La literatura tiene en las reuniones festivas uno de sus
dispositivos narrativos más destacados pero, como es sabido, los roces de la
escritura con las celebraciones van más allá de los libros
El sueño de Dickens, de Robert Williams Buss.
CHARLES DICKENS MUSEUM / GETTY
PATRICIO PRON
No existe mejor relato sobre la celebración de la Navidad y las
reuniones familiares que Los muertos, de James Joyce, cuyo protagonista se
sorprende en el transcurso de la noche sintiéndose incapaz de conectar con los
demás, se entera de un viejo secreto de su mujer, reflexiona acerca del modo en
que quienes ya no están continúan habitando en nosotros, ve caer la nieve
“sobre todos los vivos y sobre los muertos”. T.S. Eliot lo llamó “uno de los
mejores cuentos jamás escritos”, pero pocos parecen haber reparado en el hecho
de que también es un correctivo a las visiones edulcoradas del tipo de Cuento
de Navidad de Charles Dickens, con su promesa de redención y su mensaje de que
los daños causados por una economía liberalizada pueden ser reparados por un
solo individuo, como si no fueran el producto de la dimensión más
específicamente social de nuestra existencia.
Dickens contribuyó como nadie a otorgar a la Navidad su forma
actual, pero su Cuento, que en un momento pensó en llamar “una súplica al
pueblo de Inglaterra en favor de los hijos de los pobres”, surtió un efecto
contrario al que pretendía: su tema es la explotación infantil y el trabajo
esclavo, pero el hábito de hacer regalos en Navidad y el consumo irracional y
desmedido que propicia refuerzan más bien ambos fenómenos. Así lo recordaba
este periódico unos días atrás al contar que los proveedores de marcas como
Zara, Nike y H&M siguen negándose a pagar a sus trabajadores, siquiera, el
sueldo mínimo.
La literatura está repleta de fiestas como la que soporta
melancólicamente el protagonista de Los muertos. De la que celebra el
pretencioso y fatuo Trimalción del Satiricón, de Petronio (del siglo I), a,
digamos, la que el vanidoso Fabrizio Ciba enfrenta en Que empiece la fiesta, de
Niccolò Ammaniti (2011); de las que organiza El gran Gatsby de la novela de
Francis Scott Fitzgerald (cuyo título original era Trimalción en West Egg) a la
que celebra don Alejo en el burdel de El lugar sin límites, de José Donoso,
pasando por la Fiesta en el jardín, del relato de Katherine Mansfield, el baile
en Mansfield Park, de Jane Austen, y la cena en el apartamento de la Quinta
Avenida de los Bavardage en La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe (por
mencionar tres textos muy distintos en los que, sin embargo, la celebración
está igualmente atravesada por la política, el dinero, la raza y las clases
sociales), el secreto de las fiestas que persigue el protagonista de la novela
de Francisco Casavella es que estas parten de una premisa casi conceptual:
reunir a un puñado de personas con intereses y antecedentes distintos y a
menudo contradictorios y observar qué sucede cuando estas dejan de lado las
convenciones sociales gracias al alcohol, el aburrimiento, la desinhibición o
la atracción por los extraños. Estudiar el comportamiento humano bajo su
influjo, como hacen Marcel Proust en la velada musical de la marquesa de Saint-Euverte
de Por el camino de Swann y Bret Easton Ellis a todo lo largo de Menos que
cero, es una pésima idea (es decir, una idea magnífica para escribir sobre
ella), y esa es la razón por la que la literatura tiene en las fiestas uno de
sus dispositivos narrativos más destacados.
Pero los roces entre literatura y fiesta son algo más extensos y
van más allá de los libros. Los Fitzgerald y Evelyn Waugh fueron anfitriones de
fiestas memorables. Pablo Neruda organizaba las suyas al detalle. La musa
sedienta, el clásico de Tom Dardis sobre los escritores norteamericanos y el
alcohol, está repleto de ellas. Durante más de 50 años, Adolfo Bioy Casares
recibió a Jorge Luis Borges prácticamente a diario. Norman Mailer solía
terminar las fiestas a las que asistía con una pelea a golpes. El escritor
estadounidense Sherwood Anderson murió de peritonitis después de tragarse en
una el mondadientes de un canapé. Y Maxwell Bodenheim, conocido como el rey de
los bohemios del Greenwich Village, prolongó varios meses su asistencia a una
que dio William Carlos Williams en su casa fingiendo que se había roto el brazo
(pero Williams era médico y, después de examinarlo, lo echó de su casa).
2021 marcó el quincuagésimo quinto aniversario del famoso Black
& White Ball, que Truman Capote orquestó en el hotel Plaza de Nueva York el
28 de noviembre de 1966 para celebrar el éxito de A sangre fría y su ingreso en
la alta sociedad neoyorquina; pasó casi medio año preparándolo todo, los
últimos tres meses conformando la lista de invitados. Entre los que estuvieron
finalmente, Andy Warhol, el duque y la duquesa de Windsor, Marianne Moore,
Frank Sinatra, Candice Bergen, Harry Belafonte, la princesa de Jaipur, Lee
Radziwill y Mia Farrow, pero la mascarada fue el comienzo del fin para Capote,
quien vería cómo sus antiguas amistades le daban la espalda menos de 10 años
después, cuando publicó sus inopinadas y escandalosas Plegarias atendidas.
Uno de los rasgos más salientes de las fiestas es que suelen
comenzar mal y terminan peor, no importa si estamos rodeados de desconocidos o
en compañía de miembros de nuestra familia. En el primero de los casos, lo
hacen cuando el entusiasmo o el aburrimiento muestran su verdadero rostro y
volvemos a casa, solos o acompañados. En el segundo, cuando las tensiones y los
roces inevitables en el trato con personas que nos conocen y a las que
conocemos más de lo que desearíamos ya han estallado y dan paso a un
fingimiento de reconciliación que nos deja exhaustos.
Vamos a las fiestas porque en realidad no tenemos tiempo que perder
y sentimos la necesidad impostergable de engañarnos al respecto. De hecho, no
es raro que en los relatos sobre fiestas alguien muera al final; o, como en el
caso de Trimalción, escenifique su muerte: en algún sentido, todas las fiestas son
la que narra Edgar Allan Poe en La máscara de la muerte roja, cuyos personajes
permanecen recluidos creyéndose a salvo de la plaga. “La vida imita al arte”,
afirmó Oscar Wilde, pero, como muestran los libros de Alan Riding y Robert
Hewison acerca de la vida artística y las fiestas literarias en París y Londres
durante la Segunda Guerra Mundial, es cuando las razones para celebrar más
escasean cuando hacerlo nos parece más necesario.
https://elpais.com/cultura/2021-12-27/memorables-fiestas-literarias-dentro-y-fuera-de-la-pagina.html
ARTSY