La obra de Bernstein se rehabilita
en la casa de su rival Karajan con el éxito de la 'mezzo' Cecilia Bartoli
SALZBURGO
El musical 'West Side Story', en el Festival de
Salzburgo. SILVIA LELLI
No existe noticia de que se haya removido la
tierra en la tumba de Herbert von Karajan, pero
tampoco resultaría extraño que el omnipotente maestro de Salzburgo hubiera
resucitado como el Comendador de Don Giovanni para remediar
una fechoría a su memoria, nada menos que el estreno de West Side
Story, cuyo autor, Leonard Bernstein, fue
un histórico rival y cuya música formó parte de las prohibiciones incorregibles
de Karajan.
La victoria póstuma de Lenny —póstuma en ambos
casos— ha llegado al extremo de que el público del Festival de Salzburgo,
severo, exquisito y difícil de desmelenar, agradeció ayer viernes el
espectáculo entre clamores y se avino incluso a bailar elMambo desde
las butacas, sin excepción entre las autoridades militares, la jerarquía
eclesiástica y esos espectadores que visten el traje regional de gala como si
fueran al entierro de Heidi.
Y no era el entierro de Heidi, sino el de Tony,
epígono de Romeo en la versión de Bernstein-Sondheim y víctima de un ajuste
callejero que puede plantearse ahora, igual que en 1959, precisamente por la
actualidad de la xenofobia, de la discriminación y hasta de las bandas urbanas
que perseveran en los arrabales neoyorquinos.
Se entiende así que la idea de Philip McKinley en
su dramaturgia consistiera en unflashback, una evocación de los hechos
que permitía a la mezzo Cecilia Bartoli presentarse a los
espectadores en la madurez de María. O de Julieta, de tal forma que ella,
superviviente de la lucha entre los clanes, ejercía sobre la escena un papel
omnisciente. Y se convertía en un metapersonaje, toda vez que la María original
de los años cincuenta aparecía representada por otra actriz, Michelle
Veintimilla, delegando los pasajes musicales en el carisma y la emoción de la
diva divina Bartoli.
Fue la mejor cantante del acontecimiento gracias a
la sensibilidad, a la exquisitez, al temblor aristocrático de sus cuerdas
vocales, pero ocurría en ocasiones que su papel superior en la escena y en la
obra la convertían en un cuerpo extraño. Estaba la Bartoli dentro y fuera de West
Side Story. Nos ejercía de cicerone en la trama. Y se
incorporaba a los dúos y a las arias —el término parece ortodoxo— para
justificar el entusiasmo con que ha amadrinado el éxtasis de Bernstein en
Salzburgo.
El éxtasis
de Dudamel
Éxtasis quiere decir que Gustavo Dudamel y
los muchachos de la Simón Bolivarincendiaron la académica Salzburgo
con una transfusión de sangre caliente. Hubo tanto color, tanta tensión, tanta
intensidad y tanta naturalidad en esta prodigiosa versión bolivariana que
cuesta trabajo imaginar alternativas de semejante relumbre.
Ardía el foso entre el hedonismo y la sensualidad.
Se producía una combustión sensorial que trasladaba a la escena todos los
síntomas de una erupción. Es la razón que concedía aún más originalidad a los
pasajes líricos, solemnes y hasta funerarios, demostrando que West Side
Story es una obra mayúscula del siglo XX en su audacia melódica,
vitalidad rítmica y complejidad armónica. No decae en un solo momento la
emoción de la partitura, y menos aún cuando Dudamel la pone a danzar como si la
música se deslizara embrionariamente en el swing de la
coreografía del podio.
Bailaba Dudamel como hubiera querido Bernstein y
lo hacían los bailarines evocando la coreografía original de Jerome Robbins.
Que permanece vigente en su impronta cinematográfica y que desquició a
los espectadores en la comunión del mambo. Fue la propina de un acontecimiento
cultural. Mediaba el reclamo de una gran diva, la Bartoli, e intervenía un rito
por la memoria de Bernstein en la casa de Karajan, pero el acabose del graderío
no se explica sin el fuego que proporcionó Dudamel.
Su imaginación en el foso al frente de las huestes
caribeñas sobrepasó las convenciones que moderaron la versión escénica de
McKinley. Fue el suyo un espectáculo vistoso, lucido, incluso espectacular,
pero la exhumación de West Side Story hubiera agradecido un
lenguaje teatral más vanguardista —en la forma, en las intenciones— y hubiera
merecido eludir la tentación de la cursilería y de la sensiblería. Incluido ese
final en plan Titanic que edulcoró los compases del réquiem
con que Bernstein moduló el desenlace trágico de su Romeo y Julieta.
No distinguieron los clamores la euforia hacia
todos los artífices. Hágase constancia de que todos los artistas recurrieron a
la megafonía. Y que ese privilegio insólito en Salzburgo y obligatorio en la ortodoxia
del musical permitió al tenor Norman Reinhardt (Tony) lucirse por encima de sus
posibilidades en un espectáculo de fabulosa competencia coral que ha tenido en
vela al sepulturero de Anif. Es allí, en las afueras de Salzburgo, donde a
Karajan el mambo de Bernstein le ha alterado su sueño eterno.
http://cultura.elpais.com/cultura/2016/05/14/actualidad/1463222684_097106.html
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