CARLOS REVIRIEGO
Inspirándose en varios capítulos históricos de los años calientes de la Guerra
Fría, Steven Spielberg regresa con un thriller político protagonizado por Tom
Hanks y Mark Rylance. Con aspecto clásico pero narrativa contemporánea, cuyo
guión firman los hermanos Coen, El puente de los espías rescata
los fantasmas del pasado para arrojar luz sobre las tensiones del presente
entre Estados Unidos y Rusia. El autor de La lista de Schlinder y Munich sustituye
el espectáculo por el arte de la negociación.
Con Lincoln, su anterior largometraje, Steven Spielberg emprendió un nuevo desvío en su carrera. Película hablada y tenebrosa, que habitaba en las alcantarillas de la batalla política que se libró para la abolición del esclavismo, más que un biopic del presidente más admirado de Estados Unidos se trataba de un thriller político de cámara. Con esta extraordinaria, casi milagrosa y todavía infravalorada película, la marca de agua de Spielberg se disolvía en el desconcierto de unas imágenes más teatrales que cinemáticas, con más palabra que movimiento, y que sustituía la emoción sentimentalista con el historicismo crítico, pedagógico. ¿Dónde había quedado el Spielberg del gran espectáculo visionario? ¿Dónde el Rey Midas del filme de aventuras? ¿Dónde el amigo de los alienígenas? Con El puente de los espías, el cineasta norteamericano vuelve a colocarse el traje de historiador -como en La lista de Schlinder, en Munich, en El color púrpura o en Amistad- para escenificar un capítulo histórico, de nuevo con una figura heroica como vector moral y emocional del relato.
Con Lincoln, su anterior largometraje, Steven Spielberg emprendió un nuevo desvío en su carrera. Película hablada y tenebrosa, que habitaba en las alcantarillas de la batalla política que se libró para la abolición del esclavismo, más que un biopic del presidente más admirado de Estados Unidos se trataba de un thriller político de cámara. Con esta extraordinaria, casi milagrosa y todavía infravalorada película, la marca de agua de Spielberg se disolvía en el desconcierto de unas imágenes más teatrales que cinemáticas, con más palabra que movimiento, y que sustituía la emoción sentimentalista con el historicismo crítico, pedagógico. ¿Dónde había quedado el Spielberg del gran espectáculo visionario? ¿Dónde el Rey Midas del filme de aventuras? ¿Dónde el amigo de los alienígenas? Con El puente de los espías, el cineasta norteamericano vuelve a colocarse el traje de historiador -como en La lista de Schlinder, en Munich, en El color púrpura o en Amistad- para escenificar un capítulo histórico, de nuevo con una figura heroica como vector moral y emocional del relato.
El incidente del U2
El relato está inspirado en hechos
reales acontecidos durante los años calientes de la Guerra Fría, cuyos
fantasmas parecen dispuestos a visitarnos en estos tiempos. Ejerce de
catalizador dramático el famoso incidente del avión de espionaje americano U2 abatido
en suelo soviético en 1960, que se saldó con la captura del piloto americano,
Francis Gary Powers, si bien otra serie de acontecimientos menos conocidos
completan el rompecabezas del thriller político, como el encarcelamiento de un
espía ruso, la historia berlinesa del estudiante americano Frederic L. Pryor
que acabó en el lado erróneo del muro, y el consiguiente intercambio de espías
en territorio alemán. Greogry Peck, acaso en un intento de recuperar para la
pantalla la integridad y nobleza del abogado Atticus Finch que acababa de
interpretar en Matar a un ruiseñor (1962), trató sin éxito de
trasladar esos mismos hechos a la pantalla en 1965, pero la MGM enterró el
proyecto por su proximidad con los acontecimientos y las tensiones en carne
viva tras la crisis de Bahía de Cochinos. Que medio siglo después sean Spielberg y Tom Hanks quienes regresen
a esta historia no solo alumbra
las relaciones entre bambalinas de la política internacional de hoy y de ayer,
sino los legados entre el Hollywood del siglo XX y del XXI.
A pesar de su apariencia, no es un
ejercicio de nostalgia ni un comentario anacrónico del mundo
En septiembre de 1959, con la
intención de modular las tensiones postbélicas entre los dos mundos, Nikita
Kruschev y Dwight Eisenhower se reunieron para declarar conjuntamente que
“todas las cuestiones internacionales pendientes deben resolverse no por la
aplicación de la fuerza sino mediante negociaciones”. El argumento del filme de
Spielberg es esencialmente la puesta en escena de ese deseo entre mandatarios,
y por lo tanto, se trata de una película sobre el arte de la negociación, al
igual que lo era Lincoln. En la brillantez de los diálogos, a partir de un guión de Matt
Charman rematado por los hermanos Coen, confía esta vez Spielberg la espectacularidad de una película con una
sola, y muy breve, secuencia de acción. Sesgado en dos partes, un
bloque que acontece a finales de los años 50 en Nueva York, y otro a principios
de los 60 en Berlín -subrayando mediante elipsis la histórica cumbre de antagonistas-, El
puente de los espías traslada el pretérito de paranoias y tensiones
ideológicas a un presente en el que resurge la confrontación entre Estados
Unidos y Rusia y los temores de una nueva contienda mundial.
El trayecto del héroe
La construcción del Muro de Berlín en El
puente de los espías
Todo el filme se construye a partir
de los contrastes y los desdoblamientos, como si un solo sentido y una sola
mirada no pudieran dar cuenta de la complejidad de los hechos que relata. No en
vano, el filme arranca con un plano tributo al Triple autorretrato (1960)
de Norman Foster, en el que un hombre de espaldas se mira en el espejo mientras
pinta su autorretrato: tres miradas a un mismo fenómeno. El trayecto del héroe
descansa en el abogado James B. Donovan (Tom Hanks), un tipo de Brooklyn con
alergia a Washington, un personaje salido de una película de Frank Capra que
destila idealismo, inteligencia y tenacidad. Será nuestro hombre común envuelto
en circunstancias extraordinarias. En la primera parte, su inesperada misión
pasa por defender en los tribunales al hombre más odiado de América: el pintor
Rudolf Abel (Mark Rylance), supuesto espía ruso, que en los primeros instantes
del filme es capturado por la CIA. El jefe de Donovan le conmina a ejercer una
defensa protocolaria, pues nadie espera (ni desea) la inocencia del cliente,
pero la integridad del abogado le impide abandonar su profesionalismo y ética
constitucional: “El respeto a la ley es lo que nos diferencia de ellos”,
sostiene el letrado, refiriéndose a los rusos. Con su defensa del enemigo, Donovan
pone en peligro la firma para la que trabaja, su integridad y la de su familia.
Es el último caballero sin espada, el último hombre honesto.
Desde que el filme aterriza en
Berlín, no podremos predecir qué pasos dará el drama.
¿Pero hay sitio para los Mr. Smith
en el cine de hoy? ¿Cómo podemos lidiar con los ideales románticos y las
utopías del hombre decente en un mundo desencantado por la corrupción, la
vigilancia global y la crisis democrática? El puente de los espías no es un ejercicio de nostalgia cinéfila ni un comentario
anacrónico del mundo. A pesar de su apariencia clásica -la
impecable factura, la sobria dirección, la expresiva fotografía de Janusz
Kaminski-, el filme se adentra en territorios ambivalentes. A partir del
ecuador de la película, cuando Donovan es absorbido por la CIA para negociar un
intercambio de rehenes en un Berlín circa 1962 atareado en la construcción del
muro, El puente de los espías revela su carisma netamente
contemporáneo. Desde que Donovan pone los pies en suelo alemán dividido, no
podremos casi nunca predecir qué próximo paso dará el drama, de manera que el
desconcierto que se apodera del espectador empieza a jugar un inequívoco papel
de identificación pscicológica con el protagonista, que se ve arrastrado a un
proceso kafkiano en el que al deber patriótico se suma la obligación moral.
La voz de la conciencia
De modo que el letrado Donovan
emerge como voz de la conciencia, señor Integridad, el hombre común que se
adentra en una película de espías para protagonizarla. No solo en una película
de espías, sino en una película de los hermanos Coen, y es en esa improbable
declinación entre en la cara descubierta de Spielberg y el humor esquinado de
los autores de Quemar después
de leer (2008) -película sobre la idiocracia del espionaje
internacional- donde El puente de los espías busca su insólita
identidad. El contraste es tan excepcional como fructífero. Los retratos
cómicos y las situaciones absurdas -sobre todo en el bloque que transcurre en
la zona oriental berlinesa- serían del todo inimaginables sin la mediación
irónica de los hermanos de Minnesota, que afilan su pluma en la construcción de
personajes pintorescos, mecanismos psicológicos y diálogos memorables; así como
el corte que sutura la bandera americana, el juramento patriótico y un
delirante, pero real, mensaje para los escolares sobre qué hacer en caso de un
ataque nuclear. “Es la primera vez que colaboro de forma creativa con los hermanos Coen -dice
Spielberg, quien figura como productor de No es país para viejos-. Y creo que han aportado mucha frescura y ambigüedad a mi
forma de hacer cine”. Aunque la excentricidad coeniana, claramente
contenida, asoma en momentos concretos y determinantes, bien es cierto que la
candidez spielbergiana se ve necesariamente matizada en la exposición del
relato.
Spielberg no enmascara su identidad
en todo caso. No representa esta película un proceso de huída de sí mismo, sino
más bien una nueva reivindicación de la heterodoxia de su cine. Como en cada
una de sus películas, el autor de Tiburón y Minority Report busca hasta
encontrar esa imagen icónica que regula el ADN del filme. Lo
encuentra aquí en el eco resonante de dos situaciones, dos saltadores de
alambradas, imágenes separadas asimismo por el muro que se alza en la
estructura narrativa. El abogado contemplará desde el tren berlinés cómo unos
individuos son abatidos a tiros cuando tratan de saltar el muro coronado de
alambres, y al final del filme, de regreso a la “patria libre”, recordará (y
recordaremos) esa misma imagen observando, también desde un vagón en marcha,
cómo unos jóvenes saltan las alambradas que separan las casas de un vecindario.
En el corazón expresivo de ambas imágenes “espiadas”, entre la tragedia y el
juego, es donde El puente de los espías explora el singular
tono que se apodera de la propuesta.
Espías post-snowden
La complicidad que tiende Spielberg
entre el letrado y el espia ruso comparten una vibración renoiriana
En cierto modo, y como de forma más literal hace Spectre prejubilando
a James Bond, la película de Spielberg pone de relieve el modo en que el cine
de espías necesita reinventarse para tener algún valor en la era post-Snowden.
Ahora que los espías se disuelven en los algoritmos de las redes cibernéticas,
y que la mayor operación de espionaje es el sistema orwelliano de vigilancia
global del que todos somos víctimas, El puente de los espías apela
a la conexión humana entre antagonistas, en resaltar aquello que
tienen en común los enemigos, aunque sean su amor a la patria y su integridad
moral. De ahí emana con evidencia el factor humano (humanista) que seguiremos
asociando al cineasta que nos invitó a amar a los extraterrestres -la negra y
visceral La guerra de
los mundos fue una inconsolable reacción post 11S-, cuyo
cine proyecta tanto magnetismo como rechazos, pero que hoy es desde luego más
sabio y poroso a los matices.
En el puente Glienicke que da título al filme -puesto de intercambio de agentes secretos durante la Guerra Fría-, y en cuyo escenario se dirime el desenlace de la compleja negociación entra la CIA, la KGB y terceras partes implicadas, Spielberg nos regala el momento en que un cineasta americano se ha acercado más que nadie al alma de Renoir. La complicidad de caracteres, el vínculo emocional que tiende Speilberg entre el letrado americano y el espía ruso -¡qué gran actor es Mark Rylance!- comparten la vibración humanista que emergía de lo profundo de La gran ilusión en las escenas de los aristócratas Boeldieu y Von Rauffenstein. El Telón de Acero es poroso al humanismo.
En el puente Glienicke que da título al filme -puesto de intercambio de agentes secretos durante la Guerra Fría-, y en cuyo escenario se dirime el desenlace de la compleja negociación entra la CIA, la KGB y terceras partes implicadas, Spielberg nos regala el momento en que un cineasta americano se ha acercado más que nadie al alma de Renoir. La complicidad de caracteres, el vínculo emocional que tiende Speilberg entre el letrado americano y el espía ruso -¡qué gran actor es Mark Rylance!- comparten la vibración humanista que emergía de lo profundo de La gran ilusión en las escenas de los aristócratas Boeldieu y Von Rauffenstein. El Telón de Acero es poroso al humanismo.
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