La élite reclama un giro a lo
ultraexclusivo para distinguirse de las masas. Un metalujo que apela a la
creación personalizada, discreta y sin restricciones.
Leticia García
La boutique de Dior Homme (calle 57, N. Y.), que acaba de lanzar
un servicio de sastrería tradicional.
Desde principios de octubre, Darren Spaziani, quien fuera director de
complementos de Proenza Schouler, tiene por delante un reto bastante singular:
crear una línea de accesorios hiperlujosos para Louis Vuitton. Y aunque Jean
Jacques Guiony, director financiero de LVMH, declaraba al diario Womens Wear
Daily que esta nueva gama de productos «no va a crearse en tres semanas»,
la palabra hiperlujo no ha parado de sonar desde que se produjo el
nombramiento.
Si tenemos en cuenta sus últimos movimientos, la firma francesa lleva
preparándose para este giro desde hace meses. Su nueva apuesta es el bolso
Capucines, confeccionado con pieles de alta calidad, sin el estampado ni el
logotipo característico de la casa y con un precio que ronda los 5.000 euros.
Otros modelos, como el Alma o el Artsy, se están fabricando con materiales
exóticos y alcanzan cifras cercanas a los 6.000 euros. No es la única marca que
ha decidido derivar su estrategia hacia un segmento más elevado: Fendi permite
personalizar sus bolsos de forma artesanal, Manolo Blahnik se ha aliado con
Neiman Marcus para confeccionar zapatos a medida y Dior planea convertir su
tienda masculina de la neoyorquina calle 57 en una sastrería tradicional. En
una conferencia reciente, Jean Marc Duplaix, director financiero del grupo
Kering, declaraba: «Gucci debe transformarse en una marca más exclusiva».
«Cuando el lujo dejó de ser un privilegio de las clases altas, se
convirtió en un concepto relativo: ahora se le añaden etiquetas como accesible,
intermedio…», explica el profesor y consultor de marcas Jean Noel Kapferer.
«Utilizamos el concepto de hiperlujo para referirnos a la extravagancia en
productos, servicios y precios. Pero sobre todo estamos apelando a cierto tipo
de comprador: con criterio y un sentido del gusto formado. No se trata de llevar
el reloj con más diamantes, a veces es todo lo contrario», añade.
Al parecer, para entrar en esta categoría, las firmas no solo deben
ofrecer objetos con calidades exquisitas o precios desorbitados. El rasgo
básico del hiperlujo es la personalización del producto y la experiencia
estética individual. «Hay una tendencia hacia la customización. Hoy
muchos quieren escoger los materiales e incluir detalles personales», cuenta
Sophie Doran, editora de The Luxury Society. «El cliente de este tipo de
artículos valora lo original y da prioridad a lo artesanal y lo artístico»,
explica Kapferer. Por eso, muchas de estas marcas son desconocidas para el gran
público. Mark Tungate, periodista y autor del libro Luxury World, nombra
las sastrerías centenarias de Savile Row como ejemplos paradigmáticos. «Los
nombres del hiperlujo están íntimamente relacionados con lo manual y lo hecho a
medida. Su clientela suele conocer su existencia porque suenan dentro de su
círculo», matiza.
Fendi cuenta con un servicio que permite a sus clientes más selectos
personalizar sus bolsos.
Sin embargo, ahora que las enseñas más conocidas quieren posicionar
sus productos dentro de este segmento, todo apunta a que esta sensación de
secretismo acabará siendo cosa del pasado. Pero ¿por qué una firma icónica y
mundialmente conocida necesita hoy adentrarse en este ámbito?
En primer lugar, porque su clientela potencial parece reclamarlo: la
alta costura, quizá el tipo más clásico de hiperlujo dentro de la moda, está
viviendo una época de bonanza económica. Y aunque se trata de un sector que no
suele aportar cifras concretas, hoy sabemos, por ejemplo, que Chanel ha
experimentado un aumento en sus ventas durante los últimos dos años, que Armani
Privé creció un 50% entre 2010 y 2011 y que el Dior Couture de Raf Simons se ha
visto reforzado en un 24%. Lo mismo ocurre con su correlato masculino, la
sastrería tradicional británica, que, tras años en decadencia, ha visto
resurgir su facturación en un 11%.
Al mismo tiempo que se incrementa la compra de trajes únicos,
descienden los ingresos anuales de algunas de las marcas de lujo más famosas. A
principios de este año, la agencia Bloomberg anunciaba que Gucci había
registrado en 2012 los beneficios más bajos de los últimos cuatro años.
Reuters, por su parte, se hacía eco de las declaraciones que el director
financiero de Vuitton emitió el pasado octubre: «Estamos creciendo más despacio
que el resto de firmas del grupo LVMH».
Dicha fama mundial es, precisamente, la principal culpable del
descenso. «Vuitton es, sin duda, la marca más rentable del grupo LVMH, pero ha
alcanzado tal nivel de difusión que necesita reforzar su contenido. Hasta el
momento lo había hecho colaborando con artistas y realizando eventos
exclusivos, ahora también lanza productos de ensueño para que los más ricos
recuperen el interés por la maison», argumenta Kapferer. «Nunca el
lujo había importado tanto a un grupo tan amplio y tan variado de gente. Así
que, naturalmente, la élite a la que antes iban destinados estos objetos y
servicios necesita diferenciarse del resto de algún modo. Por eso han surgido
conceptos como el metalujo o el hiperlujo», añade Sophie Doran.
Ni siquiera Asia, el mayor mercado de este sector en la actualidad,
está adquiriendo los bolsos y las prendas emblemáticas de las grandes firmas.
China ha dejado de ser esa gallina de los huevos de oro que hizo que las casas
de moda más importantes duplicaran sus ganancias durante la última década: de
febrero a marzo de este año, las ventas de este tipo de artículos en el país
asiático han caído un 53% con respecto al año pasado. «Ha habido un cambio de
mentalidad en las economías emergentes», cuenta María Eugenia Girón, directora
del observatorio Premium y prestigio de IE y Mastercard. La corrupción ha
tenido que ver en la transformación del modelo: «El Gobierno ha pedido a sus
funcionarios que se abstengan de llevar grandes relojes y logos en lugares
públicos para no fomentar el fraude. Eso ha hecho que los regalos ostentosos
que se ofrecían en ceremonias tradicionales hayan dejado de verse», añade.
La tienda Gieves & Hawkes en Savile Row, Londres
Foto: Getty Images
Poco a poco, el consumo desenfrenado de logos que siguió al boom económico
de Asia y ciertos países del Este se ha ralentizado y ha ido dejando paso a un
tipo de lujo más discreto, individual y hedonista. «En este tipo de sociedades,
los logotipos ayudan a afianzar el orden social. Y cuando eso ha ocurrido,
empieza a buscarse una clase de compra más personal», explica Girón. «Una vez
que te has hecho con tres bolsos míticos y un par de joyas de marca, ¿qué es lo
próximo que deseas? Algo con componentes artísticos e individuales. De ahí que
el hiperlujo apele a la creación personalizada, discreta y sin restricciones»,
apunta Jean Noel Kapferer.
Por eso, en esta nueva tendencia la supresión de las insignias es
requisito indispensable. Los nuevos bolsos de Vuitton, Gucci o Prada, entre
otros, ocultan sus emblemas característicos y muestran el potencial de la marca
a golpe de materiales y acabados sibaritas. En definitiva, una traslación del
universo de la alta costura al ámbito de los accesorios. Y dada la buena
acogida que esos vestidos de cinco cifras están teniendo entre la clientela
asiática y árabe, todo apunta a que esta evolución en los complementos frenará
el decrecimiento de las casas de moda billonarias.
Sin embargo, no hay que olvidar que el cambio en el panorama social se
extiende más allá de las fronteras orientales. Y el lujo debe responder ante
ello. ¿Es el hiperlujo una tendencia pasajera o una transformación del modelo
de consumo de élite? ¿Habrá un cambio de paradigma en el sector?
«Hay una polarización de la riqueza a escala mundial. No son solo las
diferencias entre países, dentro de ellos la distancia entre ricos y pobres es
cada vez más pronunciada»,argumenta María Eugenia Girón. «Ahora mismo la venta
de artículos aspiracionales no es la que más está creciendo. Es la del lujo
absoluto», explica. Por extraño que parezca, hay muchos más multimillonarios
que antes –más de 200.000 personas superan los 30 millones de dólares, según la
sociedad financiera UBS– «y este tipo de consumidor huye de los productos más
conocidos, no necesita demostrar su estatus a través de ellos. Lo suyo es la
compra absolutamente genuina», explica Mark Tungate.
Quizá estemos asistiendo a los últimos coletazos del llamado «lujo
democrático». Las marcas parecen haberse dado cuenta de que, en un mundo
marcado por el abismo entre rentas, los modelos superventas ya no son un
reclamo tan efectivo. El consumo actual no conoce medias tintas. Ha cambiado la
demanda y, por extensión, los valores asociados a la experiencia lujosa: los
nuevos objetos de culto discurren por cauces individualistas y muy reservados.
El fichaje de Spaziani como diseñador del nuevo Vuitton hiperlujoso
es, con toda probabilidad, el movimiento visible de una transformación mucho
más amplia y silenciosa: «El lujo es lo extraordinario para la gente ordinaria
y lo ordinario para la gente extraordinaria. Y por mucho que estas firmas vendan
aspiraciones a los primeros, han de sorprender a la élite con sus productos»,
concluye Jean Noel Kapferer.
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