Un libro recoge las clases de Literatura que el escritor impartió en la universidad californiana en 1980 y que permanecían inéditas
Julio Cortázar escucha a un alumno en Berkeley. / CAROL DUNLOP
“Tienen que saber que estos cursos
los estoy improvisando muy poco antes de que ustedes vengan aquí: no soy
sistemático, no soy ni un crítico ni un teórico, de modo que a medida que se me
van planteando los problemas de trabajo, busco soluciones”. Es cuando menos
inquietante que un profesor empiece su primera sesión dirigiéndose a los
alumnos de esta guisa. Pero se perdona si el docente es Julio Cortázar. Además,
no era exactamente así. El escritor argentino llevaba su aparato de notas y un
buen número de libros marcados para dar un curso sobre las claves de su obra
entre octubre y noviembre de 1980 en la Universidad de Berkeley.
Qué hace el iconoclasta y antiimperialista autor de Rayuela impartiendo
clases es una universidad estadounidense solo se explica porque se lo ha pedido
su viejo amigo Pepe Durand, experto en literatura colonial, con una propuesta
que implicaba “trabajar poco y leer mucho”, tanto, que le permitió escribir Botella
al mar. Epílogo a un cuento, que Cortázar incluiría en su último libro
de relatos, Deshoras. Luego, porque después de rechazar
propuestas similares en los sesenta y setenta para no dar pábulo a la fuga de
cerebros, “habría obtenido un medio permiso de Cuba a pesar del papel
norteamericano en la entonces muy convulsa Centroamérica”, apunta Carles
Álvarez, encargado de la edición deClases de Literatura. Berkeley, 1980 (Alfaguara),
que llega a las librerías por primera vez gracias a la transcripción de las
cintas (“por la calidad, seguramente hechas por un alumno dejando la grabadora
en la mesa”) que en 2005 llegaron a manos de la viuda del escritor, Aurora
Bernárdez. Carles Álvarez es un buen conocedor de la vida y de la
obra de Julio Cortázar: no en vano editó toda su correspondencia y
clasificó la famosa cómoda con papeles inesperados del escritor argentino en
2009.“Si les sirve de algún consuelo, yo estoy más incómodo que ustedes, porque esta silla es espantosa y la mesa…, más o menos igual”, les suelta en la tercera clase. El padre de los cronopios impartirá las ocho sesiones (15 horas) sentado. La declaración de incomodidad también forma parte de cierta pose del profesor: ha decidido que iría de iconoclasta, de forma y fondo. No le dejan dar la clase en el campus debajo de un árbol, “donde pudiéramos hacer un círculo y estar más cerca”, y lamenta que no comparta más tiempo con los alumnos: “Tengo la impresión de ser un dentista que estoy esperando cada media hora a un paciente y el estudiante también se siente un paciente”, dirá. Y eso que dobla su presencia en el despacho que se le habilita, los lunes y los viernes, durante casi tres horas cada vez por las mañanas. “En esa época, Cortázar ya está consagrado hace años y mueve multitudes, 15 personas están haciendo ese mismo año su tesis doctoral sobre él”, apunta Álvarez. Quizá eso explique la alta afluencia de alumnos, próximos al centenar según el editor, con gente procedente en buena parte de América Latina, así como la presencia camuflada de profesores y de algunos críticos.
Con marcada voluntad de ir a contracorriente de los tiempos barthianoso derridanos (“me
gustaría usar la palabra estructura, que no uso en el sentido
de estructuralismo, o sea de ese sistema de crítica y de indagación con el cual
tanto se trabaja en estos días y del cual no conozco nada”, suelta al auditorio
el primer día), sin aparente dogmatismo, va exponiendo su corpus todos los jueves,
de dos a cuatro de la tarde: primero, una hora de fluida charla, sin
digresiones; luego, descanso y 30 minutos finales aproximadamente de preguntas
de los alumnos. El escritor
aceptó esta invitación tras varias negativas a visitar EE UU.
Aun debiendo ponerse bastante al nivel de un alumnado veinteañero y
mayoritariamente estadounidense —“tuve que bajar el tiro”, le confesó a su
mujer Aurora al regreso—, el nivel mostrado por Cortázar es simple en las
formas pero profundo en el fondo y con una muestra de conocimientos infinita:
demuestra que ha leído a fondo a Gómez de la Serna, Lezama Lima, Payró, a los
surrealistas Buñuel y Dalí… “La biblioteca última de Cortázar tenía unos 4.000
títulos, casi todos anotados; en su vida tuvo unos 15.000 libros, leídos todos
de verdad”, vuelve a acotar Álvarez.
En clase, Cortázar va soltando claves riquísimas de su trayectoria
literaria —su concepto de la fantasía real, el desdoblamiento de sus personajes
en el tiempo siempre, la génesis de sus cronopios (en un intervalo de un
concierto), la construcción azarosa de la estructura deRayuela por
las callejuelas que dejaban los originales en el suelo…—, siempre con un
envidiable sentido del humor que deja más de una vez estupefactos a sus
oyentes, que no saben si el profesor bromea o no. Como cuando asegura que si
hay tanto muerto en su obra es porque él es “un asesino freudiano”.
“Les dejé una imagen de rojo tal como la que se puede
tener en los ambientes académicos de los USA, y les demolí la metodología, las
jerarquías profesor/alumno, las escalas de valores…”, reporta a su amigo
Guillermo Schavelzon al hacer balance del curso. Pero sudó la camiseta para
ello: los alumnos le buscaron las cosquillas sobre Cuba y Fidel Castro, sobre
el caso Padilla o su posición ante la que parecía inminente
invasión norteamericana de Nicaragua y El Salvador: “Puedes tener toda la
seguridad de que no voy a estar esperándolos con un ramo de flores. Toda
intervención armada norteamericana en un país latinoamericano es absoluta y
totalmente injustificada”. También debe lidiar sobre el uso de la literatura
como arma política: un escritor comprometido, sostiene, “debe llevar a una
literatura que valga como literatura y que al mismo tiempo contenga un mensaje
no exclusivamente literario”.
Cortázar se ha tomado esa estancia
en Berkeley como unas vacaciones. Se aloja en un apartamento frente a la bahía
de San Francisco. Con los alumnos ha llegado a presentarse a la una de la
madrugada a una fiesta de Halloween con peluca y dientes de Drácula a pesar de
haber rechazado inicialmente la invitación… Pero la clave de su felicidad se
llama Carol Dunlop, segundo gran amor de su vida, 32 años más joven que él, que
le acompaña en un periplo de seis meses fuera de París, una receta del escritor
para poner distancia tras la ruptura con su segunda compañera. Cortázar tiene
ya 66 años, está a cuatro de su muerte; pero lo peor es que seis meses después
Carol caerá enferma, muriendo en 1982. Para Álvarez, “esas clases en Berkeley
serán para Cortázar el último momento feliz de su vida”.
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