trato de dejar
huella. Eso lo dejo para los frustrados culturales, para los mediocres. Cuanto
más mediocres son las personas, más huellas quieren dejar”.
El palacio de Roberto Baciocchi en el centro de Arezzo, que es como decir
en el centro de la belleza y de la historia de Italia, llama también la
atención porque, a pesar de la majestuosidad del edificio y del currículo del
dueño como “arquitecto de las estrellas”, dista mucho de ser un escaparate. “Es
una casa para ser vivida. No hay un estilo”, explica mientras enseña la
chimenea que diseñó para un salón, la vieja bandera de un barco japonés que
preside otra estancia o el sencillo herraje que se inventó para sellar la
piedra de la fachada con el cristal de las ventanas. “Solo he puesto juntas las
cosas que me gustan. Yo no necesito mi casa para promoverme a mí mismo”.
Cama con colcha y almohadas de piel
de zorro. La chimenea de cerámica es una pieza de los sesenta de Joe D’Urso. SIMON WATSON
Casi al final de la conversación, el arquitecto reconoce que su ambición no
es “ni dejar huella ni ninguna herencia cultural”, tal vez solo un método, el
de la búsqueda de la calidad de una forma sencilla y auténtica. “La uniformidad
no me interesa”, explica, “tampoco la banalidad. Insisto en la sencillez entendida
como ir hasta el fondo del concepto. De manera rápida. Sin palabrería. Quien no
tiene nada que decir hace grandes discursos, grandes sofismas, equilibrismos
verbales. Y eso, ya venga de un político o de un artista, a mí no me gusta.
Antes de hacer un proyecto tengo que tener claro el objetivo, la filosofía, el
material, el contexto… El proyecto es una aplicación de todo eso. Es así de
simple. No al revés. Yo no hago un dibujito muy bonito que más o menos puede
funcionar y luego construyo un discurso alrededor. A mí hablar mucho no me
gusta. Me gusta hablar mucho con los amigos, en buena compañía, pero no en el
trabajo. Quien habla mucho tiene poco que decir. Y esto en todos los niveles.
No me gusta la política como marketing de uno mismo”.
Para el arquitecto Baciocchi, la
paz de la Toscana es el contrapunto perfecto a su ansia por viajar y conocer.
“Me gustan las grandes metrópolis porque no me aburro nunca. Necesito
dinamismo, estar interesado. Me gusta mucho Tokio, y Pekín más que Shanghái. Me
gusta China porque allí se ve que está sucediendo algo; en el resto, en cambio,
hay una repetitividad. Nueva York ya no es la Nueva York de los años ochenta.
No hay una dinámica como había antes”. Si, en cambio, tuviese que quedarse
varado en una ciudad, sería en Roma: “Es bella porque no es previsible, está
llena de contradicciones”.
http://elpaissemanal.elpais.com/placeres/roberto-baciocchi/
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