Faraona y emperador se ‘enfrentan’ de nuevo, al cabo de dos milenios, en
Roma con sendas exposiciones
Una de las obras incluidas
en la exposición sobre Cleopatra.
Él aplastó su flota en Actium, en el año 31 antes
de Cristo, convirtiendo su reino en una provincia más. Ella prefirió matarse
antes que vivir como una súbdita. Augusto y Cleopatra nunca se soportaron. El
primer emperador de Roma y la última reina de Egipto vuelven a desafiarse, dos
mil años después, en el campo del arte. Por una de aquellas casualidades que se
suelen imputar a un cierto cinismo de la Historia, la capital italiana dedica a
los eternos antagonistas dos exposiciones contemporáneas. El refinado reino de
Alejandría saca pecho en el claustro del Bramante, a dos pasos de la plaza
Navona, hasta el 1 de febrero de 2014; la época de oro de Roma se exhibe en las
Scuderie del Quirinale, hasta el nueve del mismo mes de 2014, en el segundo
milenio de la muerte del Augusto.
El filósofo francés Blaise Pascal (1623-1662)
consideraba que si la nariz de Cleopatra hubiera sido distinta, la Historia
habría tomado otro rumbo. Si Julio César, y luego Marco Antonio, no hubiesen
caído fascinados entre los brazos de aquella Isis de carne y hueso, quizás las
guerras internas que fracturaban Roma no hubieran llegado a la batalla final,
que decretó la muerte de la República y el principio del Imperio. Entonces
Octavio no hubiera sido Augusto, el hombre que domó las turbulencias y recogió
todo el poder para sí. Y que, aprovechando su posición, supo manipular la
Historia: gracias a un inteligente patrocinio de la producción literaria y
artística pudo convertirse en leyenda y perjudicar a su archienemiga.
Los textos de la época pintan a Cleopatra (69
a.C.-30 a.C) como una mujer frívola, voraz y caprichosa. Dante, Shakespeare y
luego Hollywood abundarían a lo largo de los siglos en esa idea. Se la suele
imaginar bañándose en leche o lánguidamente abandonada en un triclinium.
“Hoy podemos trazar un perfil muy distinto. Tenía garra, carisma y andaba
sobrada de inteligencia”, comenta Giovanni Gentili, comisario deCleopatra.
Roma y el hechizo del Egipto. “Era culta, preparada y con sus recursos supo
mantener la libertad de su pueblo”. La exposición, organizada por Arthemisisa
Group, ayuda a comprender el ambiente en el cual se formó la faraona: un
antídoto infalible contra los prejuicios que cundieron sobre ella. Se presentan
un total de 180 piezas, entre frescos, joyas, retratos, estatuas, han llegado a
Roma del Louvre de París, del museo Egipcio de Turín, del British Museum de
Londres o del Kunsthistoriches Museum de Viena. “Alejandría era una metrópolis
cosmopolita y activa. El centro cultural más grande y refinado de su época. La
Nueva York de antaño”, define Gentili.
La cultura dominante era la griega. La princesa
creció con la legendaria Biblioteca a la vuelta de la esquina. Estudió retórica
y estrategia política. Aprendió nueve idiomas, incluso la lengua hablada por
los egipcios, lo que le permitirá mandar sin ayuda de intérpretes. En el año
51, la muerte de su padre le dejó un reino amplio, riquísimo de materias primas
y amenazado por Roma.
“Sus enemigos no podían creer que una mujer de 18
años gobernara sola. La miraban con desprecio y envidia”, evalúa Gentili. El
último retrato de la faraona quedó incompleto y es la primera vez que se
expone: “Se trata de una imagen de Octavia [esposa de Marco Antonio y hermana
de Augusto] que empezaba a ser corregido para pintar encima a la egipcia. Fue
pintado en Atenas, cuando Cleopatra estaba alcanzando a su amado y aliado en
Azio”.
En el otro extremo del cuadrilátero se yerguen las
estatuas equilibradas y majestuosas del hombre que destruyó su sueño de
independencia. Hijo adoptivo de Julio César, Augusto (63 a.C-14 d.C), logró
acabar con decenios de luchas internas e inauguró una nueva era imperial. Con
una eficaz maquinaria de propaganda supo presentar su principado como una época
de paz, prosperidad y abundancia, cantada por Virgilio, Horacio y el resto de
los que llenaban la mansión de su amigo Mecenas.
La exposición Augustus presenta
de él una “imagen más articulada, menos edulcorada”, comenta el comisario
Eugenio La Rocca, porque entrelaza la carrera del príncipe con el desarrollo de
una nueva cultura”. El arte se transforma en expresión-ostentación del poder:
estatuas ecuestres, cabezas, monedas, joyas, vasos de barro, todo lo
glorificaba y difundía su mito por los dominios romanos, más amplios que nunca.
Entre las 200 obras expuestas —que han sido
prestadas por algunos de los museos más importantes del mundo— es posible
admirar por primera vez la inédita reconstrucción del decorado de un edificio
público elevado y perdido cerca de Nápoles: “Las 11 láminas originales”,
explica La Rocca, “describen la batalla de Actium, la entronización y la muerte
de Augusto. Fueron vendidas en el siglo XVI. Las recuperamos para la ocasión de
colecciones privadas de Hungría, Sevilla y Córdoba”. La época augusta, que duró
más de 40 años, del 30 a.C al 14 d.C, “se puede parangonar a la de Pericles, a
la de Napoleón: cambió la antigüedad y echó los cimientos de la actual civilización
occidental”, sigue La Rocca.
Cleopatra y Augusto tuvieron un destino igual,
aunque inevitablemente opuesto: vivieron dos milenios ocultos tras la mitología
que de sí mismos construyeron. Él, como un inclemente semidios y a ella, como
ávida meretriz. Ambos fueron expertos políticos que utilizaron todas sus armas
para defender sus dominios, su poder y sus inmensas ambiciones. Pero ya se
sabe: la historia esta ahí para ser reescrita y nunca es demasiado tarde para
arreglar cuentas.
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