EDITAR "GUERRA Y PAZ", MARIO MUCHNIK
Un adelanto del libro en el que Mario Muchnik narra el viaje personal que lo llevó a traducir y editar de nuevo el clásico de Tolstói.
La editorial Gris Tormenta acaba de publicar Editar «Guerra y paz», de Mario Muchnik, sexto título en su colección Editor, dedicada a memorias y ensayos sobre el backstage literario. El libro es un diario de trabajo sobre la relación épica entre la vida de un editor y una obra de la literatura universal. El autor narra el viaje personal, de toda una vida, que lo llevó a traducir y editar de nuevo el clásico de Tolstói, una aventura que le tomó cinco años. Junto al prólogo de Ida Vitale, galardonada con el Premio Cervantes 2018, este libro muestra al lector esa fascinación por el universo literario del gran escritor ruso. Por cortesía de la editorial, compartimos el siguiente fragmento.
Fue a mediodía, en
nuestro comedor de la calle Ayacucho, número 1822, en pleno barrio Norte de
Buenos Aires, cuando mis padres tuvieron una conversación crucial en mi
presencia.
—Yo creo que el
chico ya está maduro para La
guerra y la paz —dijo mi madre.
—Hmmm… —dijo mi
padre, cuya opinión sobre las inclinaciones literarias de sus dos hijos
favorecía claramente a mi hermana menor, Nora—. Hmmm… ¿Vos creés?
—Está leyendo un
montón de libritos sobre temas científicos, Cazadores de microbios, la biografía de madame Curie, qué sé yo. Es hora
de que se enfrente con algo más serio. Yo creo que ya es un grandulón y tendría
que probar.
—Si me dijeras Nora,
sí, aunque solo tiene siete años. Yo veo cómo se divierte con las obras de
Molière, que leemos juntos cada noche. Mario no tiene paciencia, le gustan los
aviones…
Siguió un silencio
que interpreté correctamente: mi madre se saldría con la suya y yo tendría que
hacer frente a los siete tomos de la novela de Tolstói. A mis catorce años.
Eran siete tomos que
me parecían grandes, aunque lo único de que puedo dar fe es que las cubiertas
eran amarillas; y recuerdo bien el papel, grueso pero liviano y esponjoso, y
los bordes de las páginas, abiertas en primera lectura por el cortapapeles de
mis padres. Creo recordar la negrura de las letras, bien legibles para mí y,
hoy lo intuyo, fruto de un buen taller tipográfico. Los márgenes eran generosos
—así los recuerdo— y la encuadernación, cosida, muy firme, no exigía
misericordia alguna. El lomo era dócil y la mezcla de los aromas del papel, de
la cola y de la tinta inspiraba respeto a la vez que deleitaba.
Mis amigos mexicanos
me dicen que se trataba seguramente de la edición de Porrúa, que ellos
coinciden en que era en siete tomos aunque, contrariamente a mi recuerdo, no
grandes, sino más bien «normales». Quizá no fuera la de Porrúa.
No tardé en quedar absorto en la lectura.
Siete años más
tarde, residiendo en Columbia, la universidad de Nueva York en donde me hice
físico, descubrí The Brothers
Karamazov, en la traducción al inglés de Constance Garnett. La calidad
de esta traducción, de la que no fui consciente entonces, hizo nacer en mí la
adicción a la literatura rusa.
Un día descubrí en la librería de la universidad War and Peace, también traducido por Garnett. Fue mi segunda lectura de la novela de Tolstói y experimenté un sacudón inesperado: ¿era la misma novela que había leído a mis catorce años? Aquellos siete tomos de mi infancia estaban perdidos para siempre y no podía comparar las versiones. Escenas enteras me parecían nuevas, como así el humor de muchos diálogos y la precisión en los relatos estratégicos y en las descripciones de los campos de batalla, los salones y los personajes. ¿Qué había leído yo siete años antes? Nunca pude aclararlo. Sí puedo decir que, en la traducción de Constance Garnett, esa última parte en donde Tolstói da rienda suelta a sus teorías sobre la Historia me resultó, a mis veintiún años, extraordinariamente interesante. Estábamos en 1952 en Estados Unidos, donde el senador Joe McCarthy sembraba el miedo y la gente recelaba del prójimo exactamente como Arthur Miller lo pondría en escena al año siguiente en Las brujas de Salem. El vigor con que Tolstói condena a los personajes históricos con nombre y apellido tenía todo lo necesario para contrarrestar en mí ese recelo. Me ayudó mucho en cambio a recelar de quienes recelaban y, con ello, a ir forjando mis propias opiniones sobre el momento que vivíamos en Nueva York. Me permitió relativizar las ventajas de estudiar en esa ciudad y me alentó en mi decisión de dar un vuelco y volver a Buenos Aires para, luego, dar el salto definitivo a Europa.
No volví a
leer Guerra y paz —como
comencé por entonces a llamar la novela, en lugar de La guerra y la paz— hasta más de
veinte años después, en la Italia de los setenta. Fue en la edición de
Gallimard con la traducción francesa de Boris de Schlœzer, cuya primera
sorpresa fue para mí que los personajes hablaran tanto en francés —«en français
dans l’original», se aclaraba a pie de página. La edición mexicana, que yo
recordara, no tenía nada en francés: la traducción de Constance Garnett lo trae
todo en inglés. Ahora, en la edición de Gallimard, las primeras palabras, en
cursiva para indicar que así está en la versión original del propio Tolstói,
eran:
—Eh bien, mon prince! Gênes et Lucques ne sont plus que des
apanages de la famille Buonaparte! Non, je vous préviens que si vous ne me
dites pas que nous avons la guerre, si vous vous permettez encore de pallier
toutes les infamies, toutes les atrocités de cet Antéchrist (ma parole, j’y
crois), je ne vous connais plus, vous n’êtes plus mon ami…
Etcétera, etcétera,
etcétera. Hablaban en francés esos personajes. ¿Por afectación? Mis amigos
filólogos me señalaron que en la época el francés era la segunda lengua en
Rusia, pero para mí no era «normal» que dos rusos se hablaran en francés, como
no lo podría ser que se hablaran en francés dos italianos o dos españoles.
Pero no fue esa la única sorpresa. Esta vez, a mis cuarenta bien cumplidos, viví (más que leí) los vericuetos del alma de los personajes —la bondad innata de Pierre Bezújov en su búsqueda espiritual, la ingenuidad encantadora de una Natasha Rostova que descubre el amor, el despiadado tormento interior del príncipe Andréi Bolkonski, la pasión ardiente de Napoleón por el poder. Y comprendí algo más: la novela no había cambiado en mis tres lecturas, era la misma novela. Quien había cambiado era yo. Era yo quien, en cada lectura, descubría un nuevo libro, escondido bajo las mismas palabras. Y tuve la extraña sensación de que Guerra y paz no era uno, sino varios, quizá muchos libros, todos contenidos dentro del mismo texto de Tolstói.
Mi cuarta lectura de
la novela tuvo lugar en Madrid, en 1998. Esta lectura volvió a ser en inglés,
pero en la traducción de Louise y Aylmer Maude editada por Oxford University
Press por primera vez en 1922 y, en versiones revisadas, reeditada diez veces,
la última, según consta en el tomito primoroso que tengo ante mis ojos, en
1965.
¿Y qué me aportó
esta cuarta lectura? Emoción sin fin. Es posible que la edad reblandezca a la
gente, pero me veo una madrugada de mediados de 1998, preparándome a las seis
de la mañana un café en la cocina de mi casa y con el corazón partido, no por
la muerte, sino por las últimas palabras del viejo Bolkonski a su hija, la
princesa María, a quien le pide que se ponga el vestido blanco, porque le
sienta bien. O por el deambular de Pierre en las calles de Moscú ocupada. O por
el vigor con que Nikolái Rostov lidia con la sublevación de los siervos.
Y por la descripción
de los hombros desnudos de Elena, la primera mujer de Pierre. Y la de la
batalla de Borodinó. Y la de las borracheras de la juventud dorada en San
Petersburgo. Y la de la estepa nevada durante la noche. Y la de la inolvidable
declaración de amor del príncipe Andréi a Natasha —él, solo en el centro del
gran salón de baile de los Rostov, oscurecido; ella que entra, se le acerca y,
casi sin dejarle decir una palabra, se pone en puntas de pie y le dice: «¡Sí,
sí!».
El café me supo a
gloria, esa mañana de mediados de 1998 y, con el espíritu transido, tomé la
decisión: editaría Guerra y paz.
***
Mario Muchnik (Buenos Aires, 1931) es una de las grandes figuras de
la edición contemporánea en español. Su proceso de trabajo artesanal e incisivo
le permitió conocer el tras bambalinas de casi todos los escenarios editoriales
que existen: dirigió Seix Barral, luego Anaya & Mario Muchnik; tradujo al
español a Elias Canetti, Italo Calvino y Susan Sontag; fundó dos editoriales
independientes y escribió varios libros sobre la mente, la formación y el
contexto del editor de cambio de siglo —Editar «Guerra y paz» es uno de estos títulos.
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