La pujanza financiera de zonas como el Golfo Pérsico, Kazajistán, Rusia o China redibuja el panorama tradicional de las grandes infraestructuras artísticas
Museos de mil millones de euros bajo cúpulas
ciclópeas, teatros de ópera en medio de la nada o de casi nada dignos de las
mil y una noches, franquicias artísticas religiosamente pagadas a golpe de
petrodólar o gasodólar, festivales de cine en el Golfo Pérsico artificial,
astronómicamente plagados de estrellas de Hollywood; sofisticadas jequesas de
Oriente que lideran las listas de los personajes más influyentes del mundo del
arte; pintores y coleccionistas chinos copando el podio del mercado en los
barómetros de Londres, Miami o Maastricht (un estudio reveló el año pasado que
China desplazaba a EE UU del primer puesto en el mercado mundial de arte y
antigüedades); nuevos museos privados y nuevos festivales de cine en
localizaciones de economía emergente como Brasil, India, Marruecos o la propia
Rusia… faraónicos contenedores de música y arte erigidos por Nouvel, Foster,
Gehry, Pei, Hadid y otros Imhotep del momento. La cultura cambia de escenario
o, como poco, añade escenarios. A la tradicional hegemonía de Occidente —París,
Roma, Londres, Berlín, Nueva York, y de ahí en adelante— en la toma de
decisiones y puesta en marcha de proyectos en materia cultural le ha salido
competencia por la banda de Oriente, según se mira el globo, a la derecha.
Kazajistán, Omán, Catar, Dubai, Abu Dabi, India o
Marruecos nunca o casi nunca habían pululado ni por las páginas de Cultura de
los grandes medios internacionales ni —lo que sin duda les resulta a sus
gobernantes mucho más importante— por las agendas de los principales
representantes artísticos, los grandes estudios de arquitectura, los
programadores musicales, los productores y distribuidores cinematográficos que
dictan la ley e incluso los jefes de gabinete y protocolo de gobiernos y casas
reales del ancho mundo.
La reciente inauguración, con el Attilade
Verdi, del Teatro de la Ópera de Astaná, multimillonaria y jovencísima (15
años) capital de la República de Kazajistán por obra y gracia del presidente
Nazarbáyev es solo el último capítulo de un fenómeno cuyo horizonte se antoja
ilimitado: el trasvase planetario de, si no enormes dosis de la inteligencia
emocional necesaria para forjar proyectos de auténtico fuste intelectual, sí de
lo que podríamos llamar directamente los dineros de la Cultura, es decir, esas
ingentes masas de capital público y privado que, merced a acuerdos bajo los
focos o en la sombra entre gobernantes e inversores, permiten poner en pie
nuevos templos de la creación. Y hablando de dineros y de cultura: el nuevo
símbolo kazajo de la lírica en Astaná ha costado cerca de 500 millones de
euros.
En un momento en que los museos de la vieja y
antaño omnímoda Europa se las ven y se las desean para aguantar los embates de
la crisis sacando sus fondos de armario, trabajando en red o ultimando
salvíficos acuerdos con patrocinadores privados que les sacan del atolladero
(antes los mecenas se llamaban Médicis y ahora se llaman La Banca), los emires
y los jeques de Oriente Medio levantan babilonias culturales a golpe de
talonario.
Jean Nouvel, ante el
proyecto del Louvre Abu Dhabi. / THOMAS
COEX (AFP)
¿Dinero? El gas y el petróleo, e incluso los
diamantes y el oro, actúan como grifo inagotable. ¿Y la inteligencia emocional?
Bueno, los dignatarios del Golfo Pérsico saben dónde y cómo encontrarla: en loshead
hunters capaces de dar en París, Nueva York o Londres con esa anhelada
cabeza pensante que puede crear sinergias, tirar de agenda, atraer inversores y
fabricar o renovar conceptos, conceptos como por ejemplo el intercambio
cultural universal, la alianza de civilizaciones o el hermanamiento Oriente-Occidente
a través de la cultura, que, como todos sabemos, es un pasaporte a la
respetabilidad codiciado por cualquier buen gobernante. Aquel que sabe
descifrar o intuir los sabrosos réditos políticos y económicos que otorgan los
bienes del espíritu cuando estos son administrados con tino. Por si faltaba
algo, muchos de estos ideólogos de la apuesta por un nuevo mapamundi cultural
se han formado en lugares tan de poca apuesta y tan de valor seguro como
Francia, Estados Unidos o Reino Unido.
Es el caso de la jequesa Mayassa Bint Hamed bin Khalifa Al Thani. Esta
mujer de 30 años, que estudió en la Escuela de Ciencias Políticas de París y en
la Universidad de Duke (Carolina del Norte) y que completó su formación en la
sede parisiense de la Unesco, reúne una doble condición: ser más lista que el
hambre y ser la hija del ex emir de Catar, Hamed bin Khalifa, y de una de sus
tres esposas, Mozah bint Nasser al-Missned, también jequesa, presidenta de la
Catar Foundation (un motor de expansión de Catar hacia el mundo) y, sin duda,
la primera dama oriental con más charme. Con sus amplios
conocimientos de arte, su dinamismo y su evidente habilidad en los salones
diplomáticos, la jequesa Mayassa fue quien hizo posible, en 2008, la apertura
del Museo de Arte Islámico de Doha, así como del Museo de Arte Moderno Árabe en
2010, también en la capital catarí, y será ella a buen seguro quien en 2014
corte la cinta inaugural del Museo Nacional de Catar, obra de Jean Nouvel. Sus
hazañas no acaban ahí: la presidenta de la Fundación Nacional de Museos
convenció a su padre para que pagara 191 millones de euros (récord absoluto
para una obra) por Los jugadores de cartas, de Cézanne. Catar, tercera
reserva mundial de gas, ha sido el mayor comprador mundial de arte
contemporáneo en los últimos cinco años, según la muy fiable The Art
Newspaper.
La joven jequesa catarí también supo convencer a
Robert de Niro para implantar en Doha una sucursal del Festival de Cine de Tribeca, que
ya ha celebrado cuatro ediciones y que lleva hasta Doha cada año a una embajada
estelar de Hollywood. Pero no es el único festival de cine en el Golfo Pérsico:
también las vecinas Dubai (con su Burj Khalifa, la torre más alta del mundo,
828 metros) y Abu Dabi, en los Emiratos Árabes Unidos, tienen los suyos.
Y hablando de Abu Dabi. Puede que no exista mejor
símbolo que el pequeño emirato árabe para designar ese proceso actual que, de
lo centrípeto a lo centrífugo, está dando lugar a un frenético movimiento de
fichas en el desplazamiento de la hegemonía en materia de infraestructuras
culturales.
En 2015, el Louvre Abu Dabi vendrá a coronar el sueño
de eclipsar a la rival Dubai (aún renqueante de la crisis que
arrancó en 2008 y que casi le lleva a la quiebra) como antorcha cultural de
Oriente Medio.
Pero el Louvre Abu Dabi no será el último sueño de
los jeques del Golfo: en 2016 esperan inaugurar el Museo Nacional, de Norman
Foster, y en 2017, —gran guinda en lo alto del pastel—, el Guggenheim más
grande del mundo, Guggenheim Abu Dabi, obra de Frank O. Gehry. Estos
mastodontes culturales, más el Museo Marítimo del japonés Tadao Ando y un gran
auditorio concebido por Zaha Hadid, serán los grandes reclamos de la isla de
Saadiyat (Isla de la Felicidad), un verdadero cuento oriental hecho realidad en
forma de distrito cultural con museos, centros comerciales, hoteles y pisos de
superlujo y subsedes de universidades europeas y estadounidenses. ¿El precio de
Saadiyat? Unos 20.000 millones de euros.
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