El filósofo francés, del que se cumplen
trescientos años de su nacimiento, fue un precursor del darwinismo, un radical
antimonárquico, un defensor empecinado de la mujer y un debelador de la
represora moral europea.
Sapere aude:atrévete a pensar por ti mismo, a cribar las
creencias religiosas establecidas, las ideas políticas convencionales, las
concepciones científicas tradicionales, las costumbres, la moral… Bajo ese lema
ilustrado y en el salón de la rue Royale del barón D’Holbach, se reunieron dos
veces por semana durante un cuarto de siglo los librepensadores e intelectuales
más avanzados de su época. En torno a una mesa de platos refinados y de vinos
exquisitos destacaba el verbo apasionado del más audaz de todos ellos, Diderot.
Denis Diderot, que se convertirá en la punta de
lanza de la Ilustración radical, había nacido el 5 de octubre de 1713 en
Langres (Francia). Cuando, con 15 años, aterriza en París para ingresar en uno
de los grandes colegios jesuitas, el Louis-le-Grand, vivero de personajes
célebres como Molière o Voltaire, es un devoto muchacho de provincias que se
prepara para ser sacerdote pero que será, más tarde, arrastrado hacia la vida
bohemia. Como tantos otros plebeyos desde Rousseau a Raynal (su padre era un
próspero forjador de cuchillos), conquistará París y acabará siendo el alma del
salón de D’Holbach.
El conocido retrato de Van Loo, de 1767, nos
muestra a un hombre maduro de 54 años, de vivos y sagaces ojos negros, signo de
inteligencia, y de nariz abundante y labios carnosos que desvelan su
desbordante sensualidad. “Hay un trocito de testículo en el fondo de nuestros
sentimientos más sublimes y de la ternura más refinada”, escribe a su amante.
Un hombre que rechaza la peluca y se niega a empolvarse la cara, símbolo
inequívoco de inconformismo. Y que empuña una pluma, ante los papeles
esparcidos por su mesa, lo que revela su dedicación al mundo del conocimiento.
Diderot ama y se entrega a la vida: “Perdono todo
lo que está inspirado por la pasión” porque solo el placer nos saca de la nada,
afirma. En el ámbito privado, a pesar de respetar su compromiso con su
tradicional y resentida mujer, Toinette, una vendedora de lencería, no renuncia
a la felicidad y mantiene con Sophie Volland, amante y cómplice intelectual,
una relación que dura desde 1755 hasta su muerte, en 1784. En el terreno
teórico, dedica a la Enciclopedia francesa, compendio de todo
el saber de la época, los mejores años de su vida. Para dar viabilidad al
proyecto, él, que todavía es un don nadie, se acoraza tras D’Alembert, el
brillante matemático y miembro de la Academia de las Ciencias, hijo no reconocido
de una de las salonnières más célebres, madame de Tencin. Pero
esa estrella rutilante de la Francia científica le dejará tirado en 1759,
cuando la Iglesia católica pone la obra en el Índice y se retira la licencia a
los impresores. A pesar de todo, la Enciclopedia sigue
publicándose de manera semiclandestina. Finalmente, tras 26 años de dedicación
—de 1745 a 1772—, la gran obra ve la luz con un éxito inaudito, pues se venden
4.000 ejemplares, a un precio equivalente al sueldo anual de un maestro
artesano. Comprende 17 volúmenes de texto con 71.818 artículos y 11 volúmenes
de ilustraciones, que se imprimieron unas 25.000 veces antes de finalizar el
siglo.
La Enciclopedia, una obra
colectiva con decenas de colaboradores, es un canto a la tolerancia y una
denuncia de la superstición y del fanatismo religioso (que Diderot prosigue con La religiosa), así
como una dubitativa condena del colonialismo. Pero los temas conflictivos son
tratados con cautela. Diderot, tras su paso por la cárcel de Vincennes en 1749,
a raíz de la publicación de la Carta sobre los ciegos, es
consciente de la amenaza que pende sobre su cabeza. SusPensamientos sobre la
interpretación de la naturaleza vienen a reforzar su peligrosa
reputación de spinozista, materialista, ateo y crítico de la moral tradicional.
La Enciclopedia le deja exhausto.
Ahora es famoso pero sigue sin tener resuelta la vida. No tiene derechos de
autor y se ve obligado a poner a la venta su biblioteca para asegurar una dote
digna a su hija. Catalina II de Rusia la compra, aceptando generosamente que
los libros solo se trasladen a San Petersburgo cuando muera el filósofo. Le
paga además una cantidad fija por el mantenimiento de la biblioteca. Por
primera vez Diderot se encuentra en la nómina de un grande, algo que había
criticado a su amigo Grimm: “Tu alma ha ido reduciéndose en las antesalas de
los poderosos”. Incómodo, emprende en 1773 el viaje continuamente postergado a Rusia,
del que regresa sumido en el más profundo desencanto. El desencuentro con
Catalina es total; ella lo expresa gráficamente: “Usted trabaja con el papel,
que es flexible y obediente y se presta a todo; yo trabajo con la realidad”. En
1774, Diderot se ha convertido en un republicano convencido; ya ni siquiera
confía en los monarcas ilustrados. Los hilos que aún le ataban a las
convenciones se han desgarrado. En 1772, en el Suplemento al viaje
deBougainville, se escuda tras un tahitiano para poner en solfa el
carácter represor de la moral europea, plagada de represiones. ¿Matrimonio
indisoluble? ¡Qué disparate! ¿Incesto? ¿Por qué no, si ambos adultos consientan
la relación? ¿Hijos nacidos fuera del matrimonio? Un don. ¿Homosexualidad? ¿A
quién perjudica?
A medida que envejece, Diderot se vuelve más
radical. La denuncia del colonialismo y la esclavitud que aparece en el Suplemento
al viaje de Bougainville culmina en la Historia de las dos Indias, el
libro más vendido del siglo XVIII y cuya autoría asume el abate Raynal. Diderot
quiere, al final de su vida, dejar un legado político, aunque sea de forma
anónima. Quiere lanzar un mensaje revolucionario a los pueblos de América, Asia
y África para que tomen las armas contra sus opresores. A los africanos les anima
a lanzar sus flechas envenenadas contra los colonizadores, para que “no
sobreviva ni uno solo”. A los indígenas les exhorta a que expulsen y exterminen
a quienes les roban sus tierras, y a los criollos sudamericanos a que se
subleven contra los españoles, a los que tacha de “raza de exterminadores”. El
sentimiento antiespañol no solo cala en Diderot (“si la península Ibérica
merece ser estudiada, es por ¡sus crímenes!”, afirma), sino que marca a toda
una generación de ilustrados que desdeña, por ejemplo, las aportaciones de los
intelectuales españoles a la teoría de los derechos humanos.
Los ilustrados españoles se quejan del trato
otorgado a España. Félix de Azara, un precursor de la teoría de la evolución
citado por Darwin y que polemiza con Buffon, se lamenta de que no se reconozca
la mezcla de razas, la política de integración y las leyes promulgadas por la
corona española a favor de los indígenas. Y recuerda que en la España del siglo
XVIII reina un monarca ilustrado, Carlos III, que impulsa en América una
política igualmente ilustrada. Pero, a ojos de Diderot, España sigue asociada a
la leyenda negra y continúa encarnando el antimodelo colonial, basado en el exterminio
de los indios. El philosophe se desentiende de los datos
aportados por Ignacio de Heredia, el secretario de la Embajada española en
París, y aplica un doble rasero a los colonizadores: respeto por franceses,
ingleses y americanos (que casi exterminaron a los indios en la colonización
hacia el oeste, como reconoce el propio secretario de defensa norteamericano
Henry Knox, en 1794) y hostilidad hacia los españoles. En la Historia
de las dosIndias, el sur es descrito como una zona tórrida cuyo clima
invita al atraso, la vagancia y el despotismo. ¿Estaba la teoría del clima de
Montesquieu sentando las bases del racismo que inicia en esa época el abate de
Pauw?
Sin duda, Diderot ateo, materialista,
predarwinista, antimonárquico, prerromántico y defensor de la mujer, es el
autor más radical del siglo XVIII francés. Contribuyó a erradicar la trata de
negros y dotó de munición ideológica a los promotores de las revoluciones
americanas y de la Revolución Francesa. Pero su radicalidad y su modernidad no
le inmunizaron contra todos los prejuicios de su tiempo.
María José Villaverde es catedrática de Ciencia
Política de la Universidad Complutense de Madrid.
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