Llevo dos días viendo westerns, ese género del Oeste que muchos
espectadores consideran indispensable para quedarse fritos en el sofá después
de comer
CARLOS BOYERO
Fotograma de 'Los profesionales'
Léo Ferré asegura que el silencio nunca telefonea. Como certidumbre
poética es original, pero afortunadamente, en estos tiempos terroríficos, el
teléfono es un transmisor de vida, compañía, miedo, solidaridad, rellena huecos
emocionales, te recuerda que ningún ser humano es un isla, aunque mucha gente
sola se sienta como Robinson Crusoe y sepa que nunca encontrará las huellas en
la arena de Viernes mientras que impere el aislamiento, y si este se acaba es
probable que la mayoría de los perros sin collar sigan más perdidos y
solitarios que la una. Gracias al teléfono, también puede estallar la bendita
risa, lo más terapéutico.
En mi caso, careciendo de esos instrumentos tecnológicos que te
conectan permanentemente con el universo, te saturan con información puntual y
machacona sobre el temible y devastado estado de las cosas, y habiendo poseído
uno excesiva capacidad de adicción a todo tipo de vicios, me niego al enfermizo
y perpetuo enganche con las noticias que sin prisas y sin pausas vomitan las
televisiones.
Prefiero ver ficciones terroríficas como Los pájaros y Psicosis a
que me bombardeen sin tregua desde la tele sobre lo que está ocurriendo en el
mundo real. O sea, información la justa o la mínima sobre la imparable
evolución del monstruo. Con salir a aplaudir emocionado a la terraza a las ocho
de la tarde a los guerreros forzados y admirables que están combatiendo al mal,
otorgando grandeza al concepto de la profesionalidad, me siento lo
suficientemente confortado. Otra parte del tiempo la dedico a seguir las
instrucciones de aquel sabio poema que decía: “Guarda con celo tus mejores
recuerdos y si llegas a viejo, que te sirvan”. También está a punto de saltar
la lágrima con el SMS que me envía una vieja amiga a mi casi agonizante Nokia.
Es un poema de Mario Benedetti. Dice así:
“No te rindas, por favor, no cedas.
Aunque el frío queme, aunque el miedo muerda, aunque el sol se ponga y se calle
el viento. Aún hay fuego en tu alma, aún hay vida en tus sueños. Porque cada
día es un comienzo nuevo. Porque esta es la hora y el mejor momento. Porque no
estás solo. Porque yo te quiero”.
Y hablando de sueños, qué placer tan impagable cerrar los ojos y
poder dormir durante infinitas horas. Hasta el momento, mis eternos somníferos
siguen funcionando. Pero gente querida me cuenta a través del teléfono que
están recibiendo la pegajosa, siniestra e intolerable visita del insomnio, algo
que puede quebrar la resistencia más heroica. Y me cuesta demasiado esfuerzo
concentrarme en la lectura. Y el equipo de música no funciona. Pero lo que no
me falla, como siempre, es la revisión de películas que adoro. Constato que
gran parte de ellas no figuran en las listas de los críticos sobre las mejores
de la historia del cine. No me he engañado jamás en mis gustos. Como para
hacerlo ahora, ante la amenaza del Apocalipsis.
Llevo dos días viendo westerns, ese género del Oeste que muchos
espectadores consideran indispensable para quedarse fritos en el sofá después
de comer. Supongo que tengo necesidad de espacios abiertos, de grandes
horizontes, de jinetes en el amanecer o en la tormenta, de conversaciones
nocturnas al lado de la hoguera en la que se dicen cosas que siempre se
acallaban, historias épicas o de supervivencia, lirismo transparente o
subterráneo. Vuelvo, cómo no, al plano final de Centauros del desierto, con ese
Wayne tostándose bajo el sol del desierto, mudo y cercano en su gesto a la
desolación, sin ya nada que hacer ni que sentir después de haber pasado gran
parte de su obsesiva existencia buscando a la niña que raptaron los apaches,
sabiendo que ya nada le espera, viendo cómo se cierra la última puerta y que,
como el viejo caballero del que hablaba Allan Poe, ha terminado su inútil
búsqueda del Dorado. O escuchando en La balada de Cable Hogue esta conversación
entre el resistente Hogue y el taimado reverendo Joshua Douglas Sloan , después
que la maravillosa puta Hildy se haya largado al amanecer hacia el Este para
encontrar un marido rico. Dice Cable: “Por muchas mujeres que hayas conocido en
tu vida, alguna vez llega una que te toca en lo más hondo”. El reverendo le
responde: “Bueno, no es grave, Cable, supongo que se pasa con la muerte”.
Y acabo el día con este diálogo entre Lancaster y Palance en Los
profesionales. Heridos ambos, antiguos amigos y ahora rivales, en medio de un
desfiladero: “Cuando la revolución acaba, entierran a los muertos y los
políticos empiezan a conjurar. Solo ha sido otra causa perdida. La revolución
es como la más bella historia de amor. Al principio, ella es una causa pura,
pero todos los amores tienen un enemigo temible: el tiempo. La revolución nunca
fue una diosa, nunca fue virgen, siempre fue una puta. Pero sin un amor, sin
una causa, no somos nada. Nos quedamos porque tenemos fe, nos marchamos porque
nos desengañamos, regresamos porque nos sentimos perdidos, morimos porque es
inevitable”.
https://elpais.com/cultura/2020-03-26/espacios-abiertos-para-jinetes-en-la-tormenta.html
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