El Congreso de EE UU se plantea recortar los poderes presidenciales
ante el pavor que suscita una decisión presidencial incontrolada. Trump quiere
erosionar el acuerdo con Irán
LLUÍS BASSETS
Activistas protestan
en una campaña internacional para la abolición de las armas nucleares del 13 de
septiembre de 2017 en Berlín. OMER MESSINGER GETTY IMAGES
Del loco al imbécil. Este es el paso que hemos dado en los nueve
meses que lleva Donald Trump en la Casa Blanca. La teoría del loco,
inicialmente utilizada para Trump, fue un invento de Nixon durante la guerra de
Vietnam: nada sería más disuasivo para el enemigo que la idea de que el
presidente es un loco irrefrenable, dispuesto a barrerle del mapa a bombazos
aunque no hubiera motivo. La teoría del imbécil es, en cambio, de Rex
Tillerson, el actual secretario de Estado y se refiere a su patrón, Donald
Trump, con el que se ha enfrentado y de quien piensa que no tiene conocimientos
ni inteligencia, ni siquiera madurez suficiente como para controlar el arma
nuclear que tiene en sus manos. Es decir, es un “fucking moron”, un “jodido
imbécil”, según aseguró irritado el 20 de julio tras escuchar sus desvaríos en
una reunión de la cúpula de seguridad en la Casa Blanca.
Las alarmas acerca de la impredictibilidad de Trump vienen sonando
desde antes incluso de su victoria en la elección presidencial. Pocos pueden
llamarse a engaño acerca de la personalidad del presidente. Pero sus nueve
meses en la Casa Blanca son todavía peores de lo que nadie pudo imaginar. De
entrada, porque ni se ha moderado ni ha aprendido nada. El poder no ha actuado
como factor estabilizador. Al contrario, ha acrecentado su prepotencia y sus
desinhibiciones, especialmente con la perturbación de sus improvisaciones en
Twitter, actualmente el mayor factor de inestabilidad de la política exterior
estadounidense.
Esta semana ha presentado su nueva política de seguridad con Irán,
coincidiendo con su decisión de descertificar el cumplimiento de las
condiciones del acuerdo nuclear firmado por Obama en 2015. La inconveniencia de
retirarse del acuerdo nuclear ha sido reconocida por todos, dentro de la Casa
Blanca incluso, no tan solo porque Teherán, en contra de la descertificación,
está cumpliendo sus compromisos con los seis firmantes del acuerdo nuclear
(Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Alemania, Rusia, China, además de la
UE), sino porque dicho acuerdo constituye un factor de estabilidad en una zona
de alto riesgo bélico.
Trump ha denunciado el acuerdo nuclear con Irán desde el primer
día. Tiene muchas razones para hacerlo. La más elemental, su repugnancia hacia todo
lo que sea multilateral. Es la misma que está en la base de la retirada de la
Unesco. Hay también un motivo personal. Como sucede con el Obamacare, el TTP
(tratado de libre comercio transpacífico) o el acuerdo de París sobre el cambio
climático, el pacto con Irán es uno de los éxitos de la presidencia de Obama
que Trump quiere obliterar. En su jerga hecha de hipérboles lo ha calificado
como “el acuerdo más peligroso y estúpido de la historia”.
La descertificación por parte de la Casa Blanca no debe producir
muchos efectos a corto plazo y de hecho no significa su ruptura. La decisión de
Trump, aplaudida por los rivales y competidores por la hegemonía regional que
son Israel, Arabia Saudí y Emiratos, no tendrá seguimiento por parte de los
otros firmantes, que son Rusia, China, Francia, Reino Unido, Alemania y la UE,
países interesados en mejorar las relaciones con Irán y en evitar la
proliferación nuclear en la región. Pero erosiona el acuerdo y abre un portillo
a una ulterior ruptura por parte del Congreso.
Lo peor de todo es el mensaje implícito que contiene, dirigido al
líder norcoreano Kim Jong-un: no firmes un acuerdo multilateral porque luego EE
UU puede saltárselo. Con la liquidación de Sadam Husein, Corea del Norte
aprendió que el arma nuclear es un seguro de vida. Lo confirmó la caída de
Gadafi, que había cedido su programa nuclear a cambio de normalizar las
relaciones. Ahora desaparece el modelo ejemplar de Irán, que Washington viola
apenas dos años después de firmarlo. No es extraño que Corea del Sur se halle
aterrorizada.
Pero es todavía más inquietante el mensaje a Teherán: sigan ustedes
la vía norcoreana. Primero firmar un acuerdo, y luego incumplirlo y situarse en
el umbral de la bomba y de su instalación en misiles intercontinentales. Pyongyang
lo firmó en 1994, pero se retiró del Tratado de No Proliferación en enero de
2003, cuando ya estaba preparada la invasión de Irak que empezó en marzo
siguiente.
Se da la circunstancia de que el mecanismo de certificación del
cumplimiento por parte de Irán de los acuerdos fue ideado por el republicano
Bob Corker, presidente del comité de relaciones exteriores del Senado, como
cautela para evitar que el régimen de los ayatolas engañara a Obama y a la
comunidad internacional. Pues bien, el propio Corker es quien ha hecho unas
declaraciones en las que acredita que los comentarios de Trump en Twitter
significan un peligro para la paz y podrían llegar a desencadenar la tercera
guerra mundial.
El senador encuentra consuelo para su enorme preocupación con un presidente
que actúa en la escena mundial como si estuviera en un reality show en el
equipo de veteranos que le vigilan en la Casa Blanca, formado por el secretario
de Estado, Tillerson, el secretario de Defensa James Mattis y su jefe de
gabinete y general como el anterior, John Kelly. Pero no está claro que tal
vigilancia sea suficiente para controlar el mayor factor de inestabilidad mundial
que es el propio presidente.
El país que vive de forma más traumática la conducta de Trump es un
estrecho aliado de EE UU como Corea del Sur, que sería la primera víctima en
caso de una conflagración entre Washington y Pyognyang. Los tuits de Trump,
según cuenta Se-Woong Ko, director de la revista digital Korea Exposé, “hacen
caer ya de forma rutinaria los valores de la bolsa de Seúl”. Sus amenazas
provocan el pánico en la población, que solo piensa en planes de evacuación y
kits de supervivencia.
La mayor preocupación del establishment de seguridad estadounidense
es el inmenso poder personal del presidente, especialmente en relación al arma
nuclear, las 4.000 cabezas atómicas con capacidad para destruir el planeta.
Tillerson llamó imbécil a Trump, aunque luego ha evitado confirmar o desmentir
que utilizara tal insulto, al término de una reunión en la que el presidente se
mostró partidario de contar en el futuro con un arsenal nuclear de 32.000
cabezas, el nivel máximo alcanzado por EE UU en plena guerra fría, en la época
del equilibrio del terror.
Muchas son las voces, en el Congreso y en la opinión pública (un
editorial de The New York Times esta semana), que piden la desposesión de los
extensos poderes presidenciales sobre el arma nuclear, que son estrictamente
personales y no necesitan autorización de las cámaras ni de los órganos
asesores. Las ideas que se están barajando incluyen la aprobación del Congreso
y el aval de los secretarios de Defensa y de Estado para autorizar un disparo
atómico.
En 1946, cuando el Congreso aprobó los poderes personales del
presidente sobre el arma nuclear, por la Atomic Energy Act, eran los militares
los que tenían el gatillo fácil. El arma entonces recién inventada,
experimentada y lanzada se situaba bajo la autoridad del máximo representante
del poder civil que era el presidente. Ahora los papeles se han invertido, los
militares son gente fiable y el irresponsable al que hay que vigilar es el
presidente surgido de las urnas.
https://elpais.com/internacional/2017/10/13/actualidad/1507914394_885928.html
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