Fumaba cuatro paquetes
diarios y se mantenía activo mezclando las anfetaminas con el alcohol.
Bernstein, en Viena en
1970. GETTY
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Hay quien tiene la suerte
de ser bien recordado. Desde la muerte de Leonard Bernstein en 1990 se han
publicado varias cuantiosas biografías, pero este año, en su centenario, acaban
de aparecer dos libros de personas que estuvieron muy cerca de él y fueron simultáneamente
testigos, beneficiarios y víctimas de esa proximidad: su hija mayor, Jamie
Bernstein, y el que fue su asistente personal durante unos cuantos años, cerca
del final de su vida, Charlie Harmon. A Jamie Bernstein le llamaban en la
escuela famous father girl, y ese es el título que ha puesto al relato de su
vida. El de Harmon se titula On the Road and Off the Record with Leonard
Bernstein. La diferencia de las perspectivas enriquece el retrato del
personaje, el contraste entre la figura pública y la persona privada, las dos
marcadas por una propensión a la desmesura que estaba igual en su manera de
dirigir y en su trabajo como compositor.
Leonard Bernstein lleva
muerto casi 30 años y pertenece a una época abolida de la cultura musical, y
más todavía de la industria discográfica. Pero la abundancia de celebraciones
en su centenario y hasta su presencia numerosa y muy difundida en YouTube
revelan una capacidad de perduración muy superior a la de otras luminarias
musicales de su tiempo. Bernstein, según atestiguan su hija mayor y su
asistente, era un hombre egocéntrico, muy sensible al halago excesivo y a la
adoración religiosa que han suscitado algunos grandes directores de orquesta.
Pero también padecía una inseguridad íntima sobre el valor verdadero de su
trabajo como compositor. Viajaba por el mundo siendo agasajado por los ricos y
los poderosos y por las celebridades internacionales con las que competía en
popularidad: pero igual que recibía críticas enfervorizadas, también, sobre
todo en Estados Unidos, era el blanco de ataques devastadores. Tampoco en eso
parecía que hubiera ninguna medida: en 1943, a los 25 años, sustituyó en el
último momento a Bruno Walter, que tenía gripe, en el podio de la Filarmónica
de Nueva York y fue aclamado como un joven maestro; poco más de 10 años después
le llegó el éxito masivo y perdurable de West Side Story. Pero en muchas otras
ocasiones tuvo fracasos abismales, agravados por una saña de la crítica que
parecía así tomarse la revancha por tanta gloria, tanto brillo mundano, tanta
popularidad más propia de una estrella de la televisión o de la música pop que
de un severo compositor clásico.
Bernstein se angustiaba por la falta de tiempo para componer, pero
se resistía a una nueva gira o una ceremonia en su honor
Nadie, hasta Leonard
Bernstein, había hecho un proselitismo abierto y generoso de la música clásica
más allá de la élite de los entendidos. Su hija Jamie dice de él que era un
maestro vocacional que le explicaba con la misma claridad y respeto una sonata
de Beethoven que una canción de los Beatles. La desmesura, la hiperactividad de
Leonard Bernstein lo llevaban con la misma energía a lo mejor y a lo peor,
alimentaban inseparablemente su exhibicionismo y su necesidad de halago y su
vocación educativa, su defensa apasionada de causas progresistas en la época
del macartismo y luego en la de los derechos civiles y la guerra de Vietnam, su
empeño esclarecido por promover las obras de compositores hasta entonces
ignorados o desdeñados. Decía que enseñar y aprender son dos tareas
inseparables: enseñando al público conservador de la música clásica la
admiración por Mahler o Charles Ives, Leonard Bernstein aprendía de esos dos
maestros y se empapaba de ellos.
Jamie Bernstein y Charlie
Harmon cuentan la vida cotidiana de un hombre sin sosiego que se somete a giras
agotadoras por medio mundo, a todo tipo de homenajes y celebraciones pomposas;
y que después de un concierto y de una cena de mucho protocolo social sigue
bebiendo y charlando hasta el amanecer, buscando aventuras sexuales inmediatas.
Terminaba un concierto empapado de sudor, pero tenía la convicción, deplorable
para sus allegados, de que una dosis prolongada de desodorante evitaba la
necesidad de una ducha. Fumaba cuatro paquetes diarios y bebía grandes vasos de
Ballantine’s con hielo. Se mantenía activo mezclando las anfetaminas con el
alcohol. Padecía un insomnio que ya no aliviaban los somníferos. Daba grandes
abrazos y besaba a todo el mundo en la boca, hombres y mujeres. Era esa figura
desmedida del genio sin limitaciones ni reproches que tuvo tanto éxito en las
artes del siglo XX: una gloria universal que se parece al culto a los
dictadores y que probablemente conduce al delirio.
Leonard Bernstein se
angustiaba por la falta de tiempo y de sosiego para componer, pero no sabía o
no quería resistirse a una nueva gira, a una ceremonia conmemorativa en su
honor. Su hija Jamie dejaba de verlo durante largas temporadas, y cuando estaba
cerca no siempre encontraba el momento de reunirse de verdad con él, porque era
uno de esos hombres muy sociables que prefieren estar en compañía de más de una
persona. Charlie Harmon era mucho más joven y estaba más sano, pero los viajes
y los compromisos lo hacían vivir en un perpetuo duermevela de agotamiento. Una
presencia tan exagerada como la de Leonard Bernstein impone una tiranía
psicológica e incluso física a la que los demás han de resistirse para
conservar una medida suficiente de autonomía personal. La suma de
hiperactividad y talento y atractivo y puro egoísmo envuelve a quienes están
cerca en la espiral de un huracán que les succiona las fuerzas y los debilita y
puede anularlos. La mujer de Bernstein, Felicia, una actriz que abandonó su
carrera para cuidar de él, acabó abatida por la energía maniática y la
promiscuidad erótica de un marido que la dejó por un hombre muy joven con el
que se exhibía sin reparo, y que regresó con ella cuando supo que iba a morir
de cáncer. Ya muy enferma, desde el otro lado de la mesa familiar, Felicia lo
señaló con el dedo y le hizo una profecía : “Morirás solo como una maricona
vieja y amargada”.
Pero al final, en los dos
libros, junto al testimonio lúcido de vanidades y caprichos despóticos, lo que
queda es afecto filial y gratitud: cada uno a su manera, la hija mayor y el
asistente se reconocen como herederos de la generosidad de Leonard Bernstein,
de su vocación pedagógica, del esplendor de su música, la que dirigió y la que
compuso. Esa generosidad expansiva y democrática, a la manera de Walt Whitman,
esa mezcla del clasicismo europeo y el jazz y los aires jubilosos de Broadway
son también para nosotros la herencia perdurable de Leonard Bernstein.
https://elpais.com/cultura/2018/09/25/babelia/1537885147_798877.html
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