La bandera de Alemania
todavía ondea a media asta en
las sedes institucionales de Múnich. Empezando por el Teatro Nacional, cuya
enorme plaza tenía que haber alojado este domingo una representación a cielo
abierto de Los maestros cantores de Núremberg.
Y convinieron las autoridades suspenderla. Por el duelo, en primer lugar, o por
la psicosis. No parecía apropiada una aglomeración desordenada de público 10
días después de la matanza —Ali David Sonboly asesinó a nueve personas—, de
forma que la gran fiesta wagneriana se trasladó al Teatro Nacional. De modo que
la ópera adquirió el valor simbólico de una respuesta ritual a la barbarie.
Frente al terror, la cultura. Y existen en Múnich —y en Baviera, y en Alemania—
pocos ejemplos de fervor cultural tan arraigados como Los maestros cantores.
La ópera de
Wagner se estrenó en este mismo teatro (1868) y aludía a la tradición medieval
teutona de los concursos de trovadores. Su propio desenlace es un himno
identitario: “Siempre existirá floreciente el sacro reino del arte alemán”.
La idea inicial
de representarla en una plaza pública en una noche de verano demuestra su grado
de popularidad. Especialmente si el protagonista es la mayor gloria local,
Jonas Kaufmann, que nació en Múnich, y si el montaje se extrapola a un suburbio
ochentero. Que podría ser la periferia de Núremberg, pero también una cité de
la banlieue parisina,
un barrio camorrista de Nápoles o una barriada periférica de Barcelona o
Madrid. Y a David Bösch, autor de la dramaturgia muniquesa, se le ocurrió
revestir la idea con todos los recursos costumbristas necesarios: hormigón
armado, parabólicas, grafitis, bandas, depresión social, odio a la policía.
Semejante
contexto estético favorece que el cantor aspirante a ganar el torneo vocal
aparezca con chupa negra, vaqueros ajustados y zapatillas blancas. Jonas
Kaufmann no parece Jonas Kaufmann en su glorioso altar de tenor, sino un
rockero canalla a la usanza de Lou Reed o de Bob Dylan, un vagabundo de la
música. Tiene sentido la idea porque la ópera de Wagner plantea al personaje del cantor
Walther von Stolzing como un transgresor de las reglas musicales y la ortodoxia
predominante. Un iconoclasta, un rompedor que conmociona a la comunidad.
Y es una
comunidad desamparada, hasta el extremo de que el giro dramatúrgico de Bösch
sobrepasa la convención de la comedia. No porque falten gags, muchos forzados y excesivos, sino porque
incorpora a la obra una claustrofóbica oscuridad y le añade el estrambote del
suicidio de Beckmesser, el gran censor deLos maestros cantores de Núremberg y la víctima sacrificial de un
espectáculo memorable.
Memorable sobre
todo por la nobleza vocal de Wolfgang Koch (Hans Sachs), por la irresistible
personalidad de Kaufmann y por la milagrosa dirección musical de Kirill
Petrenko. Adoran al maestro ruso los muniqueses. Y pronto van a adorarlo los
abonados de la Filarmónica de Berlín. Que será su próximo destino.
Reconoce uno
haberse quedado estupefacto cuando trascendió que había sido elegido por los
berliner como el heredero de Rattle (y de Abbado, Karajan, Furtwängler...),
pero urge corregirse y celebrar la noticia, plegarse a los méritos de un
maestro que dirige con enorme profundidad y equivalente rigor estético.
Fue su lectura
un ejercicio de sensibilidad e intensidad. Sostuvo
la ópera en el filo de la batuta. Y proporcionó algunos pasajes de inverosímil
belleza. Fue el caso del preludio del tercer acto. Una plegaria. Parecía que la
cuerda susurraba el eco medieval de los antiguos cantores. Y que los ciudadanos
de Múnich encontraban en Wagner el remedio a una matanza cuyo duelo mantiene las
banderas a media asta hasta que vuelvan a izarse en plenitud.
ANJA
HARTEROS, DIOSA VERDIANA
Si Kaufmann es el novio de Alemania, Anja Harteros es la novia,
reconocimiento oficioso a una trayectoria artística que permite situarla como
una diva a la antigua usanza. No por los caprichos, sino por su pathos, su
personalidad escénica, sus aptitudes teatrales y musicales para llenar el
escenario.
Lo ha hecho en el Festival de Múnich sorteando las dificultades de la
protagonista femenina de Un ballo in maschera, ópera de transición
verdiana que ha recalado en la capital bávara como un feliz thriller psicológico
y hitchcockiano concebido por Johannes Erath en un espacio circular y
premonitorio. Dirige las funciones Daniele Callegari con más brío que
refinamiento, aunque la decepción fue Piotr Beczala. El tenor tuvo
dificultades, gallos incluidos, para meterse en el papel de Riccardo.
http://cultura.elpais.com/cultura/2016/08/01/actualidad/1470068774_374232.html
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