Cruceristas y estatuas de Napoleón en la corsa Ajaccio, su ciudad natal
Punta de la Parata, en la
costa de Ajaccio (Córcega). / RICCARDO
SPILA
Es difícil escapar de Napoleón en Ajaccio. En el
aeropuerto ya se ve un busto suyo en una de las salas de espera, y nos aguardan
en la ciudad donde nació muchas más efigies del futuro emperador, solo o entre
leones y damas alegóricas, de pie, a caballo, en bronce, en mármol, y brillando
de noche en las luminarias que adornan las calles del centro. Napoleón contó
además para impregnar su tierra natal con una amplia y poderosa familia. Su
padre, Charles, miembro de la pequeña nobleza corsa, luchó por la independencia
junto al libertador Pascal Paoli (la segunda figura más honrada en toda la
isla; la tercera sería, al menos en Ajaccio, Tino Rossi, el melifluo cantante
melódico). Córcega fue 14 años independiente, hasta que en mayo de 1769 Paoli
perdió con sus tropas la batalla de Porto Novo y comenzó el dominio francés, al
que Charles Bonaparte se sumaría pronto. Su hijo Napoleón nació en agosto de
ese año, y aunque su carrera militar se forjó en la metrópoli, mantuvo siempre
lazos, no solo consanguíneos, con la isla, donde vivió largamente su madre,
Letizia Ramolino, y destacó su tío, el cardenal Fesch.
Estatua de Napoleón en la plaza de
Foch,en Ajaccio. /MAREMAGNUM
Situada en la rugosa y escarpada costa oeste de la
isla, Ajaccio mantiene un equilibrio encantador entre el pueblo marítimo y la
capital administrativa. Muy expuesta en su larga historia, como todas las islas
mediterráneas, a las invasiones, pacíficas y belicosas, Ajaccio fue turística
antes de la eclosión del turismo de masas que hoy la visita y casi abarrota
cuando los grandes cruceros amarran en su puerto. Su etapa de esplendor
cosmopolita fue el último tercio del siglo XIX y las primeras décadas del XX,
cuando la ciudad se expandió hacia su vertiente sur, donde creció el aún hoy
llamado barrio de los Extranjeros. Es una zona céntrica y hermosa de grandes
palacios hoteleros (hoy convertidos en sedes gubernamentales) y pequeñas villas
que van descendiendo desde las empinadas calles hasta la playa; el paseo
marítimo que la bordea lleva hasta la catedral, la Casa Bonaparte (amueblada al
estilo imperio y con piezas curiosas de memorabilia napoleónica)
y la punta de la ciudadela, hoy ya desposeída de su carácter castrense y solo
poblada en su foso por un par de cabras estoicas y unos asnos que muestran
simpatía hacia el que se asoma a verlos y les tira alguna chuchería.
JAVIER
BELLOSO
En el barrio de los Extranjeros es notable la
presencia simbólica de una de las residentes de la isla, Miss Campbell, que se
construyó en 1890 para vivir en él el Cyrnos Palace (hoy algo desconchado de
muros) y, siendo escocesa y piadosa, sufragó personalmente la construcción, a
pocos metros de su palacete, de una iglesia anglicana donde la numerosa colonia
británica pudiera cumplir sus deberes religiosos. Una calle que va desde la
gran arteria del quartier hasta el mar lleva en justo homenaje
su nombre: Rue Miss Campbell. Pero tampoco esta zona burguesa y residencial
carece de la impronta napoleónica. En un mirador amplio que se abre a la bahía,
la plaza de De Gaulle, no es el general quien la preside, sino Napoleón en
atuendo romano y custodiado grandiosamente por las estatuas de sus hermanos
varones; Joseph, entre nosotros conocido por Pepe Botella, luce
sobrio y dignificado. Aunque el altar napoleónico más atractivo corona el tramo
superior de dicha arteria, el Cours General Leclercq, que separa el barrio del
resto de la ciudad. Un trenecito lleva a la cumbre, haciendo sonar sus
campanillas; a pie el ascenso es también agradable hasta la plaza de
Austerlitz. Pese a que en esa batalla se selló el destino fatal del emperador,
su figura es ahí conmemorada solemne y aguerridamente. Una subida practicable
de escalones conduce a la estatua, en su iconografía más conocida: la espada al
cinto, la casaca al viento, el tricornio en la cabeza, y en este caso, como
detalle marcial, tres grandes balas de cañón junto al pie izquierdo. Todas sus
campañas militares y sus reformas legales están grabadas sobre el granito que
lleva a lo alto. Y después de la marcialidad, la leyenda sentimental: la Gruta
de Napoleò (así es su nombre en corso, lengua que hoy se extiende en la isla),
un conjunto rocoso donde, según cuentan, el niño de los Bonaparte se iba al
acabar la escuela y, viendo el mar al fondo, como hoy se sigue viendo, soñaba
sus triunfos.
Aire a la italiana
La sala de Napoleón en el
Ayuntamiento. / WALTER BIBIKOW
En la parte vieja de la ciudad, afeada en algún
tramo por edificaciones modernas sin gusto, se advierte un aire urbano a la
italiana (Córcega fue un dominio de las repúblicas de Pisa y Génova), sobre
todo en la calle peatonal del Cardenal Fesch, muy hermosa si uno levanta la
vista de la hilera de tiendas de souvenirs y bares uno detrás
de otro y ve las elegantes fachadas de cinco plantas con ventanas de batientes
pintados. Al fin de la calle está el museo que alberga la interesante colección
pictórica, sobre todo romana, que legó el cardenal, entre la biblioteca y la
Capilla Real, donde reposan los Bonaparte a excepción del propio Napoleón,
honrado en los Inválidos.
Hay una grata excursión (se puede hacer en
trenecito campanillero o en autobús) hasta la punta de la Parata. Las playas de
esta parte del golfo son muy finas de arena y muy limpias, e impresionante la
vista de las islas Sanguinarias, nombre poco acorde con su naturaleza verde y
desierta. Yo hice una parada en el bello cementerio marítimo, todo formado de
panteones, como una ciudad de los muertos. Me contó la amiga corsa que me
acompañaba que los alemanes, creyendo desde el aire que era la capital, lo
bombardearon, y así Ajaccio apenas sufrió destrucción.
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