La nueva temporada perpetúa
las ideas y la vivacidad del artista más influyente del siglo XX, de cuya muerte se
cumplen 50 años
ÁNGELA MOLINA
Hay una estaca clavada en
el borde del peldaño que da acceso al apartamento veraniego de los Duchamp, en
Cadaqués. Es una singular señal humana, en sus vetas se reconocen las huellas
de los finos y alargados dedos del artista. Hace 11 años que el matrimonio pasa
las vacaciones en su casa de Port d’Alguer, no la de arriba, una torre de
ajedrez que los defiende del viento seco e ingrato, sino la de la chimenea
anaglifa, porque subir escaleras hasta la antigua vivienda empieza a ser difícil
para el achacoso y presumido artista. Allá celebrarán su 81º cumpleaños
acompañados de Man Ray y su esposa Juliet. En esa hermosa mañana del mes de
julio, Marcel Duchamp no tiene la más remota idea de que aquellos escalones van
a consumir su energía. Pero él no se siente muy cambiado, los días se suceden
como en cualquier otro verano, cada mañana su paseo al Melitón para echar una
partida de ajedrez y por la tarde dormitar al sol o de pie, en el alféizar de
la ventana, con algún comentario lacónico sobre el tiempo.
A finales de septiembre,
Teeny y Marcel regresan a París en tren desde Barcelona. Él está enfermo,
padece cáncer, y aunque acaba de superar un resfriado que le ha complicado
mucho la salud, tiene ganas de ver a sus amigos de siempre, los Lebel, los Man
Ray. Tras una velada divertida, el matrimonio se retira a su habitación. Él
entra en el cuarto de baño mientras ella le espera en la cama. Pasan los
minutos, demasiados. La mujer llama a la puerta y, al no obtener respuesta,
entra y ve a su marido en el suelo sin vida. Al día siguiente, 2 de octubre de
1968, The New York Times publica en portada la noticia de la muerte de Duchamp
y Le Figaro la anuncia en la sección de ajedrez. Sus cenizas están enterradas
en el cementerio de Ruán junto a las de sus padres y hermanos. “D’ailleurs,
c’est toujours les autres qui meurent”, se lee en su epitafio.
Este otoño se cumplirán 50
años de la muerte de Marcel Duchamp, una efeméride asombrada por un eclipse que
ya empieza a asomar y que irá de este a oeste, de norte a sur del globo: el
quinto centenario del fallecimiento de Leonardo da Vinci (1519-2019), con quien
nuestro artista compartió la idea de que el arte era mental (la cosa mentale),
además de un interés por la ciencia y la intervención del azar, la óptica, las
máquinas y la escritura de sus pensamientos, que expresaba de forma críptica.
Ah, y la Mona Lisa.
Con Julião Sarmento, el
artista compartiría la visión del ‘voyeur’ y la representación de la mujer como
motor del deseo
Duchamp tenía el influjo de
la autosuficiencia que da la ironía y una manera de dudar que le llevó a
ampliar las fronteras del arte. Durante décadas, su obra ha tenido un efecto de
movimiento artístico, el único que no es un ismo pero sí una actitud parecida a
la indiferencia: lo duchampiano. Empañó para siempre los pulcros cristales del
historicismo, del arte heroico moderno, el de la retina, que en pintura —y
gracias a su tardío reconocimiento hacia Courbet— creía que debía aceptarse
forzosa y contradictoriamente como fundamento de la cosa mentale. Todo había
empezado con una pala quitanieves y un urinario boca abajo. Y fue precisamente
en el cuarto de baño donde Duchamp se despidió de la vida, aunque fueran otros
los que iban a ir muriendo, no él, ya que fue él, y no Picasso —fallecido cinco
años después—, el artista más influyente del siglo XX.
Imposible negar que el arte
actual está “contaminado” por la visión vanguardista de un creador que dejó su
testamento detrás de un portalón de madera a través del que se veía un cielo
iluminando los sórdidos descampados. De ahí que la mayoría de las exposiciones
que anuncian los museos para este otoño sean de artistas que se han acercado a
la habitación oscura y subrepticia de Duchamp.
En el fotógrafo italiano
Luigi Ghirri (MNCARS, 26 de septiembre), Duchamp habría reconocido la
importancia de un aparato como la cámara fotográfica para crear
“reproducciones” que permiten distinguir la identidad precisa de un ser humano
y su vida de la imagen del humano y su vida. Del conceptualismo del uruguayo
Luis Camnitzer (MNCARS, 17 de octubre) sustraería la placa con la frase This Is
a Mirrow And You Are a Written Sentence (1966-1968) para colocarla de espejo de
su propio epitafio (porque las palabras son el mejor espejo de uno mismo).
“Reflejo y vanidad, por eso nos alarman”, escribió Borges.
Con el portugués Julião
Sarmento (CGAC, 9 de noviembre), Duchamp compartiría la visión del voyeur y la
representación de la mujer (sin cabeza) como motor del deseo. En Giacometti
(Guggenheim Bilbao, 19 de octubre) vería no sólo una afición parecida por los
objetos surrealistas con connotaciones eróticas, también su contradictorio
rechazo por la fama: “El mejor medio de tener éxito es huir de él”, pensaba el
suizo. Los portugueses Estrela, Gusmão y Paiva (Casa Encendida, 10 de octubre)
heredan de Duchamp un cine anémico y las ilusiones ópticas, así como la visita
a nuevos territorios que conjugan ciencia, percepción y magia. El alemán Max
Beckmann (Museo Thyssen, 23 de octubre) coincidiría con la importancia del
movimiento en la pintura, al forzar al espectador de sus trípticos a mover el
ojo de un panel a otro como si estuviera editando una película.
Rrose Sélavy, nacida ya
crecida en la mente de Duchamp en 1920 (desapareció sigilosamente en 1941), fue
la quintaesencia del dadá neoyorquino y despejó el camino hacia la
performatividad del género en el arte (“mucho mejor que cambiar de religión
será cambiar de sexo”). Un ejemplo es Lorenza Böttner (La Virreina, 6 de
noviembre), artista discapacitada de origen alemán que trabajaba con la boca,
los pies y la gasolina de la ira para liberar la anarquía sexual del osario del
gran arte.
Y un calambur final.
Exponer Después del 68. Arte en el País Vasco (Museo de Bellas Artes Bilbao, 7
de noviembre) suena, como diría Duchamp, demasiado parecido a “desposarse”. En
el arte, todos son vínculos.
https://elpais.com/cultura/2018/09/03/babelia/1535976076_624808.html
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