El certamen más importante del
mundo es el mayor bazar cinematográfico, una megatienda de derechos de
películas que cada año genera unos 1.000 millones de euros
Cannes
Julia Roberts en el estreno de 'Money Monster'. Vincent
Desailly/ Getty Images
Esa que ven acercarse por La Croisette es Loulou reivindicando
su nombre con ese toque genial, rescatado de aquel inolvidable eslogan de
perfume en los odiosamente lejanos ochenta: “Loulou, c’ est moi!”.
Se dispara su risa nerviosa desde debajo de su boina negra. Loulou, a secas,
dejó atrás los sesenta con la lozanía de una vieja adolescente y ha venido
desde Niza como cada mayo, y como cada mayo se instala enfrente del Palacio de
Festivales de Cannes —Le Palais, para los viejos del lugar— a la caza de un
autógrafo, un selfie, una sonrisa, un algo. “Mire… pase envidia”, y
abre el cuaderno por el que desfilan las firmas o las fotos de Alain Delon, Sophia Loren, Brad Pitt, Salma Hayek… Loulou vive el Festival desde
su silla plegable —amarrada por las noches con un candado del tres— y asiste
cada tarde a la celebérrima subida de escaleras previa a la sesión de gala.
Como otros 100 o 150 fieles que cada día se plantan aquí desde cinco o seis
horas antes de la llegada de los dioses y las diosas, ve desfilar de cerca las
limusinas Mercedes de cristales tintados, los collarones de Chopard, los Jimmy
Choo en los pies de la aristocracia cinematográfica, los vestidos de Dior y los
esmóquines de Armani envolviendo los cuerpos gloriosos y se dice: “Aaah, esto
es Cannes”. Y es que esto es Cannes: no
solo películas. ¿Para qué sirve un festival así? Para que el último cine
mundial tome carta de naturaleza en forma de estreno, claro que sí, pero
también para que una ciudad como Cannes triplique su número de habitantes
durante 12 días (de 70.000 a 200.000) y reciba un impacto económico cifrado en
cerca de 100 millones de euros y para que productores, distribuidores,
exhibidores y programadores abrochen con estilográficas de pedrería los más
suculentos contratos que quepa imaginar… esos que, en cierto modo, marcarán el
devenir del gran negocio del cine en el año que sigue.
El Mercado del Cine de Cannes (Marché du Film) extiende,
en los sótanos del palacio de Festivales, sus 13.000 metros cuadrados de fábrica
de los sueños… de los sueños de hacer dinero. Así que, si uno se cansa de tanta
intensidad y sobredosis de autoría arriba (en las salas Lumière, Débussy o
Bazin, donde se desarrolla la programación oficial del festival) puede bajar
las escaleras mecánicas y sumergirse en una selva de pósters, folletos,
azafatas, azafatos, monitores escupiendo tráileres, ejecutivos llegados desde
120 países y docenas de cabinas diminutas donde podrá asistir al nuevo porno
coreano, el último pseudoblockbuster de catástrofes o ese
joven-director-filipino-que-será-el-nuevo-Godard. Las proyecciones también
tienen lugar en varias salas de cine de la ciudad.
Estamos en el mayor bazar cinematográfico del
mundo, una megatienda de derechos de películas que genera cada año unos 1.000
millones de euros. India, Sudáfrica y Corea del Sur son los países que más han
intensificado su presencia en los últimos tres años en esta meca del negocio
del cine. Por supuesto, las grandes operaciones de verdad no se cierran en
sitios tan vulgares como una cabina de proyección a 26 grados o una brasserie de
20 euros el menú del día. Como se comprenderá, cerrar un acuerdo de ventas internacionales
para una gran producción —Stan & Ollie, póngase por caso (con Steve Coogan y John C. Reilly
en los papeles de los adorables Stan Laurel y Oliver Hardy)—
requiere escenarios dotados de mayor sofisticación. Un alto ejecutivo de la BBC
no se va a jugar varios millones de libras en un antro. Para eso están las
reuniones en algunos de los mareantes yates privados que durante estos días
fondean en la bahía de Cannes. O las suites del Carlton, el
Martinez o el Hotel du Cap, a no menos de 3.000 euros el día. Pero ¿qué es el
chocolate del loro para los dioses del parné? O mejor aún: la Cinémathèque
Diane, una sala de proyección privada escondida en las alturas del Majestic y
donde el productor, distribuidor y fundador de Miramax Films Harvey Weinstein suele invitar a dos
de sus mayores aficiones: las películas y las botellas de champán vintage.
Su alquiler para dos horas vale 5.000 dólares. (unos 4.400 euros). Claro que
para lujos, la penthouse suite del Majestic se va de los
40.000 euros. Algo solo al alcance de algunos… como la actriz Salma Hayek y su
marido, el magnate del lujo François Pinault, que pernoctaron durante varias
noches del festival de 2011 en tan codiciadas alturas.
Araya A Hargate en la presentación
de 'Café Society'. - Fecha producción: Dato desconocido. - Nombre objeto:
530783686 - País: France Getty Images
Hay cerca de 40.000 acreditados, de los cuales
4.600 son periodistas. Generalizando, estos quieren entrevistar a las mismas
estrellas. Se ha entendido: por cuestiones de tamaño, no es posible. “Quien de
verdad se lo pasa genial en Cannes es mi mujer… yo salgo del avión, me llevan a
un hotel y lo único que hago durante tres días es atender a periodistas, yo
creo que más o menos a razón de uno cada 20 minutos…”, declaraba el otro día en
Cannes Woody Allen antes de presentar Café
Society, su nueva película y la número 13 de sus comparecencias en el
festival.
Por eso, existe algo así como una aristocracia del
acreditado, y eso depende del dichoso color que la organización haya decidido
conceder al afortunado… o al pobre diablo. El blanco es la gloria, el rosa con
círculo amarillo es un salvoconducto para casi todo, el rosa a secas está bien,
el amarillo es preocupante y con el azul tienes garantizados unos bonitos días
en el infierno. De hecho, ni siquiera el acceso a las ruedas de prensa está
garantizado: la inmensa mayoría de los informadores escuchan las ocurrencias de Kristen Stewart o de Steven Spielberg sentados en el suelo
delante de un monitor, cuando no en la habitación de su hotel. Las colas para
ver una película de la sección oficial son un espectáculo en sí mismas. Pueden
durar una hora y media y serpentean por varias zonas del palacio de Festivales,
según el grado de estrellato del autor en cuestión. No es esta, la 69ª, una
edición cualquiera de Cannes. Los atentados de noviembre en París, donde
murieron 137 personas y 415 resultaron heridas, marcó a la sociedad francesa de
forma traumática, y el mayor festival de cine del mundo no quedó fuera del
trauma.
Julianne Moore en la presentación
de 'Café Society'. Pascal Le Segretain/ Getty Images
Es esta también la edición del desembarco de Amazon, que produce cinco películas, incluida la de Woody
Allen. El año próximo será el de la incorporación de Netflix.
Junto a todo esto, hablar de la
presencia en La Croisette de gente como Marion Cotillard, Iggy Pop, Isabelle
Huppert, Léa Seydoux, Julia Roberts, George Clooney, Juliette Binoche, Jodie
Foster, Pedro Almodóvar o Loulou, la cazaautógrafos, puede resultar frívolo.
Ellos se plantarán estos días el reglamentario esmóquin, ellas el obligatorio
vestido largo… aunque hubo excepciones a la regla, claro: ni Picasso en 1953
(acudió con una chaqueta de piel de cordero) ni Madonna en 1991 (embutida en
un corsé de Gaultier)se plegaron a las instrucciones del festival.
Este año ha sido Julia Roberts quien
se ha saltado el protocolo pisando descalza la alfombra roja.
Frivolidad, banalidad, lentejuela. Pero, ¿qué otra cosa es Cannes sino la
inmensa e imparable, insoportable y fascinante, fábrica de frivolidades? ¿Qué
sino la gran fábrica de los sueños… del cine… y el dinero?
http://elpais.com/elpais/2016/05/13/estilo/1463153639_316922.html
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