MANUEL VICENT
Una eterna primavera puede convertirse en una forma de terror. Si
uno consulta en Internet la temperatura del valle de Josafat, donde se va a
celebrar el Juicio Final, resulta que allí siempre brilla un sol radiante, de
27 grados, con ligera brisa y noches estrelladas, un clima ideal para acoger la
ingente masa de una humanidad culpable. Esa gente feliz que a estas alturas del
año, camino ya de la Navidad, llena las playas del Mediterráneo y chapotea con
toda inocencia en el agua, no sabe que en cierto modo está viviendo un ensayo
del Apocalipsis. Hasta ahora se nos ha hecho creer que el fin del mundo se
producirá con una lluvia de fuego bajo un sonido de trompetas que los ángeles
fieros tocarán para despertar a los muertos. Pero también podría suceder que este
espectáculo escatológico en medio de las tinieblas fuera sustituido por un
perenne cielo azul, producto de un anticiclón ferozmente anclado en las Azores,
de forma que la caricia de un sol azucarado en la piel se convierta en un
placer insoportable. La eterna primavera producirá la locura en las semillas y
la gente sabrá que el fin del mundo está cerca cuando haya que segar el trigo
en enero y se vuelvan carnívoras todas las flores de mayo. El buen tiempo
inmutable será una maldición que acabará creando pánico, pero lejos de
flagelarse como los penitentes en las procesiones medievales, la gente seguirá
chapoteando en aguas del Mediterráneo y sobre esa convulsa masa carnal
extendida en las playas, extenuada en la propia felicidad, se abrirá el Séptimo
Sello y el veredicto fatal de la historia será emitido. El siniestro oficio de
los antiguos profetas que se relamían anunciando toda suerte de calamidades en
las postrimerías lo ejercerán ahora los hombres del tiempo y sus pronósticos de
un Sol primaveral, deslumbrante e interminable serán nuestra condena.
https://elpais.com/elpais/2017/10/25/opinion/1508924915_978326.html
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