Una nueva biografía del
escritor estadounidense indaga en su identidad sexual, que contrasta con la
sobreactuada virilidad que cultivó en su obra literaria y de cara al público
ÁLEX VICENTE
Ernest Hemingway, en 1953.
EARL THEISEN (AP)
A Ernest Hemingway
(1899-1961) le volvían loco el boxeo, la caza, la pesca y las corridas de
toros. Participó en tres guerras distintas, de las que regresó como un héroe.
Exploró el continente africano, donde participó en numerosos safaris. Y trató a
las mujeres con la crueldad y violencia conocidas. Se creó, en definitiva, un
personaje a medida, con el que encarnó un paradigma de virilidad durante el
siglo pasado. También en su obra dejó atrás el gusto por el lirismo, las
metáforas y la adjetivación del modernismo literario. Prefirió adoptar un
estilo más varonil, fundamentado en frases breves y contundentes como
puñetazos. Esa fue su imagen pública hasta el final de sus días. La privada, sin
embargo, era algo distinta. Lo dejó dicho Zelda, la inestable pero lúcida
esposa de Scott Fitzgerald, autor de El gran Gatsby: “Nadie puede ser tan
varón”.
Una nueva biografía, a
cargo de Mary V. Dearborn, publicada por la editorial estadounidense Knopf en
verano, confirma la inseguridad que Hemingway sentía respecto a su identidad
sexual. “Eso fue parte de lo que lo destruyó al final de su vida”, apunta
Dearborn, la primera mujer que se ha enfrentado al reto de condensar la agitada
existencia de Hemingway, tras haber dedicado sendos volúmenes a otros hitos de
la masculinidad literaria como Norman Mailer y Henry Miller.
Esta biografía de 750
páginas examina todos los aspectos de su vida y obra, aunque es su estudio de
las cuestiones de género lo que la distingue de sus antecesores. El libro
revela la fascinación del escritor por la androginia y sus fantasías sexuales
con los cortes de pelo: solía pedir a sus compañeras que lo llevaran lo más
corto posible, mientras que él se lo dejó crecer y llegó a teñírselo de rubio y
caoba (cuando le preguntaban qué había sucedido, respondía que era culpa de los
rayos de sol). Al regresar de su segundo viaje de África, el autor insistió en
perforarse las orejas. “Llevar pendientes tendría un efecto mortífero para tu
reputación”, tuvo que disuadirle su cuarta esposa, la periodista Mary Welsh.
¿Fue Hemingway un
homosexual reprimido? “La respuesta corta es no”, contesta Dearborn. ¿Cuál
sería la larga? “Fue indudablemente queer [de género ambiguo]. Superó, si se
quiere, el hecho de definirse como gay. Dio la vuelta a las expectativas que se
tenían sobre la identidad y el comportamiento de hombres y mujeres”, añade.
Recuerda también que en su novela póstuma e inacabada, El jardín del Edén, el
alter ego de Hemingway, un escritor llamado David Bourne, pedía a su mujer que
se cortara el pelo y luego lo sodomizara con un consolador, ejercicio que el
propio Hemingway habría practicado con Welsh. Para Dearborn, esas fantasías “no
hablaban de homosexualidad ni de travestismo, sino de adoptar el rol femenino
durante el acto sexual”. Hemingway se habría adelantado así a esa fluidez de género
que hoy llena todas las bocas.
Antes de asentarse en
París, Pamplona, Cayo Hueso y La Habana, Hemingway nació y vivió hasta los seis
años en una residencia de tres plantas y estilo victoriano en el barrio de Oak
Park, en la periferia de Chicago, que el escritor solía definir como “un lugar
de jardines anchos y mentes estrechas”. En él se halla un pequeño museo
dedicado a su memoria, en la misma calle arbolada donde se encuentra su casa
natal. En el interior del museo se expone una caricatura dibujada para Vanity
Fair, en 1933, en la que Hemingway aparece vestido con un taparrabos y
echándose crecepelo en los pectorales. En otra vitrina figura una foto del
escritor de bebé. Aparece vestido de niña, algo habitual a comienzos del siglo
XX, cuando se vestía así a los retoños durante su primer año de vida. Salvo que
su madre, una pintora y cantante de ópera llamada Grace, decidió prolongarlo
bastantes años después. De hecho, crio a Hemingway y a su hermana Marcelline,
18 meses mayor, como si fueran gemelos, y los vistió indistintamente como si
ambos fueran niños o niñas, según su humor.
Trauma
Para Hemingway, ese
capítulo sería un gran trauma que terminaría provocando una ansiedad que
desembocó en su sobreactuada virilidad, según la biografía que Kenneth S. Lynn
publicó en 1987, que permitió alterar su imagen pública y también abrir su obra
a nuevas interpretaciones. Cuando se releen las novelas y cuentos de Hemingway,
ganador del Nobel de Literatura en 1954, sobresalen menos los superhéroes y más
los hombres inseguros. Igual que el protagonista de La breve vida feliz de
Francis Macomber, avergonzado de haber salido corriendo cuando intentaba
disparar a un león en un safari, muchos de ellos intentan alcanzar un ideal de
masculinidad imposible.
Otro de sus biógrafos, Paul
Hendrickson, autor de Hemingway’s Boat, sobre el apego del escritor por una
barca a la que bautizó como Pilar, no cree que esa hombría superlativa y casi
paródica pueda ser vista como una actuación de cara al público. “La
hipermasculinidad fue una parte de lo que él era. Fue real y auténtica. Tal vez
fuera una máscara conveniente para su ego, pero no era fraudulenta”, asegura
este profesor de la Universidad de Pensilvania y antiguo periodista de The
Washington Post. “Creo que fue heterosexual, aunque con muchos sentimientos
contradictorios respecto a su género. Nunca he encontrado la más mínima prueba
que sugiera que se sentía atraído por otros hombres”.
Hendrickson también
describe su difícil relación con su hijo menor, Gregory, que practicó el
transformismo toda su vida y terminó cambiándose de sexo a los 63 años. Murió
con el nombre de Gloria en una cárcel para mujeres en Florida, en la que acabó
por practicar exhibicionismo en la vía pública. Una vez, cuando era pequeño,
Hemingway lo sorprendió probándose las medias de su madre. Más tarde le diría:
“Tú y yo venimos de una extraña tribu”. Para Hendrickson, Gregory/Gloria llevó
a la práctica lo que su padre solo admitía en su fuero interior y en algún
texto clandestino. “Por eso existía una relación de amor-odio entre ellos”,
sostiene. Dearborn dice que ese fue el calabozo del que nunca lograría escapar:
“En un mundo mejor, Hemingway se habría perforado las orejas”.
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