“Sin Susan Sontag, no habría ganado el Príncipe
de Asturias”
Autora emblemática del imaginario de la cultura pop, Annie Leibovitz ha
capturado iconos de nuestro tiempo encarando siempre la polémica. Madre soltera
de tres niñas, se ha librado como ha podido de la ruina económica, pero no de
una fama global que le hizo acreedora del último Príncipe de Asturias de
Comunicación y Humanidades
Annie Leibovitz. / EFE
Si un marciano o nuestro más curioso tataranieto
quisiera hacerse una idea de cómo la cultura pop vestía su aspecto a caballo
entre el glamoury las excentricidades, tendría que repasar las
fotografías de Annie
Leibovitz. Con su trabajo en las revistas Rolling Stone o Vanity Fair, esta artista ha
sido definitiva para perfilar la iconografía de un tiempo salvaje y desenfadado:
el que viene de aquellos locos años setenta en los que se perfiló un definitivo
cambio a las costumbres y los nuevos dioses daban saltos sobre los escenarios
ante un público enfervorizado para refugiarse después en las drogas, al tiempo
que todos y cada uno de nosotros no nos resistíamos a evadirnos con las
estrellas de cine que desfilan sistemáticamente ante su objetivo. Leibovitz los
acerca y los distancia, los define y les dota de carácter, de actitud, sin
importar que coleccionen ‘oscars’, como Meryl Streep, o títulos dinásticos,
como la reina de Inglaterra.
Polémica y elegante, la fotógrafa ante la que
todos quieren retratarse acaba de recoger el Premio Príncipe
de Asturias de Comunicación y Humanidades llevándose a Oviedo
de calle y confesando después, para El País Semanal, su papel de madre soltera,
su recuerdo de Susan Sontag,
pareja suya de años, sus ruinas económicas y sus glorias, sus polémicas, en
fin, afrontadas ahora con un amable y distante escepticismo y su visión
hambrienta del futuro de la fotografía.
Ha llegado usted a Asturias y se marcha muy
rápido. Qué pena. No le ha dado tiempo ni a mirar. Se me hace duro por las
niñas. Dos tienen 8 años; la mayor, 12. Y soy madre soltera. Pensé en traer a
mi hija mayor, pero no puede faltar tanto a clase, son muy estrictos. Seguro
que vamos a regresar en verano porque esto es precioso. No me hacía bien a la idea
de lo que eran estos premios; sabía que son importantes, prestigiosos, pero no
que al llegar a una ciudad pequeña se organizaba todo esto, con tanta gente
implicada, el Príncipe tan involucrado en algo que empezó a hacer suyo desde
que tenía 12 años, con un discurso que se prepara como si fuese el del
presidente de Estados Unidos cuando afronta el del estado de la Unión… Me
imagino que en los últimos años con más responsabilidad tal y como anda el
país. Llegando desde el aeropuerto, observaba ese contraste del paisaje con las
fábricas, imaginaba todo lo que debe de estar cociéndose, y creo que hay
historias fotográficas que contar.
Un amigo mío fotógrafo, Jordi Socías, cuando le
preguntan qué tipo de cámara lleva y las virguerías que puede exprimirle a su aparato,
responde: “Yo no entiendo de cámaras…”. ¿Usted? Le comprendo… todo va
cambiando tan rápido. Cuando empecé en esto en la escuela de arte –yo iba para
pintora–, miraba por el objetivo lo que quería sacar y no entendía de técnica,
me limitaba a apretar el botón. Los fotógrafos artistas suelen comprender
bastante los aspectos técnicos, pero a mí siempre me ha parecido mucho más
central el contenido. Lo que voy a fotografiar. Lo crea o no, soy un desastre
para la técnica. La verdad es que me debería esforzar más en ese aspecto.
Después de 45 años dedicada a esto, va siendo hora de que me entere, ¿no cree?
Pero estoy aprendiendo… De mis colegas, y mucho, sobre el mundo digital.
¿Le gusta? Es nuevo, muy nuevo. Como un medio para tus
objetivos, lo que necesitas saber del mundo digital lo utilizas y vale. Pero me
estoy centrando mucho más en los retratos que en otros campos, aunque no me
gustaría que se me reconociera solo por eso. En dicho sentido, en cuanto a los
retratos, tomas decisiones que pueden ser apoyadas por la técnica: desde el
color y los tonos hasta el plano que decides; cuando lo abordas de una manera u
otra, la técnica te puede ayudar a elevarlo hacia determinado punto.
¿Lo importante es el ojo, la mirada? ¿O el mundo
digital podrá sobrepasar eso? El ojo es el centro y predomina aún. Con lo
digital ya prescindes de algunos puntos que podían resultar incómodos y
consigues ciertas novedades interesantes. Pero no se trata de elegir entre
naranjas o manzanas, ni aliarse entre lo nuevo y lo viejo. Si observamos las
fotografías de una publicación como National Geographic, vemos que se
aprecian más cosas desde el cielo o se observan con más minuciosidad las
profundidades del océano; todo eso se da gracias al avance de lo digital. A la
larga, puede que nos haga mirar de manera diferente, pero siempre será nuestro
ojo quien gobierne el proceso. Y las disquisiciones, las dudas que te imponga
la mirada, solo vas a resolverlas con la mirada, independientemente de los
avances técnicos.
¿Puede cualquiera hacer ‘una fotografía’? Bien, sí, cualquiera. La
fotografía se inventó para eso, para que cualquiera pudiera hacerlo: tomar imágenes
de los suyos, de sí mismos, de lo que les rodea, los amigos, los lugares que
visitas y quieres recordar… Pero si quieres convertirte en un fotógrafo, eso ya
supone una elección vital y la cosa cambia. Se transforma en algo distinto a
sencillamente tomar una fotografía. Necesitas valer, centrarte en determinado
trabajo, estudiarlo; es otra cosa. Pero ambos mundos deben convivir con
naturalidad. Vivimos una época excepcional para la fotografía como lenguaje
universal. Es un acto continuo y cotidiano. No le tienes que contar a un amigo
a miles de kilómetros qué estás cenando: haces una foto al plato y se lo
mandas. Es un lenguaje, una manera de comunicarse. Cualquier niño en el colegio
aprende a pintar y dibujar, pero si quiere ser Van Gogh o Matisse, ya es otro
asunto, va a tener que esforzarse. Es una elección. Hay espacio, de todas
maneras, para los profesionales y para cualquiera. No hay que asustarse –ay,
Dios mío, qué nos va a pasar–, es una pérdida de tiempo, es una estupidez.
Pero resulta inevitable entre muchos de sus
colegas. Pues a mí me pasa al contrario: me resulta muy excitante el completo
acceso a la facilidad de la fotografía, también de la imagen en movimiento. ¡Si
no, cómo mi madre nos iba a hacer películas de super-8! Nos sentábamos a ver
cómo esquiábamos montaña abajo, o viajábamos a Gettysburg, o íbamos a Alaska en
coche; otra cosa es que quiera ser Michael Hanekey
rodar una película, ahí me tengo que poner a currar.
¿Un error estirarse? ¿O contemplar el mundo que se
nos viene encima y que ya impone sus reglas entre nosotros como algo a lo que
se deben poner límites? Pues claro. La fotografía en sí cuenta con más poder de atracción que
nunca, como una manera honesta, transparente, de captar y dejar con nosotros
los lugares en los que estamos.
Aun así, usted se queja de que su campo sigue
siendo el revoltoso de la clase con respecto al arte. ¿Se les mira todavía por
encima del hombro? Que la fotografía es un arte no me voy a molestar ni siquiera en
discutirlo. Es un hecho que la gente ya lo considera como tal. Un artículo que
ha aparecido en The new Republichabla del fotógrafo
como la superficie sensible. Es su deber captar la imaginería y, sobre eso,
crear las imágenes que perdurarán. Desde su invención, la fotografía es un arte
que no ha dejado de meterse en problemas. Despreciado en muchos sentidos,
malentendido con algunos argumentos de peso, como cuando se abre el debate de
la imitación o la sustitución de la pintura, cuando algunos creen que debe
limitarse a ser un mero instrumento periodístico y no una forma de expresión.
Muy bien, bienvenidos sean los debates…
Del debate usted no se libra. Es compañero suyo
desde el principio de su carrera. Mire la que se montó con su retrato de la
cantante Miley Cyrus, salida
de la factoría Disney. Estoy más que acostumbrada. Lo generas. No busco intencionadamente la
controversia, pero sí el debate. Además, a medida que envejezco, me gusta
retratar a los jóvenes. Cuando llevas haciendo esto tanto tiempo, no puedes
repetirte, pero también disfrutas haciéndole una foto a tu madre.
Se ha limitado a mostrarse usted más que elegante
diciendo que esa imagen había sido malentendida. ¿Malentendida una fotografía?
¿En qué sentido? ¿Miley Cyrus? Por lo de siempre… Más o menos, que no estaba por la
labor de posar como yo quería y me enfadé. Es una niña que se está convirtiendo
en mujer. Estaba preparada para eso y creo que es una foto muy bonita.
Cierto. ¿Cuál fue el problema entonces? Es muy joven y trata de
encontrar su camino, es muy teatral y graciosa; de hecho, me encanta una
portada de Rolling Stone con ella sacando la lengua, como cagándose en todo.
Vende mucho, tiene su poder.
¿Pero una polémica con Miley Cyrus? Es tan extraño que surja ahí
cuando usted retrata a los Obama o a la reina de Inglaterra. Aparece donde
menos te lo esperas, ¿no cree? Lo impresionante de hacerte mayor es que no
puedes creerlo. Te relajas, le deseas a todo el mundo lo mejor, te ablandas,
quieres tranquilidad; entiendo que mi trabajo lo conlleva y si fuera
insignificante no afrontaría sus problemas, pero ser retratista produce estas
situaciones. La responsabilidad me obliga a estar en las buenas y en las malas.
El mundo es grande, pero mira este premio, el trabajo tiene muchas ventajas.
Ya que ha conocido al príncipe Felipe, por ejemplo,
si tuviera que hacerle un retrato, ¿cómo lo plantearía? No lo he pensado todavía.
¿Todavía? Ah, eso es que va a hacerlo. Sí, pero no sé cuándo. Él
está bastante ocupado, pero me gustaría hacerlo.
Annie Leibovitz (Connecticut, 1949) es una de las
grandes fotógrafas de la historia. Criada en una familia de padre militar y
madre profesora de danza, de descendencia judía, con ancestros en Rumanía,
comenzó a forjar su leyenda desde la redacción de la revista Rolling Stone,
donde entró con 19 años. Se centró en la cultura del espectáculo, pero abordó
el reportaje en lugares de conflicto como Ruanda o Sarajevo, adonde viajó
animada por su pareja, la escritora Susan Sontag. Hoy colabora regularmente con
las revistas Vanity Fair y Vogue.
Leí hace un momento que está de vuelta de todo,
que lo ha visto todo. Me extrañó. ¿De verdad? ¿Yo? No me han entendido.
Me parecía raro que ni siquiera se sorprendiera
usted de algo tan enigmático como la belleza. Debía de estar bromeando. Siempre me siento
curiosa; me he vuelto más blanda, pero sigo siendo curiosa.
Imagino que en ese mundo que usted retrataba en
los setenta, los ochenta, del rock salvaje, del cine, debe de haberse asombrado
mucho. Sí, he gozado de una carrera muy intensa, impresionante, pero jamás
me gustaría dar la impresión de sentirme de vuelta.
Llegar a Oviedo le habrá hecho sentir muy cerca
también a Susan Sontag, su pareja de años, que también recibió el Príncipe de
Asturias y que, por cierto, escribió un brillante ensayo sobre fotografía.
¿Hablaban mucho de su trabajo? No mucho… De verdad. Ella escribía sobre el
dolor ajeno en referencia a la fotografía. Pero su presencia se ha revelado
intensa en Asturias para mí. Cuando la conocí, me encontraba a mitad de mi
carrera, a finales de los ochenta. Tuve que retratarla, y a partir de ahí nos
unimos mucho. Ella me decía que yo era buena, pero que podía ser mejor. Sobre
el escenario, al recoger el premio, sentí que no se habría dado nunca ese
momento si no hubiera sido por ella. Susan instaló en mí la necesidad de
mejorar. Por ella diversifiqué y amplié mis objetivos. Por ella fui a Ruanda, a
Sarajevo, me tomé las cosas mucho más en serio y dejé de reírme del mundo. No
tengo duda. No me habrían dado un premio como el Príncipe de Asturias si no hubiese
conocido a Susan Sontag.
¿Tanto? Por cómo era mi mundo, reducido, por
ejemplo, a mi trabajo en Vanity Fair, a finales de los ochenta, principios de
los noventa, con esa efervescencia un tanto vacía. Aunque es una revista que
muestra interés por todo, en la que todo importa y seriamente, en profundidad.
Diferente a lo que era Rolling Stone, también más politizada y muy atenta a la
cultura pop, pero transgresora, realmente reivindicativa. También cuando pasé a
Vanity Fair empecé a interesarme por otros mundos, la danza por ejemplo,
asuntos de base, artes de tradición. Pasé de Alice Cooper a Barishnikov en
cierto sentido. Pero yo estaba muy dentro de la cultura pop y no precisamente
metida en ella, por ser fina, de la manera más sana… Susan me recordó de dónde
venía.
¿En qué aspectos? Empecé a buscar historias que
me devolvieran a mi origen más comprometido y comencé a reequilibrar mis
intereses. Me dirigí más a lo concreto y dejé de, digamos, rebajarme en
ocasiones. Ahora ella seguiría insistiéndome: haz lo que quieras, pero, por
favor, no tomes más retratos de gente tumbada en la cama. Susan fue la
responsable de que sacáramos a Demi Moore en portada, embarazada. Vio la foto.
Llamó a Tina Brown, la
editora de la revista, y se lo dijo. Venía del mundo académico, pero adoraba la
cultura popular y tenía instinto para comprenderla. De hecho, no aguantaba el
ambiente universitario, prefería la calle.
Y ahora, ¿se siente usted dentro de ese equilibrio
que encontró con Sontag? No, ahora no. Lo busco, pero no siempre lo encuentro. Bueno… ahora en
lo que me centro es en proyectos ambiciosos, es lo que más me gusta. The
women’s book, por ejemplo, algo que empecé a pensar con Susan cuando
vivía; American music, Artists in the studios,trabajos que no
preparo para las revistas, sino para mis libros…
Después de haber llegado a ese acuerdo con el
fondo de inversión Colony Capital, que se encargaba de gestionar sus
proyectos para pagar la deuda que usted contrajo, ¿no dejó de sentirse un poco
más libre? ¿Cómo quedaron sus derechos?Nadie se apoderó de mis derechos. Nunca. Fue un
momento terrible. Caí en manos de un desastre de administrador, Ken Starr, que
está en la cárcel ahora mismo; me llevó a una situación muy precaria, con gente
espantosa, y me ha costado muchísimo salir de ahí, aunque ya casi lo he
logrado, no al 100%, pero digamos que en un 98,8%. Nunca me había preocupado
del dinero, ni de su procedencia, pero a partir de ese episodio sí.
¿Se ha vuelto más responsable? Eso es, se acabó aquello de:
“Maja, vete a hacer tus fotos y yo me ocupo del resto”. Nunca más. Ahora
sencillamente nos preocupamos de que todo esté en orden. Fue una lección terrible.
Ahora estoy en el camino correcto.
Pero, insisto, las consecuencias que le trajo
aquello, tener que ponerse a trabajar al servicio de alguien para pagar sus
deudas, ¿no le limitó? Sí y no. Aunque no me quejo. Más o menos he hecho lo que me ha dado
la gana toda mi vida. Aunque en las revistas trabajes siempre a lo que toca
hacer, es fundamental, porque de ahí es de donde sale luego lo que quieres
hacer. Además, en revistas como en las que yo he trabajado, la relación con la
cultura era muy fuerte, y a mí me interesa ese mundo. Tienes que preparar 30 o
40 retratos al año. Algunos salen muy bien, otros no tanto. Me considero una
buena editora: los traslado a mis libros, controlo completamente mi trabajo,
pero las revistas tienen su propia dinámica y no pasa la prensa impresa por su
mejor momento de ventas. Una pena, a mí me gusta manosear el papel.
Más trabajando para una revista como Vanity
Fair, espectacular hasta en la impresión de los anuncios. Me gusta, me
encanta pertenecer a ese mundo, a esa cultura impresa. Vamos a ver en qué acaba
esto, me temo que en mitad del proceso asistiremos a alguna ruina más.
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