lunes, 7 de diciembre de 2015

GRANDE NUCCI EN SU RIGOLETTO DEL TEATRO REAL


RIGOLETTO. Giuseppe Verdi (1813-1901). Teatro Real. 3/XII/2015

Melodramma en tres actos
Libreto de Francesco Maria Piave, basado en la obra de teatro Le Roi s'amuse (1832) de Victor Hugo.
Estrenada en el Teatro La Fenice de Venecia, el 11 de marzo de 1851 y
en el Teatro Real de Madrid, el 18 de octubre de 1853.
Producción de la Royal Opera House Covent Garden de Londres.
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real.
(Coro Intemezzo / Orquesta Sinfónica de Madrid)



Dirección musical: Nicola Luisotti
 Dirección de escena: David McVicar
Escenografía: Michael Vale
Figurines:Tanya McCallin
Iluminación: Paule Constable
Coreografía: Leah Hausman
Dirección del coro: Andrés Máspero
Duque de Mantua: Stephen Costello
Rigoletto:Leo Nucci
Gilda:Olga Peretyatko
Sparafucile:Andrea Mastroni
Maddalena:Justina Gringyte
El conde de Monterone: Fernando Radó
Marullo: Àlex Sanmartí
Matteo Borsa: Gerardo López
El conde de Ceprano: Tomeu Bibiloni
La condesa de Ceprano: Nuria García Arrés
Giovanna: María José Suárez
Un paje de la duquesa: Mercedes Arcuri


Harto estaba seguramente Victor Hugo, poeta, dramaturgo y pensador de vida atribulada, de tiranuelos de poca estatura y otras desgracias históricas y personales, para condensar en unos personajes como los de Le roi s´amuse, toda la energía pero también toda la desolación y la maldad del ser humano, su prójimo.
 Situada para pasar la censura, en la ciudad de Mantua y con la ausencia del protagonista encarnado originalmente por Francisco I, como quería el escritor francés, la obra que dará vida a Rigoletto encarna los claroscuros de una época que, con la mirada hacia atrás vuelta en Grecia y Roma, no olvidó la supremacía de la razón de estado de Maquiavelo, el veneno, la estulticia y la daga.

Pedirle humanidad a estos reyes y gobernantes hubiera sido tan anacrónico como esperarlo de un Nerón o de un Calígula. Extender la comprensión del siglo XXI sobre aquellas figuras y esos actos nos alejarían del resplandor fatuo de unos tiempos ambiguos. Y sin embargo ahora, con todo lo que está ocurriendo, nos saltamos las etapas de la historia pasada y vivida, no aprendida, para volver a toda velocidad a la caverna. Rigoletto es hoy, a la vista de los acontecimientos presentes (muerte, desolación, refugiados, más tiranos, la ley del talión, el código de Hammurabi) una pequeña almendra- gloriosa- en los territorios del desatino humano.

En estos días, la maldad como acto de vida y muerte, el asesinato, el abandono de cualquier tipo de reglas del juego, se han vuelto como entonces extrañas, ausentes. 

El Renacimiento fue el Chambord que Francisco I le encargó a Leonardo da Vinci, pero también las máquinas de guerra que ideó y llevó a la práctica para gloria de los mecenas poderosos ahítos de sangre y territorio. Julio II, el papa,  le pidió la Capilla Sixtina a Miguel Ángel pero nunca abandonó su armadura de guerra.

Con todos estos mimbres, la traición, la falta de escrúpulos, el homicidio como forma de estar en el mundo y asegurarse el jornal y la supervivencia, el poder, se fabricó Le roi s´amuse y su ahijado literario, Rigoletto, el jorobado inmortal.

La del 3 de diciembre fue una noche grande en el Teatro Real. Leo Nucci, el barítono que atraviesa las décadas con su representación del verismo, de Verdi y en parte del bel canto, contribuyó en gran medida al éxito de la velada.

Lo suyo es arte, técnica, saber hacer, pero también es un milagro.
Pasados ya los setenta y las 510 representaciones, salva con gallardía una parte difícil donde las haya, una trampa peligrosa para los cantantes que no saben actuar o no tienen su talento.

Como todos esperaban luego del estreno en que ya había habido el bis de “vendetta”, volvió a repetir la hazaña generosa del 2009 cuando junto a Patricia Ciofi, bordó un dúo fantástico que sigue en el recuerdo.



Sus “deh, non parlare al misero”, “cortigiani, razza dannata” (que me enciende especialmente por resonancias personales recientes) y la ya proclamada “vendetta”, se hacen un hueco en la historia de su tesitura de barítono. Su nuevo “encore” fue un regalo.

16 interpretaciones de Rigoletto y 4 con Leo Nucci, demuestran el intento del Teatro Real para estar a la altura de la afición y de sus compromisos, muchos.

A Nucci lo acompaña en esta ocasión Olga Peretyatko, en el papel de Gilda, de bonita presencia escénica y evidente frescura vocal, a pesar de que por momentos, se retrasa y le falta ese apasionamiento meridional que su origen eslavo parece no brindarle, porque en el este de Europa, se ama, se vive y se muere de otra manera. “Povero Rigoletto”, no, “povera Gilda”, innamorata di un nome…

El duque de Mantua es Stephen Costello, a ratos engullido por una puesta en escena que no le deja espacio psicológico, aunque tiene un excelente fraseo y legato. Sin embargo, su dicción, como la de Peretyatko, podría y debería mejorarse. Su “La donna è mobile” no incendió como en otras ocasiones, con otros tenores la platea (Nucci recuerda siempre en sus relatos la gallardía de Carlo Bergonzi y Alfredo Kraus en estos roles).

Andrea Mastroni como Sparafucile convence y mucho, es elegante y seductor como el duque, pero más directamente ejecutor que este. Tiene una emisión segura y serena y buen fiato y se disfruta su italiano, señorial y claro.

La Maddalena de la cantante lituana Justina Gringyte fue correcta en lo vocal, pero le faltaron los arrestos de apasionamiento y ardor, propios de su papel.

El resto de los artistas acompañantes como Fernando Radó en el conde de Monterone, Alex Sanmartí como Marullo, Gerardo López como Matteo Borsa, Tomeu Bibiloni en el conde de Ceprano, María José Suárez como Giovanna, Mercedes Arcuri y Claudio Malgesini en los roles de paje de la duquesa y ujier de la corte respectivamente,  contribuyó a hacer de la función un proyecto consumado.

La dirección de Nicola Luisotti se hizo con gusto, intentando y consiguiendo el difícil equilibrio de dinámicas y fuerzas vocales y escénicas que reclama una ópera de este calado. Se mostró disponible para los cantantes, aunque en algún momento, poquísimos, osciló hacia esa musicalidad fácil y trivializada que puede aparecer cuando Verdi no se lleva con batuta de hierro y guante de seda.

La dirección de escena de David Mcvicar, en producción para la Royal Opera House, fue un tanto vulgar y evidente en las escenas abiertamente sexuales del primer acto, porque la degeneración de la corte de Francisco I era real pero bastante más subterránea y sofisticada.

Un plano inclinado en una plataforma giratoria intenta cubrir todas las necesidades de la obra, que carece de luz, incluso cuando hace falta o se impone por necesidades del guión. Es una concepción teatral que sobrecarga la acción en lugar de subrayarla, con mayor sofisticación, con delicadeza, porque el mal no tiene que ser necesariamente banal o zafio, no lo es en general.

Personalidades de todo rango y condición llenaron la platea del Teatro Real y aún sus palcos y plantas superiores, porque estaba todo vendido y adjudicado desde días antes de la representación. Eso es una propuesta con Leo Nucci. Un entusiasmo inefable pero merecido.

El público aplaudió mucho pero para horror de un conocido director de una importante sala de conciertos madrileña, que estaba justo delante de mí, abandonó con extraordinaria rapidez las localidades. La magia y la fascinación  de Rigoletto ya habían pasado, como una puñalada, como un fogonazo. No hay tiempo para recompensar a los artistas. La representación debe continuar ahora pero en otra parte, como en la corte que glosaban Victor Hugo, Verdi, Piave y Rigoletto, y a lo peor, estos cortesanos contemporáneos, ni siquiera habían pagado su entrada.

Alicia Perris


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