Fallece a los 71 años uno de los
nombres clave del rock
El neoyorquino ha influido a
generaciones de músicos
ATLAS / MICHAEL OCHS
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Parecía indestructible: un neoyorquino agresivo, dispuesto a defender su
parcela. Lou Reed presumía de una fortaleza de ánimo que le permitió superar
todas las adversidades. Aguantó el electrochoque al que le empujaron sus
preocupados padres. Se dio a conocer con The Velvet Underground, un grupo que,
a pesar de su actual inmensa reputación, apenas vendió discos. De hecho, sus
dos únicas canciones universales, Walk on the wild side y Perfect
day, salieron en 1972, en el elepé Transformer,que produjo
su admirador Bowie. Y parecía haber sobrevivido al transplante de hígado al que
se sometió en abril, que al final ha causado su muerte ayer en Long Island.
Con todo, mantuvo una alta productividad hasta tiempos recientes: se
peleaba con las discográficas, cambiaba de productores y seguía adelante, sin
grandes ventas. Aparte de la vituperada colaboración con Metallica (Lulu, 2011),
se había apartado del rock y el formato canción. Casi de tapadillo, lanzaba
grabaciones instrumentales, ocasionalmente con un grupo —el Metal Machine Trio—
que evocaba su máxima expresión de libertad creativa: el doble Metal
machine music (1975), una colección de feedback y otros
extremismos sonoros.
De alguna manera, Lewis Allan Reed (1942-2013) se deleitaba en llevar la
contra a lo que esperaban de él. Eran muy celebrados sus encuentros con el
periodista musical Lester Bangs, que exigía cierta moralidad a sus ídolos. Reed
arguía la sacrosanta libertad del creador. Se burlaba del (indudable) daño que
hizo aquella parte de su espectáculo en que parecía inyectarse con heroína:
“¿es que no saben distinguir entre el teatro y la realidad?”.
Y añadía, con sorna: “¿Cómo sabían que en la jeringuilla había heroína?”.
Tenía razón, aunque olvidaba oportunamente su monumentalHeroin (1967),
que tan atractiva hacía la opción de la vida opiácea, también evocada ese mismo
año en I'm waiting for the man. En realidad, se supone que la
droga que más le atraía era la anfetamina, en su versión inyectable muy usada
en el círculo del vampírico Andy Warhol. Y que nadie vea aquí un insulto a
Warhol: Lou, en compañía del sufrido John Cale, sacaría en 1990 Songs
for Drella, recordando su apodo entre los íntimos, un cruce de Drácula
y Cinderella (Cenicienta).
Aparte de haber frecuentado un ambiente tan enrarecido como el de The
Factory, donde se desarrollaba una competencia mortal por ser la fiera más cool del
bestiario, se me ocurren otras razones para su agresiva altivez. Aunque Lou
había pasado una temporada en los margenes del Brill Building, la industria del
pop juvenil, grabando discos baratos como The Primitives, sus primeros álbumes
reventaron los límites de lo que se podía contar en una canción pop. Sin
embargo, se le escatimaron los elogios.
Bob Dylan o John Lennon podían relatar sus transgresiones de forma
elíptica; Reed era directo y contundente, como Raymond Chandler y otros autores
de su querida novela negra. En vez del clásico conflicto de chico-chica, el
cancionero de Lou introducía a homosexuales, travestidos y otras criaturas
exóticas. Sus protagonistas podían odiarse, practicar el sadomasoquismo e
incluso matar. En medio del ensueño jipi de los sesenta, aquello sonaba a
aberración neoyorquina.
Esa falta de sincronía generacional explica que Lou Reed nunca llegara a
gran estrella en Estados Unidos. Pude comprobarlo en 1986, viajando a Atlanta
(Georgia) para entrevistarle. El fotógrafo se mostraba escéptico: no creía que
mereciera tal desplazamiento. Como una broma, fuimos preguntando a todos los
estadounidenses que nos cruzábamos si conocían a Lou Reed. Y no, no les sonaba.
Si mencionábamos que cantaba, le confundían con el vocalista negro Lou Rawls.
Sólo en Atlanta, un taxista hirsuto le pudo identificar: “Claro, el de The
Velvet Underground. ¿Sigue vivo?”.
Felizmente para Lou, Europa se mostró encantada ante semejanteoutsider. El
patrocinio de David Bowie le permitió encajar fugazmente en un movimiento
popular, el glam rock. Con todo, la leyenda pesaba más que la
realidad de su obra: mitificado por nuestros dibujantes de tebeosunderground, Nazario
terminaría demandándole por plagiar un dibujo suyo para un disco en directo.
En la mente popular, era un connoisseur de todos los
vicios posibles, la excusa para desmadrarse en público. Lou Reed se enfrentó
con levantiscas multitudes europeas que peleaban con la policía o —caso de
Madrid— asaltaban y saqueaban su escenario. Con el tiempo, Lou actuó en
recintos más refinados, donde pudo demostrar su fascinación por el sonido en
compañía de instrumentistas de primera, alternando sus melodías más sigilosas
con las exhibiciones de decibelios.
A la vez, exigía implícitamente que se reconociera su categoría literaria.
De alguna manera, gracias en parte a su matrimonio con la artista Laurie
Anderson, consiguió ser aceptado en los ambientes de la alta cultura de Nueva
York: se atrevía con Edgar Allan Poe en The raven, suBerlin fue
filmado en directo por Julian Schnabel, el Metal machine musicfue
adaptado para orquesta de cámara, se publicó la integral de sus letras. Uno
confía en que Lou, tan huraño y tan desconfiado, disfrutara de ese beneplácito
tardío.
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