Rubén Amón
El contrapunto a la popularización
de la ópera está en Glyndebourne, al sur de Inglaterra. La música se mezcla con
una exquisita merienda en el jardín de la mansión Christie.
NI EL ESMOQUIN, ni los trajes largos ni las cestas de mimbre
en el regazo distraen la mirada de los pasajeros convencionales en la estación
Victoria. Londres es una ciudad inmunizada al desfile de las tribus urbanas. Y
el ajetreo laboral en hora punta relativiza la sorpresa que proporcionan los
melómanos con billete hacia Lewes. Ni siquiera cuando descorchan a bordo una
botella de champán, rito iniciático y orgásmico de la liturgia que van a
concederse en el ejido y el teatro de la familia Christie. Es el destino de Glyndebourne, sobrenombre de una mansión de ladrillo y de
piedra en la campiña de Sussex, al sur de Inglaterra, que ha engendrado con el
tiempo –82 años ya– uno de los mayores festivales internacionales de ópera. No
solo por la imponente propuesta musical, también por su idiosincrasia y sus
hábitos ceremoniales.
Ninguno tan elemental o sofisticado como el pícnic
del entreacto. Las praderas de hierba mullida que rodean la mansión predisponen
al abandono y a la expansión de los melómanos, que despliegan sus manteles y
sus cestas en una coreografía accidental. Y que acatan el espacio de las
ovejas, igual que las ovejas respetan amaestradas las tertulias del atardecer.
Les atrae poco el vino y menos aún el rosbif. Incluso balan con sigilo, como
sigilosamente hablan los comensales. Cualquier exceso desluciría el éxtasis
sensorial de la escena, que podría haberla pintado Hogarth en su estilizado
costumbrismo. O haberla escrito E. M. Forster en su bestiario de
porcelana.
De porcelana es la vajilla de Stoke que exhuman algunos melómanos. Y de hilo son los
manteles que recubren las precarias mesas de la acampada, pero urge anticipar
que el Festival de Glyndebourne sobrepasa el prosaico conflicto de la
discriminación social. Y lo hace desde la observación de una norma no escrita
que se acata con idéntica fidelidad al esmoquin y al vestido largo: el
mayordomo se queda en el aparcamiento, igual que les sucede a los otros efectivos del servicio.
No es un problema para
la mayoría de los espectadores porque la mayoría de los espectadores carece de
mayordomo, pero el criterio impide la desmesura de la competición social en las
praderas. Y exige a los sujetos adinerados exponerse al cargamento de sillas,
mesas e intendencia de pícnic, acaso incorporando a su experiencia un cierto
exotismo, una tregua a la jerarquía de las castas.
Semejante principio no contradice la exclusividad que pueda aportar cada
cual al menú de la merienda-cena, pero implica ciertas obligaciones. Como
encontrar el mejor sitio para acampar. Que puede ser la sombra de una
escultórica matrona de Henry Moore. O que puede ser el estanque de los
nenúfares a la espera de Monet. Y que no puede ser el campo de críquet, aunque
la familia Christie no haya opuesto restricción a los aficionados. Por eso hay
quienes se traen en el maletero los avíos. Y los que aprovechan el entreacto
para disputarse un partido sin despojarse del esmoquin.
¿Quién o cuál es la familia Christie? Más que en la
generación contemporánea, interesa reparar en Audrey Mildmay, discreta y
hermosa soprano de la que se enamoró el empresario John Christie en los años
treinta y a quien regaló de bodas un viaje por los grandes festivales europeos.
Tanto les impresionaron los de Salzburgo yBayreuth que
emprendieron ambos por imitación una modesta iniciativa doméstica. O no tan
modesta, porque atrajeron al maestro Fritz Busch, cuya máscara mortuoria incita
a la devoción de un santo pagano en uno de los altares del teatro moderno.
Moderno quiere decir que se construyó en 1994 como
solución al feliz problema en que se había convertido Glyndebourne de tanto
ajetreo melómano. No vivieron para conocerlo ni John ni Audrey, pero las fotos
de ambos reconocen el impulso embrionario en la biblioteca familiar, que puede
visitarse con el pudor de un sacerdote en casa ajena. Y que impresiona no ya
por los lienzos del settecento o por los anaqueles repletos de
incunables, sino por el órgano eclesiástico de tubos que John Christie hizo
construir en 1920, predisponiendo sin saberlo la alegoría del flautista de
Hamelin.
LA IDIOSINCRASIA CONSISTE EN ABANDONARSE. APARCAR
LOS PREJUICIOS JUNTO AL MAYORDOMO. COLABORA A LA EVASIÓN LA FILARMONICA DE
LONDRES
Pues llegan los melómanos en peregrinación como si Glyndebourne fuera un
hospital de almas. Y lo hacen en coche, apurando los meandros de asfalto con el
antídoto de una biodramina. O lo hacen en tren, tuteándose con la vista a bordo
de los vagones como si fueran los cómplices de una secta. E identificados todos
ellos en la muesca de una corchea con la que el revisor va señalando los
billetes y deseando una feliz velada.
–¿Y qué van a ver esta noche los
señores?
Y los señores responden que Béatrice
et Bénédict, no para desconcertar al funcionario ferroviario con
una rareza del repertorio francés, sino para significar la personalidad de
Glyndebourne en la búsqueda de óperas tan poco comunes como la que escribió
Hector Berlioz hacia 1862 en homenaje a su difunta esposa.
Harriet Smithson se
llamaba. Y la había conocido como heroína de Shakespeare. Unas veces fue
Ofelia. Otras Julieta. Y todas las veces fue la mediadora de la fascinación que
Berlioz sentía hacia el dramaturgo británico. “Si hay cielo, Shakespeare debe
estar sentado a la derecha del Padre”, escribía el compositor francés.
Así es que Béatrice et Bénédict parece una plegaria celestial. Y no
por su gravedad, sino por la ligereza etérea con que Berlioz concibió esta versión operística de Mucho ruido y pocas nueces. Podría haberla ambientado en Glyndebourne. Hubieran sido el estanque, las
praderas y la biblioteca una escenografía propicia al encuentro de amores imposibles. Un atardecer de ensueño. Una brisa
marina. Y una música embriagadora, no ya porque el dúo que despide el primer
acto jalona una cima de la cultura occidental, sino porque los melómanos llevan
unas copas encima.
No es una frivolidad. La idiosincrasia de Glyndebourne consiste
precisamente en abandonarse. Olvidarse de la remota ciudad. Aparcar los
prejuicios junto al mayordomo. Despojarse del reloj y hasta de la pajarita.
Dejarse ir detrás de la música de Berlioz o del rastro que hayan podido dejar
sobre la hierba unos tacones afilados en el escondite de los nenúfares. A
Glyndebourne se viene como si fuera un plan de fuga.
Colabora a la evasión la Filarmónica de Londres. Y lo hace sentirse un invitado
excepcional en la mansión de la familia Christie. La seguridad es ubicua e
imperceptible. Y el festival es absolutamente privado. No en sentido de secreto
o inaccesible, sino porque se realiza sin la participación de las
Administraciones.
Se explica así la singularidad de los precios –234 libras (unos 274 euros)
el patio de butacas–, pero la ambición original que implicaba promover un
festival sin restricciones sociales se mantiene en 2016 con el acceso de
entradas de 20 libras (unos 23 euros). Añádase el billete del tren –27 libras
(31 euros), ida y vuelta– y convéngase que no existen demasiadas escapatorias
al paraíso en mejores condiciones económicas ni mayores promiscuidades
sensoriales.
Acaso el problema sea el regreso. La transición a
la normalidad se hace abrupta. Ni siquiera nos consuela la solidaridad de la
resaca o los corrillos espontáneos donde se evoca la experiencia. Vuelven
vacías las cestas de mimbre. Y nos amontonamos en el andén de la estación de
Lewes como si hubiéramos retornado de una boda. No la de Béatrice
y Bénédict en la
ópera de Berlioz, sino cualquier ceremonia prosaica del mundo real. Andares
titubeantes. Mujeres que se cambian de zapatos. Hombres que se despojan de la
chaqueta.
Así es que la invasión
de melómanos en el tren de las diez de la noche –o de las once– deja, ahora sí,
estupefactos a los demás pasajeros. Que no terminan de explicarse la
multitudinaria transformación sociológica de un tren regional camino de la
estación Victoria. Y que piden explicaciones cordiales al revisor.
Hay soluciones alternativas al trauma del retorno. La mejor es quedarse. No
en la mansión de los Christie, cuya hospitalidad se ha demostrado saciada, pero
sí en cualquiera de los pueblos aledaños. Tan bellos algunos como Rye, donde
vivió Henry James. O tan pintorescos y coquetos como Dean, donde vivió y murió
Sherlock Holmes a decir de las leyendas locales.
La casa del detective se recorta a unos pocos kilómetros de los acantilados blancos que dan nombre a Albión. Y que explican el recelo de los invasores hasta que uno de ellos, Guillermo el Conquistador, navegó desde Normandía con sus barcos y sus caballos para deponer la monarquía inglesa. Sucedió en la batalla de Hastings (1066). Es la parada siguiente a Lewes en la evasión hacia el sur. La escogieron Virginia Woolf y los compadres de Bloomsbury para instalarse en una comuna –Charleston House–, sabiendo que el amor prevalece sobre la guerra y que el arte prevalece sobre la realidad. Por eso murió como Ofelia en un río con los bolsillos llenos de piedras. E imaginando a Shakespeare a la derecha del Padre.
La casa del detective se recorta a unos pocos kilómetros de los acantilados blancos que dan nombre a Albión. Y que explican el recelo de los invasores hasta que uno de ellos, Guillermo el Conquistador, navegó desde Normandía con sus barcos y sus caballos para deponer la monarquía inglesa. Sucedió en la batalla de Hastings (1066). Es la parada siguiente a Lewes en la evasión hacia el sur. La escogieron Virginia Woolf y los compadres de Bloomsbury para instalarse en una comuna –Charleston House–, sabiendo que el amor prevalece sobre la guerra y que el arte prevalece sobre la realidad. Por eso murió como Ofelia en un río con los bolsillos llenos de piedras. E imaginando a Shakespeare a la derecha del Padre.
http://elpaissemanal.elpais.com/documentos/glyndebourne-un-picnic-de-melomanos/
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